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Por Federico Capobianco
Es válido sentir que se pagó al pedo apenas se pasa la puerta. Pero ya está, la curiosidad y el morbo de ver lo que hay al final obligan a seguir. Sólo lo del final, antes no hay nada.
Se escucha una voz. Es de la visita guiada. El grupo está a mitad de recorrido, es decir a cinco metros nuestro. Sí, caminamos cinco pasos, pasamos otra puerta y estamos a mitad de recorrido. En esos cinco metros pasamos un par de paredes llenas de información que cualquiera podría encontrar en un libro y leer mucho más cómodo. También hay un par de vitrinas de autobombo: trajes y herramientas que se usaron en la expedición que permitió descubrir “el gran descubrimiento”.
Entre las definiciones del diccionario, museo significa “lugar de adquisición, conservación, estudio y exposición de objetos artísticos o científicos para que puedan a ser examinados” o “lugar donde se exhiben objetos o curiosidades que pueden atraer el interés del público, con fines turístico”. Podríamos suponer que al ser un museo del estado provincial la definición correcta sería la primera. Pero no.
Un poco de información: el Museo Arqueológico de Alta Montaña (MAAM) es un museo que pertenece al gobierno salteño y se encuentra justo en frente de la plaza del centro turístico de Salta Capital. El principal patrimonio –el único- del MAAM son tres cuerpos momificados descubiertos en el año 1999, a 6730 metros de altura, en la cima del volcán Llullaillaco, en la misma provincia, en una expedición financiada por –por quién si no- National Geographic. Sí, el MAAM expone momias reales de tres chicos incas que fueron sacrificados hace 500 años en una ceremonia religiosa. Y sí, las momias pertenecen a culturas cuyos descendientes viven en la actualidad y ven como sus antecesores, pertenecientes a las antiguas familias dirigentes de su pueblo, son expuestos en vitrinas.
Las controversias vienen desde hace una década cuando el museo decidió exhibir en forma permanente las momias. Si traigo las mismas diez años después es porque no cambió absolutamente nada. Como es un museo provincial, no está bajo jurisdicción del ente nacional de regulación de museos, quienes plantearon que no era ético y que iba en contra de las últimas tendencias mundiales de museología donde ya no se exhibía el patrimonio como si fueran un trofeo. Pero al MAAM no le importan las tendencias como tampoco los demás reclamos que llegan: por un lado, de la National Geographic, quienes reclaman la posesión de los cuerpos ya que fueron quienes pusieron la tarasca. Quizás acá la negativa sea válida, los cuerpos se encontraron en territorio argentino por lo que deberían permanecer acá. Pero hay otro reclamo y viene desde las comunidades originarias que reclaman que se le devuelvan los cuerpos ya que pertenecen a su cultura. Las autoridades del museo respondieron y sentenciaron su postura. Ellos creen que lo correcto es darle a conocer lo hallado a la comunidad porque la comunidad así se los pide. Entonces, lo más democrático es hacer lo que la comunidad elige, si no -esto es textual- «el día de mañana podríamos decidir qué cuadro la gente puede ver y cuál no”. Bien, un niño inca momificado, un cuadro, ¿qué diferencia hay? No sólo demuestran que les chupa un huevo si es un niño real o un florero sino también que sacan a la luz la mugrosa aculturación de civilización y barbarie, porque comunidad hay una sola. Los otros, los que reclaman, son todos floreros.
Alcanzamos al grupo y al guía. Salvo lo importante, en el museo no hay más que algunas vitrinas que muestran pequeños objetos que apenas se ven. Hay que mirar a través de lupas incómodas. Según explica, son las ofrendas materiales con las que se habían enterrado los cuerpos, también ofrendas, para sus dioses. Mientras el guía habla –y yo no alcanzo a escuchar- miro las vitrinas. Se ven estatuillas de animales y de personas vestidas, calculo, como chamanes o reyes. Las estatuillas son diminutas y muestran un trabajo artesanal asombroso. Están hechas en metal. Parece oro. Una pareja a mi lado se pregunta cómo habrán hecho para representar algo tan fielmente en una pieza tan pequeña. Y me sacan la pregunta de la cabeza. Pero ninguno le pregunta al guía. Y ya somos varios los que no prestamos atención.
Falta ver dos vitrinas y nos acercamos un poco. Escuchamos esto: “Las civilizaciones de Egipto, Grecia y Roma son interesantes pero más lo son las civilizaciones que habitaron en nuestro continente. Por eso debemos enfocarnos en conocer lo nuestro y no compararlo”. Muy bien, podría aplaudirse. Pero no aplaude nadie porque el discurso sigue y por lo visto parece haberse olvidado lo que acaba de decir. No logro escuchar qué explica exactamente de una estatuilla de una llama y su importancia para la comunidad pero luego decir: “porque es lo mismo que en India que la vaca es sagrada. No como nosotros que si vemos una vaca somos capaces de matarla ahí nomás para llevarla a la parrilla”. En todas las caras de los que estamos atrás el gesto es unánime. Hay una levantada de cejas general cómo preguntándonos si lo que acabamos de escuchar fue cierto. Es eso o parte de mi imaginación que también imaginó lo de “no comparar”.
