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Por Henán Paredes | Fotografía: Ezequiel Díaz
Entro en la pizzería. Perdón, entramos juntos en la pizzería. Ella detrás de mí, aunque pareciera haberse materializado ahí mismo. La pizzería está casi vacía, hay una pareja conversando en una de las mesas que están junto a las ventanas que dan a la calle, justo en el medio de la fila de mesas que están junto a las ventanas que dan a la calle. A pesar de que la pizzería es grande y hay varios lugares disponibles, yo quiero una de esas mesas, y ella también. Ella elige la que está más cerca de la entrada y yo me quedo ahí parado un momento, intentando decidir en cuál me voy a sentar, como frente a un tablero de ajedrez donde uno no sabe si el próximo movimiento lo llevará a la gloria total o al fracaso absoluto. Obviamente mi elección es la misma que en esos momentos: pasiva, la jugada sin riesgos, pensando que quizá más adelante aparecerá una chance de triunfo. Elijo la última mesa, la más segura, cerca de la pareja y a una eternidad de ella. El mozo me trae la carta y, mientras comienzo a ver las opciones, ella se levanta y va al baño, pasando a mi lado. Logro verla un poco más, es morocha, flaca, tiene el pelo bien largo y camina con serenidad, como si en ese momento solo importara caminar hacia el baño. Esta es mi oportunidad pienso, «cuando salga le sugiero que comamos juntos», pero ella sale y yo vuelvo mis ojos al menú.
La pareja frente a nosotros sigue conversando, solo paran para observar sus celulares y escribir mensajes, como si después de un agotador round de exposición decidieran que ya fue demasiado y corrieran a refugiarse en la seguridad del banquito de la esquina del ring. Yo aprovecho para tomar mi celular, con la esperanza de darle un «toque» a la distancia, pero alguien como ella no se encuentra allí. El mozo se acerca y me pregunta si ya estoy listo para pedir, le digo que sí, que mitad cuatro quesos y mitad la de la casa y una coca para tomar, elijo lo de siempre, lo seguro, lo conocido. Trato de observarla a través de los brazos gesticulantes de la pareja sentada enfrente y la veo leyendo un libro, hay algo magnético en ella, aunque no sé si tiene que ver con esa serenidad que la sitúa fuera de este mundo, o tiene que ver conmigo, con mi necesidad de encontrarla. El mozo se le acerca y le hace la misma pregunta que a mí y a cientos de clientes que se han sentado alguna vez en esa mesa. Ella pide su orden, el mozo levanta el menú y sale hacia la cocina. Ella baja sus ojos otra vez hacia el libro, ahí consigo observarla un poquito más, sus ojos son grandes y brillantes y están pacíficos, ella está ahí, presente, mirando como a través de una ventana transparente, sin velos. Comienza a jugar con su largo cabello, tocándolo con suavidad, lo acerca a su nariz, lo huele y cambia la página, se sonríe levemente, con la comisura de sus labios extendiéndose hacia un lado, tiene labios finos que le dan un aspecto inocente.
Escucho el ruido de la bandeja tocando la mesa y salgo de mi trance, miro al mozo que me pregunta si cuatro quesos o la de la casa, tardo un momento en entender lo que me pregunta mientras él se queda esperando de forma monótona, sin importarle mucho mi respuesta, queriendo terminar su trabajo. Le contesto que cuatro quesos y él corta una rebanada, la deja en mi plato, llena mi vaso con coca y vuelve a la cocina. La pareja continúa con su ritmo de charla y vistazos al celular y yo continúo mirándola. El mozo le sirve la pizza, ella deja el libro a un lado y comienza a comer. Yo también como, pero no quito mis ojos de ella, la veo mirando su comida, oliéndola, cortándola, masticándola, saboreándola, tragándola, y todo parece una misma acción. Cuando miro mi plato sólo veo una aceituna que dejé a un lado y me sirvo otra porción mientras pienso en cómo abordarla, qué decirle. Pienso en presentarme con un «¿venís siempre por aquí?», pero lo deshecho por trillado, por más que pienso no se me ocurre ningún verso que me haga más interesante, ninguna mentirita que haga que me preste algo de atención. Quizá pueda decirle «hola, no te he podido sacar los ojos en toda la noche, hay algo que me atrae hacia vos y es mi necesidad de relacionarme con alguien, de no estar tan solo», pero creo que es la frase más patética que se haya inventado, aunque también la más auténtica. Ella ya terminó su pizza y llama al mozo para pedirle la cuenta, paga y sale sin premura, entera, danzando con la vida, no falta ninguna flor en su jardín. Yo la sigo a través de la ventana y me encuentro conmigo, mis ojos en el horizonte, una búsqueda interminable, el boleto de lotería que salvará mi vida de la monotonía de vivir, ese alguien que hará soportable las horas de soledad. Pero ella no necesita eso, ella dejó de buscar, ella encontró, o mejor dicho, ella se encontró.
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