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Por Sergio Fitte
Las últimas medidas tomadas por el Ministerio de Economía produjeron una gran consternación en la población de todo el país. Corría el mes de octubre y no había muchas esperanzas de que la situación cambiara en los próximos meses.
Poco faltaba para que llegaran las tradicionales fiestas de fin de año, y aun no se notaba que la gente estuviera entusiasmada con el acercamiento de las mismas, al contrario, cuanto más se aproximaban, una especie de depresión se iba apoderando del espíritu de todos, hasta de aquellos que decían ser «los más religiosos».
El mes de noviembre y los primeros días de diciembre fueron devastadores. El poder adquisitivo se perdía a cada momento. Casi nadie se atrevía a mencionar las palabras «festejos de fin de año”. Sólo los niños más pequeños continuaban imaginando la posibilidad de ver a Papá Noel surcando las calles céntricas arrojando las características flores marchitas llenando de júbilo los corazones de los concurrentes.
La esperanza que mantenían los chiquillos se veía empañada por terribles anécdotas que desarrollaban los que contaban con algún año más en sus espaldas; hasta había quienes se manifestaban por la inexistencia de aquellos seres maravillosos que venían a maravillarnos. Los dichos eran incomprensibles para varios, pero preocupantes, si se tenía en cuenta la realidad social vivida por ese entonces.
Cierto es que hacía exactamente siete años, el gobierno de turno mediante un decreto de necesidad y urgencia tomó la terrible decisión de prohibir la realización de la fiesta de Reyes Magos desde aquel momento y para siempre, alegando razones de emergencia económica y la inconveniencia de realizar gastos inútiles. La población poco discutió la medida tomada, pronto se trató de olvidar aquella celebración. De todos modos quedaban fuertes recuerdos en los pequeños que habían vivido al menos un seis de enero. Estas historias de pérdidas se propagaban de boca en boca y horrorizaban a aquellos niños que tomaban real conciencia de lo que se estaba viviendo. En definitiva la posibilidad de que ocurriera algo más con las fiestas que se acercaban.
Para alguien como yo de tan solo cinco años era imposible (por razones de calendario) tener algún recuerdo de la erradicación de la celebración mencionada. Pero sí tenía, y muy presente, la fiesta de la Navidad por varios motivos: primero porque la figura de Papá Noel es demasiado fuerte como para olvidarla, más aun si quien la representa es Roberto (mi tío gordo) que es inconfundible por su mal carácter y su termo de mate debajo del sobaco izquierdo. Cómo me voy a olvidar del pasado 24 de diciembre cuando tío entró a casa tambaleándose y con olor a vino a los gritos de: “para la felicidad, para la felicidad, vamos a brindar…”. Papá tuvo que zamarrearlo un poco para tranquilizarlo, pero tío se ofusco y se escondió detrás del árbol de la Navidad. Lloró un rato y después de tomar algo de un frasquito intentó irse por la chimenea pero se atascó, además se veía que le costaba horrores escalarla. Yo le pregunté si en verdad era Papá Noel y me contestó que sí; pero yo sé que mentía porque Papá Noel no es mi tío Roberto y además Papá Noel es blanco. Segundo: los mejores regalos siempre me los traía Papá Noel en la Navidad. Y tercero: no, no me acuerdo más.
Tenía varios amiguitos del jardín (en verdad yo venía un tanto retrasado en cuanto a la educación), pero con los que más jugaba eran tres: Juan, Pablo y Juan Pablo. A veces también venía Amilcar, uno grande que tenía como once años. Una vez trajo a un amigo que no me acuerdo como se llamaba, pero que tenía cara de malo. Ese día los grandes nos empezaron a hablar y nos dijeron que no iba a haber Navidad porque a Papá Noel lo habían metido preso por meterse sin permiso en la casa de la gente y además dijo algo del gobierno que yo no entendí, y que nunca, pero nunca más iba a haber Navidad ni Papá Noel. Mis tres amigos “de verdad” se asustaron y se fueron llorando a sus casas, me hubiera ido corriendo también, pero a dónde me iba a ir si yo vivía donde estaba. El Amilcar se nos burló y se empezó a reír con los otros. Dijeron un montón de cosas feas más y por fin se fueron.
Hasta que no se hizo de noche no entré a la cocina donde mamá hacía la comida. Sabía que de encontrarla me iba a ser imposible no interrogarla acerca de lo que me habían informado el Amilcar y el amigo del Amilcar. Pero me encontraba algo preocupado, de a momentos me invadía una terrible sensación de tristeza al imaginar que tan solo una parte de sus comentarios pudieran convertirse en realidad.
