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Por Ignacio Bosero | Fotografía: Micaela Kohen
Cuando amanecemos con alguien todavía desconocido, por más que hayamos compartido la intimidad más total, no siempre lo reconocemos en sus primeras acciones, en un ser viviente que vive fuera de nosotros, y es, sin duda, externo a nosotros. Lo veíamos a Lisandro fresco, con el torso desnudo y fibroso, levantado quién sabe a qué hora temprana de la mañana, amarrando unas tiras de lianas gruesas a la canoa: se colocaba en la proa, el interior y la popa y probaba, al parecer, la elasticidad y la resistencia de la embarcación; podía ser que sólo estuviese comprobando el estado de las maderas para surcar más tarde el río, que se presentaba más caudaloso que el día anterior, y por el cielo nuboso que se abría en la selva amenazaba con llover. Lo veíamos concentrado como si de eso dependiese toda su vida; los músculos se le marcaban en esos movimientos de lucha que presentaba con las lianas; amarraba, desamarraba, tiraba, juntaba; era un artesano fuerte y hermoso usando las herramientas naturales de la selva. Gran parte de la noche anterior, al dormirnos juntos, se la pasó hablándonos de las sorpresas que la selva tenía a cada paso. Se describía a sí mismo hijo de esta región, aunque hubiera nacido en una ciudad que se levantaba en el centro de su nación, lejos del corazón verde, como le llamaba a la selva. Parte de esas sorpresas tenían que ver con las bondades minerales que las tierras albergaban en sus entrañas. El navegante las conocía, sabía dónde estaban tanto los árboles de canela, los hongos, las cascadas escondidas, la ayahuasca, los lagos enigmáticos, como el petróleo y el oro. Había adoptado esta tierra para vivir en ella y defender su belleza. Las expediciones datan de siglos, al igual que las experimentaciones, dijo a la luz de una linterna, melancólico.
Fue entonces cuando sentimos que Lisandro no conocía totalmente los secretos de la selva y los peligros que podía correr con la expedición. ¿Tenía idea por ejemplo del aislamiento y la crueldad a la que estaba sometida la tribu de Frenelio? Lo más sensato era confesarle el plan al cual estábamos entregados, porque lo queríamos, es más, sentíamos que empezábamos a amar su corazón tierno y su ánimo de resguardar la belleza de las cosas que tal vez no debían cambiar nunca. “Lisandro, vení”; dejó las lianas sorprendido y sonrió al vernos (al ver el cuerpo común que éramos y había amado), y se fue acercando hasta la carpa. “Vamos a una batalla, probablemente, ¿lo sabés?”. “No”. “¿Estás dispuesto?”. Presentíamos cierto peligro próximo: era un susurro en la atmósfera, leve, canto de pájaros entrecortados en lo alto de los árboles, rumores; habíamos apoyado el oído contra el piso por la mañana y presagiado el ruido de la batalla como tambores lúgubres retumbando y el sonido de un río subterráneo, de barro, que corría ligeramente… “¿Es la aldea, no?”, preguntó Lisandro. “¿Qué aldea?”. “La aldea envenenada”. “No sé, ¿qué hay ahí?”. “Animales feroces, tiranos, ladrones, serpientes”. “Sí, tiene que ser”. Lisandro miró en silencio y jugó con un palo: lo arrastró por la tierra y dibujó un mapa. “Nosotros estamos acá, ¿sí?”, dijo, haciendo una cruz. “Sí”. “La aldea envenenada está allá, donde abundan las serpientes gigantes, ¿las has visto?”. “No, jamás”. “Son horrorosas, increíblemente grandes, pueden comerse cualquier cosa, y atacan de noche”. “¿Qué tan feroces, Lisandro?”. “Pueden tragarse de un bocado un puma o un oso, indistintamente; y a un humano, por supuesto”. “¡Dios mío!”. “Los pobladores no han podido domesticarlas del todo a lo largo del tiempo, aunque sí aprendieron a cazarlas, con trampas, pero es una de las razones por las cuales nadie va hasta allí”. “¿Por qué se llama la aldea envenenada?”. “En la época de la colonia se la quiso pulverizar por ser una junta de plagas: se exterminaron sus tierras y abandonaron, pero luego todo floreció nuevamente”. “¿Pasó mucho tiempo?”. “El suficiente para generar una plaga de serpientes y un pueblo tirano”. Miramos el mapa; Lisandro habló mirándonos a los ojos. “¿Estás dispuesta a ir ahora, María…?”. “¡Siempre lo estuve!”.
