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Por Leticia Martin
Fue Barthes quien señaló que “la escritura es precisamente ese compromiso entre una libertad y un recuerdo” que se ubica en el centro de la problemática literaria. ¿Qué de lo que recordamos escribimos? ¿Qué de lo que escribimos, realmente recordamos? La tarea del escritor no es otra, también lo dijo Barthes, que la de elegir el área social donde situar la Naturaleza del lenguaje. Y no lo decía pensando en los lectores, o en los targets, sino en el lugar propio, de producción, donde el escritor ubica -haciendo intervenir su estilo- la reunión de lo propio (la libertad de una forma de expresión) y lo ajeno (las restricciones a que lo acota la Naturaleza del lenguaje). Para terminar de decirlo con todas las letras: para Barthes el lenguaje no es la escritura sino una serie de prescripciones, límites, restricciones, y una cantidad de hábitos comunes a todos los escritores de una época. “La lengua es como una naturaleza que se desliza enteramente a través de la palabra del escritor” y de ninguna manera es abarcable o transparente, o capaz de comunicarlo todo, como podría pensarse por ahí. “Nadie puede, sin preparación, insertar su libertad de escritor en la opacidad de la lengua, porque a través de ella está toda la Historia completa y unida al modo de una Naturaleza”. En otras palabras, decimos un poco lo que queremos y un poco lo que podemos, lo que el enorme monstruo histórico de la lengua nos permite, sedimentó, filtró, cristalizó por nosotros.
Volví a Barthes para leer Batán, de Débora Mundani, porque a lo largo del viaje que propone su novela, reiteradas veces, me pregunté qué evento extraño o qué clase de morbo me empujaba a seguir leyendo, de un tirón, hasta el final, ese rosario de tragedias que iban creciendo en su intensidad y cantidad, llevándome a lo que, a primera vista, parecía iba a plantear un punto de deconstrucción sin retorno.
Empecemos por el principio. Batán, primera novela de Débora Mundani, novela iniciática, familiar, pintoresca, de cierto costumbrismo contemporáneo, expone los avatares de una familia argentina en los años que van de la guerra de Malvinas a mediados de la década del noventa. Ana y Antonio tienen tres hijos: Paula, quien narra los acontecimientos, Fabián, apodado El Gordo, y Gabi, el hijo menor. Marcada por la fatalidad de la guerra, la mutilación y el suicidio de Richo, amigo íntimo de los chicos, la familia comienza a padecer una sucesión de pequeñas tragedias cotidianas que van in crescendo y entretejiéndose con otras tragedias de orden social que van a socavar la integridad de cada uno de los integrantes de esta “unidad” en estado de disolución.
¿Es del todo apocalíptico leer en esta familia la metáfora de un orden social en un determinado momento histórico? La frase inicial lo anticipa todo: “Mi viejo se hundió el mismo día que el Belgrano”. El padre, la cabeza de la familia, el lugar de la estabilidad y la fuerza, empieza a hundirse. ¿Qué puede venir después de eso? Mucho más. Encierro, depresión, abandono, silencio, traiciones, incomunicación, divorcio, exilio, desocupación, y una serie infinita de desencuentros que cada integrante de la familia habrá de sobrellevar como pueda, y como elija. Pero, además, hay que detenerse en los núcleos de esa aseveración introductoria para divisar cómo estos dos planos se homologan a lo largo de la historia. “Mi viejo” y “el Belgrano”, sintetizan la superposición de los órdenes familiar y político. En esos planos, como papeles de calcar con información diversa, pero que leemos uno encima del otro, lo micro y lo macro conviven, se alimentan y se socavan mutuamente. Y no sólo eso, también podemos detectar en el lenguaje coloquial, en los elementos que se manipulan, y las prácticas sociales barriales (como la reconstrucción sintomática de diversas bandas de rock y el consumo de drogas) la forma en que el sistema de gobierno repercute en el ámbito familiar, así como el modo minucioso en que la guerra se cuela y afecta hasta los capilares más ínfimos de un país.
La novela corre sobre el fondo de una realidad histórica adversa. La dictadura militar está concluyendo. Una guerra sin sentido corona el desastre de las desapariciones y torturas. La economía es desfavorable a las mayorías. Por fin llega 1983 y lo que sobreviene es una tímida democracia reparadora de los derechos políticos, centrada en la restitución de las instituciones pero que, sin embargo, sólo puede reponer un cambio que resulta demasiado lento para la velocidad de la vida diaria, e incapaz de traducirse a las más básicas interacciones sociales. Todo lo que sucede en Batán, en gran medida, puede ser leído como una serie de astillas, saldo de un equilibrio social quebrantado, secuela de un tiempo pasado que dejó el terreno fértil para esto que Mundani se ocupa de hacernos observar cada vez que pone la lupa de su escritura objetivista y minuciosa, al mejor estilo de un cronista.
Escrita con liviandad, de oraciones largas aunque siempre claras, Batán no se oculta en los ribetes del lenguaje, o en la forma, sino que consiguen un buen registro de la oralidad que a su vez va modificándose en la medida que los personajes cambian. Ese gesto hace de la novela un material atendible, que se abre paso a fuerza del interés que genera con el correr de los capítulos. Paula no es la misma al finalizar el recorrido que nos propone Mundani. Tampoco lo son sus padres y sus hermanos. Ellos, el país, las circunstancias, se ven trastocadas de forma radical. La ilusión desaparece y la realidad, luego de presentarles su cara más cruel, los ubica en una posición nueva. ¿Qué hacer con las posibilidades que se perdieron? ¿Cómo sobrevivir al fracaso? ¿Qué recuperar del pasado?
Si bien la atmósfera es pesada y el nivel de destrucción de los personajes termina por componer un friso oscuro, la narradora logra llevarnos a un plano cada vez más íntimo para concluir en un tercer plano -el privado- que se superpone a los dos anteriores. Allí se consigue un desvelamiento que resulta atractivo y revelador. El último capítulo, de un nuevo y excelente ritmo y prosa, muestran la bondad del hermano en el contexto carcelario, la vergüenza, el asco y los miedos vencidos de la protagonista, que a su vez permiten un corrimiento de la ficción y que nos permite a los lectores tejer posibilidades con la imaginación. Ese relato de las contradicciones nos devuelven a Barthes. “Nadie puede, sin preparación, insertar su libertad de escritor en la opacidad de la lengua”. En esos corrimientos y contradicciones, en esas frases que no pueden decirse o que se piensan, allí, con gran talento, Mundani muestra que sabe manejar muy bien ese timing del escritor, que sabe filtrar su cuota de libertad entre los duros cimientos de la lengua.
Batán, de Débora Mundani
Editorial Bajo la Luna, 2012
Novela | 160 páginas | $160
Etiquetas: Débora Mundani, Islas Malvinas, Leticia Martin, Roland Barthes