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Por Federico Capobianco
I
Es una cuestión climática pero también de calendario. La calidez de la primavera recién asoma y de todas formas en septiembre las plazas, circuitos y gimnasios se atiborran de personas que imaginan un verano de cuerpos semidesnudos calificados para mostrarse. Ya que sea donde sea que vayamos habrá un jurado casi artificial, omnipresente, que evaluará si nuestros vientres son de la talla justa, lícita y conforme a la moral.
Si la primavera, además de reestructurar nuestras cabezas y cuerpos, lo haría con los supermercados, y las góndolas estarían ordenadas por calorías, la mayoría de nosotros estaríamos paseando ida y vuelta por las primeras, intentando no patinarnos en el surco de baba que dejamos en el piso mientras deseamos estar en las últimas. Porque somos lo que comemos y somos lo que queremos que nos haga la comida. Somos también lo que cagamos y lo que queremos que el resto haga con eso. En todo lo que nos atraviesa la comida, que es todo, está metida la forma en que nos vemos a través de nuestra alimentación.
Si esto es algo de siempre, la respuesta obvia es que no. El sociólogo Matías Bruera señala a los ’90 como la época de cambio y mete a la sojización, la exageración del mundo gourmet –canales, revistas, cocineros estrellas-, la homogeneización del sistema productivo de alimentos, entre otras cuestiones, en una misma bolsa que hizo cambiar nuestros modos de alimentarnos. Desde la época de vacas gordas a un arrasamiento de un mundo agrícola puramente tecnócrata, que ni siquiera el progresismo logró visualizar como para intentar modificarlo. Cuestión que también profundizó la desigualdad de acceso al alimento. Ya que este proceso, con quiebre en el 2001, generó una idea totalmente burguesa del gusto –del buen comer y el buen vivir- en las capas medias y altas, y una capa baja comiendo de esos desperdicios, porque careció de recursos hasta para acceder a lo básico.
La diferencia de acceso es también una diferente forma de relacionarnos con la comida. Cuando escasea, el alimento es supervivencia, no sobra ni se tira nada. Menos, se piensa en hacer dieta. En cambio, la capacidad de acumular alimentos genera la posibilidad de someterse a no ingerirlos. Por lo que de la clase media para arriba, hay un alto grado de dietismo. Es que cuando el dinero no es un problema, la forma de pertenecer es otra. Es corresponder a patrones culturales distintos, asimilados a través de la imagen, que no sólo pasa por verse flaca, gordo o como sea, sino que pone en juego todo un conjunto de valores: la gorda o el gordo son feos, asquerosos, no pueden formar parte de la elite estética. El sobrepeso y la obesidad son trabas que construyen carácter, personalidad, y hasta una moralidad de segunda. Y es acá cuando aparecen las dietas salvadoras.
II
Hacerse el canchero con “la muerte temprana” y restarle importancia a la cuestión salud para no “ser absorbido por estándares” es un pavada que sólo permite que algunos se crean piolas en un mundo donde todos somos ridículos. Las modas de hacer deporte y comer sano son buenas. El problema es que vivimos exagerando todo. Porque todo aparenta ser más lindo en la grandilocuencia. Entonces moda pasa a ser un estilo fugaz; y sano el capricho de un grupo de semidioses urgentes.
Lo que tiempo antes era únicamente cuestión de adultos, la primera década de los años 2000 empezaron dando que el 33% de los trastornos relacionados con la imagen y la alimentación, se da en chicas y chicos de menos de 30 años. Y la mayoría de estos en la adolescencia, esa edad con hormonas en jolgorio donde la secundaria se convierte en el mundo con todos los mundos y hay que pertenecer, al mejor, como sea. En el desesperante camino para encontrar una personalidad cómoda, lo mejor es pasarlo sin complicaciones extras, y para eso, la cuestión física garantiza hacerlo sin molestia de terceros.