“¡Qué río maravilloso, Lisandro! Siento en el pecho que ganaremos la batalla”, decíamos (decía el cuerpo común) viajando en la canoa rumbo a la isla envenenada. El navegante se había puesto serio y en una zona tupida donde se elevaban paredones de roca, dobló y largó el palo con el cual conducía. Llevaba la embarcación hacia la orilla y preparaba una detención. Nos levantamos en guardia, llenos de miedo, ¿habíamos llegado? Podían notarse humitos que sobresalían de la copa de los árboles. El lugar estaba habitado. “Lisandro, ¿qué hacés?”. “Confía en mí; esperame en la canoa”. “¿Qué pasa?”. “Esperame; yo voy a llamarte. Esperame”, me ordenó. Obedecimos pero arrastramos la escopeta hasta los pies. Lisandro se perdió entre la selva; al rato se asomó y chifló para que fuéramos, sin el arma. Al pasar la orilla de arena y perdernos entre la vegetación, dimos con un depósito donde nuestro navegante conversaba con una familia nativa. En el cuarto había infinitas armas de todo tipo hechas en cuero y madera. Era increíble. Había escudos, armaduras, lanzas, bolas, arcos, collares, máscaras. Comerciamos con dólares: compramos armas y máscaras, y alquilamos cuatro guerreros que nos secundarían en caravana hasta la isla envenenada. Partimos en la tarde, luego de una cena abundante de pescado; en la antesala de la partida, a la orilla del río, las mujeres arrancaron de un árbol frutos duros, los partieron en dos y en su mismo interior aplastaron con un palito unas bolitas rojas que contenían y, revolviéndolas otro poco, generaron la tinta con la que pintaron nuestra cara y partes del cuerpo en señal de guerra y rito de liberación del miedo.
Se acercaba la noche. Se veía la luna llena y su resplandor en el río. Navegábamos. En esa claridad nocturna, calma, cruzó veloz una flecha y se clavó en la canoa tripulada por los guerreros. Otra más. Otra más. Y una lluvia posterior que por poco no atraviesa la garganta de Lisandro y nuestra cabeza. “¡Abajo!”. “¡Disparen!”. De nuestras canoas disparamos con la escopeta a los tiradores que se asomaban ligero entre la vegetación y lanzamos un sinfín de flechazos y dardos con veneno. Algunos gritos dieron cuenta de que herimos; otros dado muerte, ya que sus cuerpos cayeron al río. Mirábamos pasar las nubes boca arriba en la canoa, en guardia y tensos, con las armas en el pecho. Pero después de la ráfaga de flechas y nuestra réplica, cesó el ataque. No habíamos arribado a la isla: la ofensiva había sido misteriosa. Pasado un rato, un cuerpo muerto flotó hasta nuestras canoas. Al recogerlo, reconocimos un hermano de Frenelio. Rompimos en llanto, probablemente habíamos matado a su hermano en una de la serie de balazos furiosos. Cómo explicárselo a Lisandro, a los guerreros. La tribu maldita contralaba de punta a punta la isla, poniendo de guardias a la tribu esclavizada. “¡Vamos a entrar por esta parte de la isla!”, ordenamos, decididos. “¿Por adentro?”, preguntó Lisandro. “¡Sí!”. “¿Y las serpientes?”. “¡Las vamos a enfrentar!”. Anduvimos toda la madrugada entre la selva. Liderábamos la expedición, abriéndonos paso entre matorrales espinosos y estrechos, serpientes que dormían y pantanos. Nos dominaba la fuerza multiplicada por la cual se había constituido este cuerpo común. Al alba, dimos por fin con el campamento. Tumbamos a los guardias con la punta de las lanzas, cubiertas de un somnífero natural. El resto dormía en sus carpas. Las instalaciones más opulentas eran de los altos jefes. Nos introducimos a la fuerza; los encontramos en sus camas, desnudos, junto a varias mujeres y hombres. Alrededor había trajes, látigos, lanzas, restos de comida y vino. Robamos sus armas y utilizamos una carpa de prisión. Habíamos tomado la posesión del campamento y puesto prisionera a la tribu despiadada. Pero la tribu de Frenelio podía sentirse en parte liberada. Porque el peligro persistía en esa zona de gran humedad y calor insoportable repleta de depredadores. Debíamos reunir a los guardias en las costas de la isla y marcharnos, aunque no se atravesaba fácilmente; se tardaba por lo menos día entero. Ordenamos a los guerreros encargarse de la tarea; Lisandro aguardaría con nosotros y vigilaríamos el campamento. Fue todo esto cuando el efecto del hongo de Kamil comenzó a retroceder en nuestro cuerpo común, y entramos en convulsiones.
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El amor
Etiquetas: ficción, Ignacio Bosero, La batalla, La Selva, Micaela Kohen
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