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Por Luciano Sáliche
I
La primera vez que vi a Sylvester Stallone fue en un televisor color de 22 pulgadas. Era un electrodoméstico cúbico y aparatoso con hendijas polvorientas al costado derecho de la pantalla y una gigantesca joroba detrás. La casa era de mis abuelos paternos, en un barrio alejado del centro chivilcoyano, una manzana que parecía un islote alto, a dos metros de altura de la calle de tierra que se transformaba en riachos eléctricos de barro y cascotes cuando la lluvia se desataba. Era de día, tardecita, pero la luz apenas se filtraba por las ventanas porque el cielo estaba nublado y adquiría esa consistencia de peligro. El televisor emitía First Blood -el nombre con que se conoció en Argentina fue Rambo: primera sangre– y Sylvester Stallone era un boina verde que se escondía en un bosque de unos policías gordos e hijos de puta que lo querían asesinar. A diferencia del sentido común que indica que Rambo era una oda a la brutalidad y a la falta de sensibilidad, la forma en que mataba uno a uno a sus enemigos, la forma en que los cazaba, en que ponía trampas entre las plantas para que los canas queden atrapados como moscas en el pegamento contiene un sofisticado planeamiento artístico.
Hace unas semanas, el actor de 68 años presentó una exposición en el Museo de Arte Moderno en Niza, Francia, de 30 lienzos pintados por sus propias y enormes manos durante más de cuarenta años. En el evento donde asistió la prensa tanto especializada como los tabloides, con un saco a cuadros, una camisa violeta y su parálisis facial que le hace arrastrar las palabras, dijo: «La pintura es la forma más auténtica, la más honesta de todas las artes, porque es simple».
II
La biografía de Stallone está marcada por zonas nebulosas, desconocidas, donde su pulsión por la supervivencia aparece de forma descarnada. Empecemos por su nacimiento: lo que extrajo al pequeño Sylvester del vientre de su madre astróloga y activista fueron unas pinzas metálicas conocidas como fórceps que utilizó el médico para ayudar al parto. El contacto de las tenazas con su prematura cabeza produjo una parálisis permanente en la parte inferior izquierda de su rostro: ese labio torcido, sensual y desafiante, se convirtió en un rasgo característico de sus primerísimos primeros planos en el cine.
No eran una familia adinerada pero las calles de Nueva York estaban llenas de oportunidades. En su adolescencia, vagaba seco, sin un mango, buscando cómo introducirse en las artes, cómo transformar en redituable esa sensibilidad artística que estaba convencido que tenía. Entonces llegó el momento de jugársela. Para pagarse las clases de actuación, debió hacer un trato sucio: accedió a participar de una porno de muy bajo presupuesto. Su físico también podía ser una fuente de dinero rápido. Fue una sola vez, no hubo un repeat, porque la guita que cobró fue suficiente. Por eso no continuó en el rubro y optó por lanzarse hacia su destino de actor dramático aunque disfrutó mucho garcharse a unas cuantas actrices cocainómanas mientras las cámaras tomaban la penetración en primer plano.
Luego se formó, se instruyó y se concentró en lo que creía debía ser el principio del batacazo: escribir un buen guión cinematográfico. La tarea era difícil, debía lograr esa pizca de originalidad y éxito que buscan todos los intelectuales neoyorkinos que querían pegarla en la cultura pop.
Como las películas taquilleras de superación individual lo indican, el cambio se produce de un día para el otro. Un día, mientras veía la pelea entre Muhammad Alí y Chuck Wepner, llegó la inspiración. Era el boxeo el deporte que podía servir de contexto narrativo para montar un héroe. Tres días tardó en escribir la primera Rocky. Al año siguiente, se convirtió en un éxito mundial logrando la construcción de un Hércules del siglo XX que no sólo conquistó a las masas, también a la Academia ya que ganó el Oscar a Mejor Película y Mejor Guión, además de la nominación a Mejor Actor. Luego su historia cinematográfica comienza a estar atravesada por gigantes tanques del espectáculo de la acción y las explosiones pero esa ya es otra historia.
III
Cuando John Berger escribió en 1972 sobre la obra de Francis Bacon se sentó un precedente. ¿Cómo analizar un pintor? ¿Hay que ocuparse de cada cuadro como una obra única e individual expulsada al mundo, jugando con sus propias reglas, o hay que tener en cuenta el todo del artista y pensar que cada obra funciona como un eslabón deforme de una cadena? ¿Resulta imprescindible pensar las condiciones de producción, las problemáticas sociales, el contexto de la época, los mambos psicológicos del pintor? Berger optó por dejar de lado la semiótica y centrarse en la crítica de la imagen analizando las repeticiones continuadas en cada cuadro. Así encontró a Bacon como el gran artista de la coherencia: un accidente ocurre en todas sus obras, un cuerpo deformado que no espera nada del mundo, porque lo peor ya pasó.