El manto de silencio que existía en cuanto a la antigua fiesta de los Reyes Magos, si bien no había sido impuesta (aunque sí sugerida) por los poderes del estado, mantenía pasiva a la masa de niños más pequeños qué, por ser flojos de recuerdos no exigían su recompensa de seis de enero. De todas formas los algo mayorcitos, digamos de nueve años en adelante, tenían presente los antiguos festejos y ni que hablar de los de trece para arriba. Este último grupo se tornaba insoportable para sus padres.
Era común la situación en que el niño obligaba a sus progenitores a que le obsequiaran grandes regalos a cambio de guardar silencio en cuanto al tema para con sus hermanos menores. En estos casos los hijo únicos, como en la mayoría de los casos, se encuentran en inferioridad de posibilidades para coimear.
En los casos ya mencionados los adultos siempre accedían a cumplir con las apetencias de sus hijos mayores para evitar tener que comprar dos, tres o quizás más regalos en vez de uno. Los grupos de niños más organizados solían designar delegados para que hicieran de nexo con los poderes políticos en nombre de los pequeños que no tenían hermanos y por ende no tenían con qué amenazar a sus padres. Pero sí podían hacerlo con el poder político solicitando retribuciones a cambio de silencio. Los niños, en fin, siempre se salían con la suya.
Llegó mediados de diciembre y la congoja se iba acrecentando a medida que se acercaban las fechas claves. En el ambiente se podía advertir que esta Navidad sería la más triste que se pudiera recordar. El espíritu navideño no existía por ningún lado, las caras de la población se ponía cada vez más grises y desplegaban la depresión que se sentía por no poder compartir dignamente con sus seres querido aquellos momentos tan tradicionales, debido a los acuciantes problemas económicos a los que se debían acomodar.
Los negocios permanecían abiertos todo el día y parte de la noche, pero los ingresos no se acrecentaban. Según el último relevamiento a cargo de la Comisión Organizadora de la Festividad Navideña sólo una de cada catorce familias podía acceder el característico árbol navideño, esto contrastando con el último censo que informaba que en el año anterior existían entre dos y dos punto cuatro árboles por familia. Lo que pasó en realidad, fue que a mediados de marzo cuando llegaron los primeros fríos trayendo con sigo la gran depresión económica; vaya a saber quién descubrió que untado con manteca el preciado árbol era muy rico en proteínas. Lentamente y a partir de aquella noticia la cantidad de árboles fue disminuyendo.
Los adornos en las calles, tan comunes en otros momentos, habían desaparecido de tal manera que había quienes al toparse con alguna que otra guirnalda perdida, medio en broma y medio en serio, se aventuraba a preguntar qué era lo que se festejaba.
A partir del día veinte de diciembre comenzaron a verse algunos improvisados árboles decorados en forma casera con dibujos e hilo que los propios niños construían o recogían de lo que arrojaban los adultos a la basura. Esta medida había sido impulsada por uno de los grupetes de pequeños más esperanzados en tratar de mantener el espíritu de la Navidad como en los viejos tiempos.
Las conversaciones de los pequeños reflejaban el mal humor que se vivía en sus casas por las carencias que debían soportar en una época del año tan sentida por todos. Lejos habían quedado las expectativas en cuanto a obsequios suntuosos, regalos importados, festines en casa de los abuelos. Sólo quedaba la gran esperanza de al menos poder obtener como gran trofeo una de las flores que el verdadero Papá Noel arrojaría a quienes fueran a saludarlo cuando surcara las calles principales de la ciudad, antes que se perdiera detrás de la Iglesia para continuar su recorrido de todos los años llevando un instante de felicidad a los habitantes del pueblo vecino.
Como el saludo a Papá Noel sería en casi todos los casos el “gran” regalo que recibirían este año los niños, la idea de concurrir en grupo con amiguitos de otras cuadras, primos y familiares se fue convirtiendo en el plan de toda la comunidad.
Por mi parte ya no esperaba recibir: ni la pelota de fútbol, ni el revolver de plástico, ni las figuritas, ni el camioncito. Pero, por otro lado como hablábamos con mis amiguitos lo más importante de la Navidad era Papá Noel, nos manteníamos muy entusiasmados. En definitiva Papá Noel es la Navidad.
Nuestra expectativa se acrecentaba con el correr de las horas y de los días. Nos preguntábamos por qué el hecho más importante (que sin duda era la aparición de Papá Noel) nos había pasado casi desapercibidp en años anteriores. No encontrábamos respuesta.
