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Por Lucas Damián Cortiana
“Si no hay amor, que no haya nada entonces”
Indio Solari
La primavera empezó hace un mes más o menos, con el equinoccio de septiembre como modalidad definitoria y con algún que otro poeta desesperado anunciándolo en las calles como advirtiendo el fin del mundo, aunque con una gracia más propia de los salmos que de furibundo apocalipsis. Pero nadie se dio cuenta de ello. Pasó desapercibida entre lluvias fuera de temporada, mucho poco fútbol y políticas enemistadas. La primavera está transitando cansinamente por delante de nuestros ojos, con sus verdores florecidos y por delante de nuestras narices, con sus pólenes y sus alergias, sin lograr convencernos del todo que su presencia es inobjetable y que su aparición, indispensable. Es que la primavera nunca más será primavera. La postergación de su elemento constitutivo, la negación de su quintaesencia, la han corrido del listado de lo esencial, puro y sensible hacia lo espectralmente evanescente. Un gas. Un aire irrespirable, comprimido, de ronquido neumático, inhumano. Desde que el amor -aquí la entidad que da sustancia- pasó a ser un recuerdo, la primavera como símbolo, descendió abruptamente su temperatura a grados bajo cero y fue imposible corregir su trayecto equívoco hacia la nada misma, habida cuenta de que inherentemente el romanticismo primaveral es dependiente de su calor, en injusta desventaja con la temporada invernal donde el amor logra refugiarse en productos artificiosos que invierten su crudeza a clímax estivales: una estufa, un café, un libro.
La culpa de esta fuga de amor es tan difícil de rastrear que se puede caer en la tentación de decir que siempre fue así: que ninguna primavera vino con besos nuevos, que ningún septiembre nos acompañó con manos de novia virgen inmaculada, que nunca hubo estudiantes en los parques ofrendándoles un picnic a las mariposas erotizadas en sus estómagos, que siempre la chatura de cama de morgue, de paredes de carnicería, azulejadas y congeladas fueron la premisa. Como sugiere Andrés Calamaro, quien en otras épocas predicó eso de “que no se puede vivir del amor”, para el año ’99 descargaba todas las ansias de pubertad en versos que combinaban la estación de las mariposas con el amor en el período de mayor inocencia mientras conseguía el deslumbramiento con su simplicidad a la hora de establecer quiénes son los exculpados de esta actual orfandad: “qué más quisiera que pasar la vida entera/ como estudiante el día de la primavera”, decía, y la calidez de los acordes de guitarra, como suele suceder, le daban la razón a eso que no se rige por razones. Desde que el amor desapareció (de nuestra ciudad, de nuestro país, del mundo, de la primavera), los únicos ocupados en recuperarlo son ellos, los pibes, para quienes involucrarse en cuestiones filosóficamente imprescindibles es algo tan normal y de fácil resolución como chapar a la salida del colegio con la boca llena de caramelos flynn paff. Los avala una conducta laxa que no acude a complejidades superfluas de percepción, estudio, reflexión y carácter, sino de sencilla experimentación y estimulación, a la vez que se mantienen en una posición equidistante del mundo soberbiamente adulto de prohibiciones y anulaciones (sexuales, amorosas), proponiendo, siempre desde el inconsciente, procederes tanto distendidos como conciliatorios.
Claro está, es menos arriesgado citar a Calamaro, por más autoproclamado poeta maldito del rock nacional que sea, que a ese librazo de Carl Gustav Jung que es Sobre el amor. “Propias del amor son la profundidad y la sinceridad del sentimiento, sin las que el amor no es amor sino mero capricho”, asevera el suizo sin dejar lugar para las sospechas, poniendo la definitoria sentencia sobre el amor de una temporada pasajera argumentando la debilidad que dibuja un capricho, una planicie, una llanura; casi una denostación a esa adjudicación amorosa que todos nos hemos hecho alguna vez sin mayor excusa que la elocuencia de un enamoramiento o la impresión que causa el latir frenético de un corazón con síntomas de libido. La dicotomía es sugerente y prefiero que prevalezca a la afirmación inobjetable, con aquello que justifica cualquier presunción, eso de que “no hay nada más humano que la contradicción”: Jung dice que “el encuentro entre dos personas es como el contacto entre dos sustancias químicas: si se produce una reacción, las dos se transforman”. Como sucede en la generación de cualquier hipótesis, sin importar el campo de experimentación del que se trate, un marco apropiado posibilita que eventualmente la intervención pueda tener mayores posibilidades de éxito. Para que esta “reacción” no fracase, el campo de acción debe proveer condiciones favorables. Por ejemplo, si quiero convertir un papel en energía (lumínica, calórica), no basta con la cercanía del otro elemento, el fuego, si no de la cantidad de oxígeno necesaria para que la combustión prospere. Jung no refiere al ámbito, quizás para que la oración no pierda potencia, dotando sólo a las sustancias, de la capacidad de cambio, aunque la distribución de poderes no sea equitativa. El ámbito, el campo, la mesa de experimentos es la primavera en cada una de las plazas, plazoletas, cines, heladerías, matinées en que despliega (o desplegaba) su desfachatez y descaro; estaba allí la clave del producto definitivo. Un cuerpo más un cuerpo en la alfombra florida motivaba una reacción metamórfica sobredimensionada por la aparición en simultáneo de más y más cuerpos, duplicándose en cada esquina. Una reacción en cadena. Recurro al diccionario de sinónimos para clasificar el producto: ardor, enardecimiento, encendimiento, exaltación, acaloramiento, excitación, prendimiento (la palabra buscada fue “calentura”).
Por qué, cuándo o cómo se esfumó este halo es la incógnita. Porque esa magia desapareció, pese a que algunos fundamentalistas intenten ocultar el episodio repetido desde hace años, en canciones mentirosas, esperanzados en recuperar una primavera que bajo los atributos de aburrimiento e insatisfacción, no nos resulta inocua, como tampoco lo era antes, dotada de antojos, querencias y ocurrencias, con la salvedad de que esa nocividad (la de un corazón roto, la de una abrupta despedida, la de un encuentro postergado) era largamente compensada por orgásmicas dichas. La primavera aquí está, pero no está. “La primavera se demora tanto/ que voy a olvidar que estuvo ayer”, canta Silvio Rodríguez, y lo peor de esa demora es que no es demora sino ausencia en presencia. Lo peor no es el invierno, porque conocemos su rostro áspero y no esperamos nada mejor. Lo peor es la primavera cuando se espera la cura de doscientos setenta días sin colibríes ni verticilos en ebullición y lo que se encuentra es una simulación que no intenta disimular, una flor de plástico enorgullecida de su ficción. Esto no es primavera, es apenas un placebo; y sin amor, apenas otra enfermedad.
Etiquetas: Lucas Damián Cortiana, primavera