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Por Sergio Fitte
Lo que menos me gusta de todo es el verano. En especial porque empieza a hacer calor y hay que ponerse poca ropa. Igual yo siempre trato de ponerme la mayor cantidad posible. Hasta quedar al borde de transpirar. Los días se hacen largos. Las noches también porque la gente se queda brindando y tomando vino. A mi no me gusta el olor a vino ni el olor a cualquier otra bebida que tenga alcohol. Pero lo peor de todo es la siesta. Porque en la siesta está el verdadero peligro.
Como mi mamá no tiene un trabajo fijo, yo nunca se si está o no está en la casa. Muchas veces me da un beso y me pone a dormir la siesta, a descansar, le dice ella, y cuando me levanto ya no está. Nunca se sabe cuando va a regresar. Por lo general a la noche siempre vuelve. Un poco me aburro durante sus ausencias, pero por lo menos miro un poco de tele, arreglo un poco la casa para ayudarla porque cuando regresa tarde siempre viene muy cansada y a mí me gusta colaborar. Esos sí, de comer no sé hacer, así que si ella no vuelve a la noche me tengo que conformar con lo que halla. Si no hay nada a dormir igual, aunque cueste más conciliar el sueño con el estómago vacío. Pero eso es a la noche y el problema está a la tarde.
Siempre que estoy durmiendo la siesta y escucho la puerta del fondo adivino que el que viene es mi tío. No sé cómo se las ingenia, yo creo que me debe tener vigilada, porque cada vez que aparece resulta que estoy sola en la casa. Lo escucho acercarse por el pasillo, mientras me empiezan a agarrar escalofríos. Abre la puerta y la cierra. No entiendo para qué, si sabe, mejor que yo, que no hay nadie más en la casa. A lo mejor le quedó esa costumbre de las primeras veces, de cuando yo gritaba. Antes. Después me di cuenta de que era de gusto resistirse. Además como amenazaba con pegarme, más vale quedarse calladita. Yo me hago la dormida. En realidad quisiera estarlo.
El tío parado, espalda contra la puerta, me mira, estudia mi posición. Toma un poco de carrera y se tira sobre mi cuerpo como si fuera una bolsa de papas. Primero me besa. Yo aspiro sin querer su aliento agrio con gusto a alcohol. Me chupa la cara con su lengua áspera. Dejándome un escozor a lo largo de todo su recorrido. Luego de esto, porque siempre es todo igual. Tiene sus movimientos mecanizados. Acostumbrados. Viene la parte donde me pone esa cosa entre las piernas. Eso es lo peor. Es algo caliente, que late y lastima. Pero yo, ya no lloro, ni grito, ni nada. Miro por la ventana, a veces veo algún pajarito con plumitas de lindos colores parado sobre la rama del limonero. A veces también se termina arrodillando y me lo pone adentro de la boca y en seguida larga un líquido pegajoso y caliente. Yo me alegro porque después de eso ya sé que se está por ir. Antes, me dice que ese es nuestro secreto, que no le tengo que contar a nadie que él viene a visitarme. Porque si lo hago me va a pegar y me va a matar a mi mamá. Durante estos episodios, luego de sus despedidas, me tapo la cabeza con la almohada y me duermo re profundo. Cuando me despierto recuerdo un poco lo que pasó y quisiera que hubiese sido un sueño; pero yo me doy cuenta de que no fue un sueño, así hasta que me lo olvido.
Pensándolo un poco, sí, hay algo que me gusta de los veranos. Las reuniones familiares de los mediodías. Esos almuerzos donde estamos todos. Hasta mi prima Clarisa y sus dos nenitos que viven del otro lado de la ciudad. Esos son muy buenos momentos. Porque yo me destaco y me hace poner muy contenta.
Cuando comencé catecismo en la Parroquia del barrio, recién había cumplido los 6 y era re chiquita, me enseñaron a cantar unas canciones que se cantan en la iglesia. En poco tiempo me di cuenta de que cantaba muy bien. A tal punto, que por más chica que fuera me dijeron si quería cantar en el coro de los domingo y yo contesté que sí. De mi familia solo mi mamá iba a escucharme. Cuando regresábamos, las dos veníamos contentas y charlábamos de las diferentes canciones que se habían entonado entre reflexión y reflexión del cura. Pero durante las reuniones familiares la cosa era distinta porque eran todos conocidos, y entonces yo aprovechaba para poder cantar sola.