Sin embargo, en los últimos años, este problema se extendió en edad y se inclinó en género. Los hombres argentinos, hoy, estaríamos ocupando el 3° puesto en el ranking de sobrepeso de Latinoamérica, y las mujeres el 5°, debido a que el bombardeo publicitario, producto de seguir teniendo al machismo y el mito de la eterna juventud encarnados, también se extendió en edad y lleva a mujeres adultas a la insatisfacción corporal y el consecuente vivir a dietas promovidas por especialistas devenidos en “cara de marcas” y promotores de, señala Bruera, “códigos éticos, estéticos y científicos destinados a legitimar determinados usos sociales del cuerpo. Por lo que un puñado de diseñadores detenta el monopolio para definir los límites de aquello que se considera un cuerpo ‘normal’”.
III
La Dra. Mónica Katz, especialista en nutrición, asegura que los argentinos somos grandes trastornados en cuestión alimenticia. Y no hace poco, en una jornada multidisciplinaria sobre obesidad, contó que antes del 1985, en un país sin dietas, los argentinos eran un 40% menos obesos que ahora. Y acusó, sin vaselina previa, de mala praxis a los nutricionistas. Porque, según explica en entrevistas, “frente a un mínimo sobrepeso, lo recurrente es ‘hambrear’ a la gente con dietas muy bajas en calorías, poco placenteras y nada sostenibles en el tiempo.” Lo que da como resultado un fracaso seguro, del fracaso al desorden, y de ahí a peor que antes.
No sólo eso, sino también un profundo odio a la persona que te recomienda comer de esa manera. Que te sienta en una silla y desde que entrás hasta que te vas te escupe en la cara todo lo mal que hiciste para terminar así, ¿tan mal?, sí, re mal, porque la cuenta que estoy haciendo ahora al multiplicar esto mientras divido aquello y sumo eso y resto lo otro, da que vos sos un gordo asqueroso. En términos científicos, claro. Que te pregunta todo lo que te gusta ingerir para después decirte que eso no va a existir más y al decirlo, esa persona, instantáneamente mientras habla, se convierte en un choripán perfectamente asado, y el vaso de agua o la taza de café sobre el escritorio es la birra perfecta que todavía no tomaste después de catar cientos de litros. Así ella (porque la mayoría son “ellas”, quizás debido, también, a todo lo anterior) y todas las personas. Pero aunque todo ese odio se manifieste, como buen soldado al que se la ha encomendado su misión, prometemos cumplir con lo que la cuenta demanda. Porque es mejor odiar que vivir el día a día sumergido en el producto más vendido y más comprado por el capitalismo marketinero: la culpa.
IV
Según Umberto Eco, a lo largo de la historia, lo bello y lo feo fueron cambiando según iban cambiando los ideales de proporción y armonía y siempre se relacionaban con algún modelo estable. Hoy, donde cala la cultura occidental, el concepto de belleza tiene eje en la delgadez. Y si el modelo se estabiliza en eso, la productividad y la publicidad de esa productividad, también. De ahí que al no cumplirlo, aparezca, de nuevo, la culpa.
Como podría aparecer luego de levantarnos del piso, después de patinarnos varias veces en aquel surco de baba, e iniciar una carrera desenfrenada a las últimas góndolas, para tirarnos encima de los embutidos, embadurnarnos en dulce de leche y bañarnos en cerveza.
Aunque claro está que los modelos estables cambian constantemente y en todos lados. Por lo que el remolino estético nos pondrá en continua exposición frente a personas que se asquearán con nosotros como también frente a aquellos que se encantarán. Porque las verdades, si existieran, nunca las sabríamos nosotros. Y hasta podría ser que un día, sin creernos piolas, y aunque odiemos, como sugirió Nietzsche, “la decadencia de nuestro tipo”, nos paremos frente al espejo, totalmente desnudos y agarrándonos la parte que más se prefiera, digamos sonrientes: “acá tenés tu abdominal”.
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