Última vitrina, ubicada en un pasillo al lado de la puerta al salón de momias. Angosto para tanta gente. Se apretan. Yo espero atrás pensando únicamente en cómo alguien puede hablar tan rápido. El guía, con su rapidez, empieza a explicar las diferencias entre la concepción occidental y la incaica sobre la muerte y sus valores físicos y sociales. Los muertos, para nosotros los aculturizados por occidente, tienen sólo valor social. Es decir, al enterrarlos dejan de pertencer a nuestro mundo físicamente pero se mantienen socialmente en su recuerdo. Así, separamos el valor social del físico. En cambio, el pueblo Inca no, lo mantiene unido. Es decir, que cuando alguien era sacrificado religiosamente, se lo conservaba en la casa principal para que el muerto continúe participando social y físicamente en todas las celebraciones. Sí, entendió bien. En la celebración que sea, la momia ocupaba una de las puntas en la mesa principal. Recordemos que los sacrificados, como los niños encontrados, pertenecían a la clase dirigente, o eran parte de la familia del cacique o de familias importantes para la comunidad. La inquietud es válida, ¿cómo puede el guía explicar el importante valor social de los muertos para las comunidades incaicas y ser, a la vez, la cara visible de un museo que exhibe las momias desatendiendo el reclamo por parte de las comunidades para que se las devuelvan?
Ya repetimos varias veces que el conocimiento es mercancía y, por lo tanto, poseerlo genera poder. Más todavía cuando la mercancía es algo exótico que nadie tiene. Que genera no sólo inquietud sino también, y principalmente, morbo. Porque, seamos honestos, ¿qué se puede aprender de ver un niño momificado en una vitrina? Por si les cuesta responder, la realidad es que no se aprende nada. Porque lo expuesto no cuenta nada y porque lo que cuenta el guía no es sólo información sino también chamuyo para despertar en el espectador la curiosidad morbosa de ver la momia, y porque lo que cuenta es tanto en tan poco tiempo que uno no puede retener ni procesar absolutamente nada. ¿A qué me refiero con chamuyo? Cuando uno ingresa al salón de momias, antes de verlas, se ven tres carteles que detallan información de cada una de los cuerpos encontrados. Los carteles cuentan algunos datos biológicos sobre la vestimenta que tenían y cómo fue encontrado el cuerpo. Y hay uno que llama más la atención y despierta el comentario de los visitantes: el cartel de la momia del niño reza al final: fue encontrado con su cráneo abollado. Sí, el guía se encarga de explicar, previamente, que los Incas tenían esos rituales. Lo que no se encarga el guía, al menos intentar, es de explicar que no se debe juzgar el pasado con la moral del presente, ni mucho menos juzgar el pasado de otras comunidades con nuestra moral occidental, ¿por qué?, para evitar comentarios como “¡qué barbaridad!” o caras impresionadas. Está bien, todas las muestras o exposiciones no brindan un único mensaje porque cada persona lo interpreta y resignifica según sus vivencias y bagaje cultural. Pero aunque los visitantes sean unos nacionalistas indeseables pueden ser capaces de reconocer incoherencias en el discurso.
El guía advierte previamente: “antes de pasar esta puerta –la que da al salón de momias- quisiera aclarar algo y es la cuestión del respeto”, e inicia un discurso moralizante de que nosotros –los visitantes- debemos ser respetuosos de los cuerpos, que no estamos obligados a entrar porque puede ser fuerte lo que hay para ver pero que si lo hacemos tenemos que entender que lo que está ahí a ellos les cuesta mucho dinero mantenerlo en condiciones y que si no vamos a entender eso ni ser respetuosos mejor no entremos. Sí, visitante con sed de morbo, usted debe entrar respetuosamente a ver cómo nosotros nos cagamos en todos. Total a usted sólo le importa ver el pibito en la vidriera. Y yo les digo esto que no escuchan porque están concentrados en lo que hay detrás de la puerta. Puerta que mantengo cerrada. Y hablo. De cualquier cosa. Hablo y hablo y mantengo la puerta cerrada hasta que vea que ustedes empiezan a agachar sus cabezas nerviosos y el bufido se hace general. Ahí sí, cuando su ansiedad llegue al límite y su desesperación sea capaz de pasarme por arriba, me corro a un costado y los dejo pasar.
Debo admitir que salí algo rendido ante el discurso del guía luego de ver la momia. Pero el museo tiene otra sala. La cual funciona como un sopapo. Si te gusta demasiado el morbo, el sopapo te deja inconsciente para dejarte llevar por lo que hay adentro. Si no te gusta tanto, el sopapo despierta. La sala se llama “La Reina del cerro” y contiene en su interior a la momia del cerro Chuscha, ubicado en Cafayate, Salta. La sala es igual a la anterior: contiene carteles informativos que cuentan sobre el descubrimiento y sobre el cuerpo. Pero esta tiene algo particular. Sobre una de las paredes hay una ventana. Del otro lado está a oscuras. Uno se acerca y no ve absolutamente nada. Al lado de la ventana una tecla de luz. No hace falta que avise “apreté aquí”. Uno apreta igual. Y ahí está. Como si fuera encender la televisión uno se encuentra con el cuerpo de la momia, de rodillas, inclinada hacia adelante con la cara casi pegada al vidrio. Es inevitable el pequeño salto hacia atrás: lo que uno menos espera es encontrarse en algo parecido a la película La Llamada cuando la nena fantasma sale de la pantalla. Pero acá se puede escapar. Basta con apagar la luz y listo, el terror se va.
El gobierno salteño gana dinero con la entrada del museo por lo que si no exhibirían las momias ese edificio céntrico ya sería un restaurante. El gasto en mantener los cuerpos hay que recuperarlo. Sea como sea hay que atraer el público. Lo que demuestra que hasta donde no debería existe el show, porque todo vamos a donde está show y el show garpa. Pero el show es lamentable cuando está decorado con el discurso progre de “al servicio de la comunidad”. Porque nosotros vemos show pero el show nos toma por boludos. Y acá está la cuestión, ¿hasta dónde llegan tus ganas de ser un boludo?
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