Analizar la pintura de Stallone no es una hazaña tan sencilla como parece. Los colores vivos que usa para generar un impacto fluorescente dicen mucho más del sentido explícito que del implícito. Las figuras son poco claras, intentan jugar con la abstracción y las figuraciones que se entremezclan con el fondo utilizando una concepción clásica de las vanguardias de principio del siglo XX como es la de figura-fondo. Pareciera que sus trazos vienen atrasados en la visión de época pero es importante tener en cuenta que la obra que acaba de presentar comenzó a pintarse hace más de cuatro décadas. Por eso, su búsqueda artística tiene que ver con una coalición de estilos y de métodos que hace difícil encontrar un leiv motiv.
Por un lado, utiliza el goteo rojo sangre con fondo negro texturado; por otro, figuras humanas –suelen ser el personaje de Rocky- pintadas en colores opacos, tristes, con un fondo colorido, inquieto, como si hubiera más vida en las tribunas que en el ring de boxeo; también hay dibujos más minimalistas de tonalidades contrapuestas pero sin demasiado detalle; otra alternativa buscada son las pinturas con una exageración en la cantidad de tonos y matices que se pelean dentro del cuadro por intentar capturar al espectador, estas parecen ser una simbiosis entre el grafiti callejero y las luces de disco de los 80.
En síntesis, Stallone presenta una variedad inaudita en la pintura, como si su búsqueda de estilo fuera eso mismo, una permanente búsqueda que jamás termina, que jamás encuentra su propio yo, que no encuentra su centro, su vuelta al inicio. Una búsqueda que prueba por todos los flancos sin encontrar el ritmo. Como el opuesto a su carrera actoral, que ni bien comenzó, con la personificación de Rocky encontró la fórmula y la repitió hasta el hartazgo con Rambo, Cobra, Asesinos, Demolition Man, y su última saga de poderío masculino traducida en Argentina como Los indestructibles, que escribió, dirigió y protagonizó. Yo le hubiese dado el Oscar.
IV
Ni Wikipedia ni su página oficial ni las vastas entrevistas que flotan en el océano de la web dicen cómo vivió Sylvester Stallone la noche en que su cerebro elaboró la idea de Rocky. Fue un 24 de marzo del 75. Lo imagino solo, en su monoambiente de algún barrio bajo cerca de Manhattan pero nunca dentro de Manhattan. Un sábado a la noche viendo el televisor de frente, en un sillón algo viejo, bebiendo una cerveza, mascando snacks, sintiéndose parte de la pelea, tirando golpes al aire imaginándose en el ring. Muhamed Alí defendía el título, Chuck Wepner era el retador. 30 a 1 estaban las apuestas a favor del hombre afroamericano. Y de pronto, cuando Wepner conecta un golpe certero en el mentón de Alí haciéndolo caer a la lona luego de varios años en que no besaba el piso y la gente en la tribuna comienza a gritar y desesperarse, en ese instante, cuando los ecos que emitía ese artefacto precario llegan a tocar fibras sensibles de su cerebro, Stallone salta del sillón y entiende que es ahí, en la construcción popular y heroica de un Hércules de las calles, de los suburbios, de un hombre al que nadie da ni dos pesos, un reventado, un ignoto bruto sin posibilidades de ascenso social, en esa construcción está la papota. Por fin, su sensibilidad artística podía congeniar con su afán de lucro. Luego, la escritura del guión –los yanquis le llaman libreto– habrá sido producto de una voracidad, de un impulso alevoso. Como se suele decir: cuando ya está la idea, lo demás se escribe solo.
Esa noche, Wepner perdió por knouck out técnico. Hizo un estupendo papel frente al mejor del mundo, aguantando los golpes como una mole judía imposible de derribar. Hay una anécdota que vale la pena: al igual que en la película, una de las cejas de Wepner comienza a sangrar dejando su ojo completamente ciego. El árbitro se acerca y le pregunta cuántos dedos ve. Su entrenador, sabiendo que esa pregunta tenía que ver más con un trámite burocrático que con las destrezas de un boxeador, pellizca tres veces la espalda de Wepner que, al no ver un pomo, responde confiado: tres. Así la pelea sigue, la emoción se potencia pero ya todos sabemos el desenlace. Y como el arte tiene el don de decir algo del objeto representado que no vemos y no retratarlo tal cual es ya que la imitación de la realidad es imposible -Jacques Ranciere llama a esta cualidad la archisemejanza-, Sylvester Stallone modificó la historia y le dio a Rocky Balboa, al igual que hace con sus pinturas, la posibilidad de ser un verdadero campeón. Finalmente, es el arte el que le da a la realidad una segunda oportunidad: la oportunidad de maravillar.
Etiquetas: Chuck Wepner, Francis Bacon, Jacques Ranciere, Muhamed Alí, Sylvester Stallone