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Por Federico Capobianco | Relatos: Zulima Abraham | Fotografía: Ezequiel Díaz
«La oficina mata gente”
Libertad no es decisión. Libertad no es despojo. Libertad no es viajar. Libertad no es derecho. Libertad no sabe quién es.
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No estoy en condiciones de asegurarlo, pero podría decir que, en cuanto a decisiones importantes, somos una generación de inseguros.
La cosa es sencilla. Basta con que nos digan que hay dos caminos: uno con varias posibilidades de lograr el éxito. Y el otro, probablemente el más interesante, con un único destino de fracaso. Y fracasar no se puede. Sólo tenemos una sola opción para elegir el camino que nos guiará por el resto de nuestras vidas.
Cuando terminamos la secundaria estamos obligados a decidir qué hacer con la pelota de éxtasis, nervios, ansiedad, miedo, ignorancia, felicidad y tristeza que somos. A esa decisión la esperan de dos lados porque nos la preguntan de dos lados: nuestras familias y el estado –y como estado, el sistema- que lo hace desde la escuela.
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Libertad quiere desenredar el conflicto que la perturba en este momento. Que perturba a sus padres mejor dicho. Ellos le dicen que se está quedando sin tiempo y que debe decidir. Dentro de sí misma resuena “sin tiempo”. Aunque no quiera, piensa en decidirse. Comienza por lo más fácil, lo que no quiere ser.
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No hay que caerle a las generaciones anteriores por insertarnos ese chip. Nuestros padres crecieron y nos criaron durante tres épocas políticas que no aportaron nada. Una repleta de miedo, otra de incertidumbre económica y otra con el foco en la boludez. Por lo que “revelarnos” o seguir un camino que no garantice seguridad económica sólo los asusta. Y no está mal que así sea. La preservación de la familia está en los genes.
Ahora, el estado no es tan inocente. Las garantías de éxito están dadas en aquellos caminos esenciales que ayuden al estado en la realización de sus prioridades. A las carreras históricamente poderosas, como medicina y derecho, hay que sumar esas que se necesitan según el momento. Hasta no hace poco las campañas para estudiar ingeniería brotaban por doquier.
Algo hay que hacer, eso está claro y lo entendemos todos. Pero entendemos también que nuestra generación dio un quiebre. Ese que abandona la seguridad para lograr la felicidad.
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Para los tiempos de los demás, empieza tarde. Mira por la ventana del auto donde está con su madre. Se muerde el labio. Porque sabe que no decidió. Su madre expectante, busca sus ojos esperando oír la respuesta mágica. Aquella que convertirá a su hija en algún tipo de profesional.
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Charles Fourier, un socialista utópico del siglo XIX –bastante limado por cierto-, afirmaba que el único progreso posible, tanto individual como social, era el progreso cultural, basado en los placeres y sentimientos. Para él, el progreso político o económico sólo obtenía resultados quiméricos, fantasiosos, porque es un progreso efímero que puede desaparecer en un instante. Su propuesta para afirmar su teoría era la creación de “Falansterios” cooperativos, es decir, pequeñas comunidades rurales donde no exista ninguna idea de propiedad. Donde todo sea de todos. Y donde todos sean de todos. Claramente todo lo contrario al sistema en el que vivimos.
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Libertad siente el rápido correr de la sangre por la venas, que genera la fricción y en un segundo se convierte en calor. Calor que despierta el nervio incontrolable en un instante. Abre, si… va a decir algo. “Medicina”, se escucha en un tono convencido. Otro segundo inmediato e incómodo. Su madre abre los ojos, Libertad mira al frente y no dice más nada. Se da cuenta que dijo todo eso que había pensado no ser.
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Es que nuestro sistema estipula escalas que se diferencian en la propiedad. Reduciéndolas, están quienes poseen los medios de producción y quienes trabajan para ellos. Los segundos sólo poseen su trabajo por el que reciben una determinada cantidad de dinero para poder vivir; por lo que entre esas escalas hay además –y esto es lo que mejor le salió al capitalismo- una fuerte dependencia económica que se basa en nuestra seguridad de que si trabajamos para ellos conseguiremos ese dinero que necesitamos para vivir. Es decir, fuera de eso, fuera de esa dependencia, es todo incertidumbre. La inseguridad nos aborda, y en este mundo volátil el único resultado es el miedo al salir de ahí.
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Siempre se trató de lo mismo: sobrevivir hasta el final del día. Libertad escribe en la puerta y se deja caer.
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La mayor expresión de esa dependencia se ve en las grandes ciudades. En esas aglutinaciones empresariales, financieras, industriales, de cemento y humo. Una masa gigantesca de personas se mueve de acá para allá creando el combustible que hace mover a este mundo. Charles Bukowski, en Factotum, lo escribió mejor que cualquiera: “¿Cómo diablos puede un ser humano disfrutar que un reloj de alarma lo despierte a las 5:30 a.m. para brincar de la cama, sentarse en el excusado, bañarse y vestirse, comer a la fuerza, cepillarse los dientes y cabello y encima luchar con el tráfico para llegar a un lugar donde usted, esencialmente, hace montañas de dinero para alguien más, y encima si le preguntan, debe mostrarse agradecido por tener la oportunidad de hacer eso?”
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Después de un pestañeo sostenido en los segundos que Libertad se toma para respirar, cerrar los ojos y empezar de nuevo, después de levantar sus parpados pesados, cansados de fórmulas químicas, mira por la ventana y dice con una voz que acaricia el viento, con un susurro: hace tres minutos, yo, Libertad, iba a ser médica, mi familia estaría orgullosa y ganaría dinero. Pero ya no seré médica, seré historiadora. Y el mundo sigue igual de quieto. Sólo se da un imperceptible movimiento, el de su boca. Más específico, el de su sonrisa.
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Así, estas aglutinaciones de cemento y carne toman forma de escenario donde cada uno de nosotros siente un pequeño hilo, casi imperceptible, que se extiende hasta algún “arriba” y por el cual sentimos que manejan nuestros movimientos. Así, estas aglutinaciones adoptan el olor apestoso de ese sistema que nos aplasta y creemos que lo mejor es salir de ahí, que nuestro desarrollo nunca podrá darse ahí. Lamentablemente estamos equivocados.
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Un año después Libertad va en el colectivo, viajando -eso que le gusta tanto-, pero va al trabajo. En una oficina y en una gran ciudad. Esa que ve por la ventanilla. Le gusta que el sol le pegue en la cara y no poder abrir los ojos. No sabe por qué, pero se le llenan de agua. Todos esperan de ella, pero nadie quiere esperar.
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Sí podríamos querer escapar hacia algún lugar más tranquilo para alejarnos del bochinche del amontonamiento. Pero para encontrarse uno mismo con sus placeres y sus gustos no hay que irse muy lejos. Cada uno de nosotros podría ser eso que siempre quiso hasta en la mismísima cocina de su casa. Aunque quienes manejan esos hilos digan que no se puede, que sin ellos no podríamos. Por eso, hay que tener cuidado en eso de creer que en esta vida estresante sólo somos la sombra de lo que quisimos ser. No nos confundamos. La sombra son ellos.
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Libertad, abrió un ojo y decidió dejar de insistir en eso que ya pasó. Con voluntad, abrió el otro ojo y se despertó siendo eso que es.
Libertad siempre se preguntó qué buscan esos que buscan libertad.
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