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Por Luciano Sáliche
Potenciar la literaria luminosidad del Hornocal, más conocido como El Cerro de los Catorce Colores, sería una tarea fácil para Jed Martin. Y digo fácil porque este pintor y fotógrafo que oficia de personaje central en El mapa y el territorio, la penúltima novela de Michel Houellebecq (un francés tocayo me dijo que la pronunciación adecuada es Miyél Jiulevéch) hubiese encontrado cientos de tonalidades en la inmensa montaña. Las hubiese separado por colores de corte específico y de esa forma, para la fascinación de quienes no contamos con la destreza perceptiva del espectro de luz solar, le daría la cientificidad artística que todo fenómeno natural necesita.
El Hornocal es un gigantesco cerro ubicado a 4761 metros sobre el nivel del mar; queda en Jujuy, veinticinco kilómetros de ripio al este de Humahuaca, en plena Quebrada. Un lugareño llamado Faustino nos llevó en una Ranger gris. Su método de conductor era sencillo pero arriesgado, en cada curva pronunciada hacía que la trompa de la camioneta bordee el límite entre el camino y el precipicio. Cuando el volante giraba más de 360º aparecía la muerte en forma de susto.
Faustino posee la característica predominante entre algunos hombrecillos norteños: una piel curtida por el sol de la Puna, coloreada de un caoba oscuro, una estatura baja, musculatura firme y la imposibilidad de calcular una edad específica.
En el vertiginoso viaje nos contó la disputa entre las cuarenta y dos comunidades y el gobernador Eduardo Fellner. Hace un tiempo un chango que acarreaba a su media centena de corderos en plena noche encontró a dos blancos forasteros caminando silenciosamente hacia el cerro. Eran arqueólogos -lo supieron por las herramientas que portaban para recoger y analizar minerales- mandados por el Estado. El chango llamó a otros changos para interceptarlos e interrogarlos. Cuando le pregunté a Faustino qué habían hecho con ellos hubo un silencio, los pliegues de sus mejillas y los labios se pusieron tensos; en su mirada, profunda como la de los perros de Iruya, detecté una oscuridad. Preferí no insistir.
A principio de marzo Faustino se va a Mendoza a trabajar a los viñedos y lleva en su Ranger -que todavía está pagando, se la compró a un patrón buen hombre que tuvo hace años- a veinte humahuaqueños más porque para juntar uvas se necesita mucha gente, dice.
Además nos relató que muchos originarios -así llamaba a los que vivían en la montaña o sus descendientes en el pueblo- se van a Buenos Aires a trabajar en la construcción y luego vuelven y reclaman tierras. “Vos ya no sos más originario, te fuiste avergonzado de tus raíces y esto ya no te pertenece”, decía que les decía Faustino. Me lo imagino plantado en la discusión, con su metro sesenta y su gorrita roja, haciendo ademanes, algo gracioso pero no por eso menos peligroso, esperando a que alguno se desboque para conectar un gancho derecho en el mentón del desafiante, seguido por un catarata de golpes de los originarios que aguardaban, impacientes, detrás de su espalda.
Pocas disciplinas como la astronomía pueden explicar la infinitud del mundo. Una vez, cuando era muy chico, recuerdo haber mirado fijamente durante varios minutos un poster del sistema solar y sentí un frío helado que me recorrió una a una las vértebras seguido por un remolino en el estómago. Años más tarde, leí que Jean-Paul Sartre había descrito densamente mi pesar en La náusea alegando la peculiar sensación al vacío existencial, a la irreconciliable contradicción entre el todo y la nada. Veinte años después, cuando bajé la pendiente y miré el Hornocal de frente volví a sentirlo aunque menos racional que alarmante: la inmensidad y la consiguiente insignificancia.
¿Cuánto hacía que ese monstruoso cerro con sus incontables colores e inclasificables texturas estaba allí observando a los pequeños y mortales humanos que lo visitaban? ¿Cómo medir la profunda melancolía de un cerro que sabe que sus espectadores, comparados con su infinita edad, ya están muertos? ¿Qué importancia tienen las fotografías que le sacan y luego se globalizan en las redes sociales si su existencia se remonta a la creación del mundo? ¿No son acaso esas imágenes las graciosas expectativas de la humanidad que intentan igualar su inmortalidad?
Esa noche cocinamos unas asquerosas patys ensanguchadas que si no fuese por las Norte heladas y los comentarios que nos llegaron del discurso de CFK en silla de ruedas disolviendo la SIDE hubiese vomitado sin parar. La inmensidad del cerro me seguía palpitando, como una agonía pasajera que se quería quedar. Aunque quizás fue el apunamiento lo que me provocó las pesadillas. Una rocosa montaña súper colorida nos perseguía por el desierto y nosotros, corriendo como maricas occidentales, le pedíamos a los pueblos originarios que hagan un conjuro para detener al monstruo; y ahí estaba Faustino con su oscura mirada diciéndonos: “ustedes despertaron al Hornocal, ahora todos estamos perdidos”. Pero sí, quizás sólo fue el apunamiento.
Etiquetas: Eduardo Fellner, Hornocal, Humahuaca, Jean Paul Sartre, Michel Houellebecq, Norte