El día veintitrés por la mañana se anunció que el Excelentísimo Presidente de La Nación haría uso de la palabra por la cadena oficial de radio y televisión a las tres de la tarde. Yo justo me había levantado temprano porque me dolía la panza. El anuncio de que el Presidente iba a dar un discurso actuó en mi organismo como no lo hubiera podido hacer el mejor medicamento, los dolores desaparecieron por completo, pero el vacío que se me produjo en el pecho comenzaba a ahogarme. ¿Esto sería la catástrofe que tanto auguraban los más pesimistas de mis amiguitos? ¿Se prohibirían los festejos de fin de año y también la Navidad?
Aguardé delante de la televisión vaya uno a saber por cuantas horas. Por nada del mundo hubiera querido agarrar el discurso cortado. Al fin se hicieron las tres de la tarde y puntualmente la imagen enfocó al Presidente sentado en una butaca de Presidente apoyando un montón de papeles sobre el escritorio. Comenzaba a leer. Pasados unos minutos sin que pudiera entender tan solo una palabra, le pregunté a los mayores que se encontraban junto a mí oyendo el discurso: “¿por qué el Presidente tenía puesta una careta de pato?”. Descompuesto de la risa, papá se alejó corriendo para el fondo de la sala tapándose la cara con las dos manos. No volví a preguntar y nadie contestó mi pregunta.
La angustia se transformó en una gran alegría cuando mamá me explicó que el Señor Presidente había informado que Papá Noel llegaría no solo repartiendo flores sino que también traería cientos de caramelos para arrojar a lo largo de su recorrido y que a diferencia de los años anteriores realizaría un recorrido de más de novecientos metros a lo largo de las calles céntricas.
La espera hasta el otro día rápidamente se convirtió en ansiedad. Toda la comunidad tuvo como esperaba el gobierno, un pico tan grande de alegría que los la mayoría de los habitantes fueron impulsados a salir a las calles a aplaudir a sus gobernantes y a malgastar todos sus dineros en los pocos adornos que se exhibían a la venta en los distintos locales.
Las caravanas de curiosos se fueron formando desde muy temprano para dirigirse rumbo al circuito que Papa Noel tenía programado recorrer. El sol recalentaba el asfalto y hacía doler la cabeza de aquellos que portaban sinusitis crónica por el resto de sus vidas, y también de aquellos apretados espectadores que ya se encontraban en el lugar esperando que dieran las doce de la noche para que comenzara la celebración.
Nosotros salimos de la casa de la abuela a las nueve y treinta y seis de la mañana. A las diez menos cinco ya estábamos parapetados contra la barrera de contención. Veríamos a Papá Noel a una distancia menor a los cinco metros. Estábamos tan contentos que cuando quisimos darnos cuenta casi había llegado el acontecimiento esperado. Con mis amiguitos José, Luis y José Luis, soñábamos con poder obtener algunos de los caramelos que nuestro héroe iría arrojando. Sería un sueño para nosotros comer algo que él había tocado.
Los rayos solares se fueron disipando dando lugar a las sombras que antecedían al gran momento. Desde el lugar en que nos encontrábamos nos era imposible divisar de dónde venía la marcha -una curva pronunciada nos restringía la visión-, no obstante nuestra ubicación nos posibilitaría ver con claridad el lugar de culminación del recorrido. Cosa que por otro lado era lo que a mí más me interesaba. Además los finales siempre son especiales.
Dieron las doce de la noche en el reloj de la iglesia que tenía a mis espaldas y por los movimientos (aunque casi imperceptibles) que podía adivinar delante de mí era indudable que se venía acercando el gran momento. Me llamó la atención que los altavoces no fueran relatando lo que ocurría a lo largo del recorrido como solía suceder en otros años. De todos modos la adrenalina que corría por mis venas me hizo olvidar rápidamente aquellos pensamientos.
Se escucharon varias detonaciones que creí serían cohetes o juegos artificiales, jamás hubiera imaginado que eran disparos de armas de fuego de gente que se quitaba la vida al paso de la caravana.
Cuando tuve ante mi vista los caballos que transportaban la carroza donde se encontraba Papá Noel mi corazón latió a más no poder. Me pareció que el carruaje era poco festivo. Cuando pasó justo delante de mí, vi lo peor.
Lo que se estaba transportando no era el Papá Noel rozagante y lleno de alegría como todos los años. Sino el féretro que lo contenía. En el fondo se lo podía ver blanco como una hoja de papel, y muerto, tan muerto como una piedra muerta. La gente retrocedía de sus lugares para no ver el triste panorama, pero yo me quedé junto a las vallas de contención y pude observar la tristeza en su rostro. Una brisa con olor a niño muerto me envolvió cuando estuvo justo a mi lado. Manteniendo la calma contemplé cómo el cortejo se perdía detrás de la Iglesia mientras con mi mano derecha acariciaba la pistola calibre cuarenta y cinco que él mismo me había obsequiado el año anterior. Y lamenté que fuera tan solo de plástico.
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