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Por Luciano Sáliche
“Los hospitales son los aeropuertos de la vida y de la muerte”
Enrique Symms
I
Cuando el camillero ingresó a la habitación sintió la necesidad de hacer, no uno, sino dos chistes. El momento no mostraba mayor tensión que la de un muchacho semiescolarizado llevándome en una silla de ruedas hacia la intervención quirúrgica. Más como una descontractura que como una despedida, las dos mujeres que me acompañaron soltaron grandes risotadas femeninas. “¿Vamos entonces para la cirugía de implantes mamarios?”, dijo el camillero y al rato: “Ah, cierto, lo tuyo eran hemorroides, ¿no?”. De cualquier forma, nos dirigimos al quirófano. Me sentía el tío de Tuco Salamanca en Breaking Bad pero sin el timbre.
Luego de una serie de consultas con un otorrinolaringólogo que realmente inspiraba confianza pese a que su apellido era simplemente Rodríguez y que siempre llevaba una prenda color mostaza, pactamos fecha y hora de internación. En las letras computarizadas que se leían en la orden de autorización que impartió la obra social decía: Cirugía videoendoscópica de senos paranasales uni o bilaterales.
Me acosté en la camilla y estiré los brazos mientras una serie de doctores realizaban un anecdotario sobre las cosas que me iban a empezar a suceder. Mi forma de capitalizar el espesor del pánico contaba con dos palabras: anestesia general. Era cuestión de cerrar los ojos y dedicarme a flashar pero, ¿era tan fácil? ¿Todo se resuelve con drogas? La anestesista era de esas mujeres que intentaban remediar con la simpatía las falencias de la belleza. Hablaba y hablaba. Me ató un elástico en el brazo y empezó a buscar donde clavar. Sentí la aguja, fría, dañina, espeluznante. “Se rompió la vena”, dijo y probó con otra. No quise mirar. La idea de una vena rota dibujaba en mi cabeza un cóctel de negligencia y mala praxis.
II
Ocho días atrás en Río Grande, encontraron muerto a Néstor Eduardo Colombo. Tenía apenas 66 años y trabajaba de anestesista. Con una pistola Colt calibre 45 se disparó en la cabeza. Los primeros rumores barriales hablaban de una depresiva separación. Parece factible, cualquier desamor puede punzar más fuerte que la aguja más fría pero, ¿qué hay de ese oficio tan deshumanizante? Un anestesista -o anestesiólogo, porque las palabras esdrújulas imponen respeto- es un médico especializado en “bloquear la sensibilidad táctil y dolorosa del paciente”. Su credencial es la de un burócrata de la salud: pone el sello que aplasta el papel y lo marca dejándolo listo para ser roído por un bisturí. Transformar al sujeto en un objeto, cosificarlo y deshumanizarlo para que el cuerpo se transforme en un campo apto para cortar, extraer, mutilar, cercenar, suturar, introducir.
Pero no siempre las cosas suceden como las esperamos. Cada tanto algún paciente ingresa al quirófano y la anestesia -acá va un término simpático- lo lleva para el otro lado. En el 2008, Luis Romero Hiriart sedó en exceso a una chica de 18 años en una clínica de Haedo durante una operación de apendicitis provocándole la muerte. Luego se supo que en el 2005 un bebé murió en manos de su anestesia. Indagando, se llegó a saber que jamás había aprobado la especialización de anestesiólogo. ¿Por qué habría de falsificar su título, acaso el de médico otorrinolaringológico no le alcanzaba? ¿Fue por guita, por prestigio o por querer tener -además- el poder de anestesiar?
En enero del año pasado detuvieron a un anestesista en una clínica de Córdoba Capital. José Sayago estaba sacado cuando llegó la policía. Los empleados llamaron al 911 porque puteaba, se agarraba la verga, amenazaba a todo el mundo. Estaba sacado. Cuando los oficiales le revisaron el bolso le encontraron una ametralladora nueve milímetros FMK3, un silenciador y un cargador con 15 cartuchos cargados. Luego se supo que formó parte del Ejército de Estados Unidos, por eso su armamentística. ¿Qué desató su ira? ¿Fue la ansiedad? El tipo llegó tarde a una operación y lo reemplazaron, entonces enloqueció. Se ve que necesitaba, casi tanto como disparar su FMK3 en el Tiro Federal, anestesiar a algún paciente, llevarlo al otro lado, transformarlo en carne fácil de roer.
III
Dos veces probó mi anestesista hasta que cambió de brazo. El tercer pinchazo dolió menos. Luego me acercó un respirador y a la cuarta inhalación me dormí profundamente. “No te duermen, te apagan el televisor”, me dijo un compañero de trabajo hace unos días y cuando lo oí me imaginé dentro de una dimensión oscura cuadriculada con finas líneas blancas donde no tenía cuerpo, sólo mi sentido de la vista. ¿A dónde vamos cuando estamos anestesiados? El doctor Mario Valotta, de la Asociación de Anestesia Analgesia y Reanimación de Buenos Aires –un organismo sospechado de lavado de dinero-, dice que “los pacientes se mantienen muy vivos, a pesar de estar inconscientes”, y esa acentuación en la vitalidad, ese “muy” habla por sí solo.
No recuerdo absolutamente nada. Sé que me desperté cuando me estaban sentando en la silla de ruedas y pregunté si había vomitado porque sentía una liberación en la garganta. El camino hacia la habitación fue extraño: las paredes pálidas de la clínica no me permitían flashar absolutamente nada. El mismo camillero semiescolarizado me trasladó pero no hizo ningún chiste. Me acostó en la cama y se fue. Lo primero que dije cuando llegué -según me cuentan las dos mujeres que me estaban esperando- fue: malísima la anestesia, estoy re sobrio.
El tiempo que transcurrió después se puede dividir en anotaciones mentales. Alimento: la comida de hospital adquiere otro valor cuando se la come con hambre entre gasas ensangrentadas y médicos tardíos. Televisión: un zapping entre Jorge Rial, Ben Affleck y Carlos Tévez le da el toque de agonía que una tarde de internación necesita. Compañía: la presencia femenina es irremplazable en una situación donde la masculinidad se vuelve tan vulnerable.
Luego llegó uno de los médicos y me quitó los tapones de la nariz no sin antes decirme que me iba a molestar. Sacó las gasas, las cintas, los cables. Tiró de unos hilos y extrajo, lentamente, dos objetos de goma amarilla. El grado de impresión fue alto, bastante alto. Parecían dos preservativos texturados. No, dos tampones amarallinetos. No, dos fibrones de látex introducidos en los orificios nasales hasta el fondo, casi haciendo contacto con el hipotálamo. No sentí dolor, la palabra correcta es impresión. Le pedí que me los de, que no los tire. Me observó con mirada cansada y luego sonrió. “Por supuesto”, dijo. Hoy los conservo en un frasco de vidrio lleno de agua sobre el estante más alto de la biblioteca. Los tapones están ahí, inmóviles, flotando, recordándome que alguna vez estuvieron introducidos en mi nariz. Yo los miro y un escalofrío me recorre el cuerpo.
Etiquetas: Anestesia, Enrique Symms, Operación quirúrgica