Durante la primera época solo entonaba canciones de la iglesia, pero con el tiempo fui ampliando el repertorio. Cantaba alguna chacarera que había aprendido por escucharla por la tele o algún rock, que la verdad mucho no me entusiasmaba, pero como me las pedían yo las cantaba igual. Hay que saber hacer disfrutar al público nos dijo siempre el profesor de música de la iglesia.
Cuando me hice un poco más grande, ya tendría ocho, y me manejaba yendo y viniendo donde quisiese vi un cartel que decía que enseñaban a cantar lírico. No tenía ni idea de lo que era, pero por las dudas me decidí a ir. Además como se reunían en la misma iglesia donde yo ensayaba, un día agarré y me quedé, la clase se iniciaba después de la nuestra. Todos los del coro se burlaron un poco de mi elección, no les hice caso, y esa fue la mejor decisión que he tomado en mi vida hasta ahora. Porque en diez minutos me enamoré del género. Y un poco también de mi nuevo profesor. Él, de inmediato me dijo que tenía un tono de voz impresionante. Justo para cantar aquellas magníficas melodías. En poco tiempo más cantaba casi exclusivamente lírico. De repente me iban a buscar a casa y si me encontraban me invitaban a cantar en algún cumpleaños de quince o fiesta de cualquier tipo. A esos lugares solo íbamos tres chicas y el profesor. A veces nos deban gaseosas y sándwiches o torta. Y el día que nos pagaron cien pesos para repartir entre las tres yo me sentí toda una profesional y comencé a tomarme el asunto de cantar con mucha más responsabilidad. Para esa época yo ya tendría unos 10 años.
Aun hoy con 11 recién cumplidos, la única que me ha escuchado cantar lírico en vivo, es decir con los instrumentos que le agregan el profesor y las otras dos chicas -yo solo canto- es mi mamá. A ella, en alguna oportunidad, la pude llevar a esas fiestas que mencionaba.
Al final, después de que me insistiera muchas veces y yo a su vez al resto de la banda, arreglé para que podamos cantar en una reunión familiar.
Entonces estamos todos reunidos, no cabe un alfiler en la cocina de casa. Casi no entran los instrumentos. Creo que alguno nos debe estar escuchando desde el patio. Ya cantamos tres canciones y todo va muy bien. Nos aplauden a rabiar y hacen brindis. Le hago una seña al profesor para que entonemos mi canción favorita, que además es la que mejor me sale. Arrancamos.
La canto tan bien que nada me sorprende que más de uno se empiece a emocionar. Desde un tiempo a esta parte siempre pasa. Lo que sí me llama la atención es de qué manera comienza a llorar mí tío. Tan fuerte llora que mamá se le acerca, yo continúo cantando, pero sigo de reojo la escena, ella lo abraza. Lo quiere mucho.
Entretanto escucho que le dice:
-Tratá de controlarte. Qué va a decir la nena- él como si nada. Sigue llorando cada vez más fuerte.
Entre sollozos le contesta.
-La nena. ¡¡¡Es tan hermosa la nena!!!
Cuando termino la última frase de la canción, antes de que empiecen a aplaudir levanto un poco la mano y lo impido.
Solo se escuchan los lamentos de mi tío.
Mamá intenta una defensa en su nombre, diciendo que lo disculpen porque está muy sensible. Que como él nunca pudo tener hijos siempre se larga a llorar. Y que desde que dejó la bebida hay que apoyarlo más que nunca.
Entonces levanto la mano más alta.
Como en el colegio, pidiéndole permiso a la señorita de tercer grado para ir al baño. Lo miro al profesor que queda un poco desorientado con mi maniobra. Busco los ojos del tío que me esquivan. Se clavan en el suelo. Movida por una fuerza extraña. Desconocida. Digo.
-La nena hoy va a contar una cosa.
Etiquetas: ficción, Sergio Fitte