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Por Federico Capobianco
Hace algunos días en un gran diario, en esa sección que supuestamente nos interesa a todos, salió publicada una nota sobre un muchacho yanqui –sí, las cosas que supuestamente nos interesan a todos les pasan a los yanquis- que cambió su vida luego de dejar el alcohol. Y publicó, para compartir, porque todo se comparte por estos días, algunas cosas que aprendió luego de tal decisión.
A saber, la misma fue tomada luego de una resaca terrible. Esas en las que todos, alguna vez, mientras sentimos que nos prensaban la cabeza o no parábamos de regurgitar mezcla de cena y tragos, nos decimos, para darnos calma: “no tomo nunca más”. Pero el muchacho lo dijo en serio. No se mintió. También a saber, como aclaración, Andy Boyle –así se llama- no era un alcohólico perdido en bares, no necesitó de ayuda para tomar la decisión. Sí, cuenta, sus padres si tuvieron serios problemas con la bebida. Pero él no. Por lo que todos sus males no venían de ahí. El alcohol nunca tuvo la culpa.
Andy, luego de su tremenda resaca, sintió –quizás lo sintió siempre-, o dilucidó, que su vida era un fracaso: lo que supo pretender no era o era de forma desastrosa. Se odiaba, simplemente. Entonces decidió que debía cambiar y –¡oh, amado sistema!– centrarse en ser más productivo.
Si buscamos en el arcón de las frases dulces y pegajosas como “si cambio yo, cambia todo” o “si quieres cambio verdadero pues camina distinto”, y nos empalaguemos al toque de tanta cosa naif, podremos conseguir, de todas formas, la conclusión de que en la realidad existente y con los mismos elementos no hay metamorfosis posible. Algo hay que agregar o algo hay que eliminar.
El hombre yanqui decidió que sería el alcohol. Y desde el envión de la decisión dijo cambiar y aprender. Lo relevante no es el hecho concreto de haber dejado la bebida, lo relevante es el hecho concreto de haber decidido algo, ya que inmerso en la inestabilidad emocional de la modernidad, con toda la realidad social influida por el establishment, las pequeñas decisiones personales son el recóndito espacio de aparente libertad. Las cuales, así sea elegir qué champú compramos, nos establecen un camino a seguir.
Además, la famosa resaca le llegó pasado los treinta. Nada inédito. Los 30 es cuándo se produce -en un promedio establecido por especialistas en estudios relativamente nuevos- la comparación más profunda entre los progresos de la vida social y la vida biológica. Mientras más alejadas están, más crisis. Mario Molina, ex presidente de la Federación de Psicólogos de la República Argentina (Fepra), declaró hace unos años al mismo diario que hoy trae a Boyle, que «es un fenómeno que viene desde los noventa. Un cambio global. Es un mal de época de las grandes ciudades, donde la exigencia o la vida cultural exige mucho más. La década de los 30 es la mitad de la vida, con lo cual puede apremiar el deseo de logros, sea una familia, la casa propia, un auto o cierto trabajo».
Por eso, es que de los aprendizajes que Boyle compartió en su blog y el diario argentino tomó, y que van desde algunos ciertos y esperables a algunos bastante endebles, aparece el –de nuevo, ¡oh, amado sistema!– “te vuelves más productivo”. Y entre tantas explicaciones dice que el tiempo que antes perdía en los bares lo redirigió a hacer un montón de otras cosas. Que sí, que ese tiempo en el bar con amigos pudo haber generado buenas conversaciones, pero que las mismas sólo le hubiesen servido a él, y que él empezó a sentir que como al final, saber que se va a morir, lo llevó a hacer cosas que lo trasciendan y en ese objetivo, el bar no era productivo. Por eso cuenta: “estoy mucho menos sociable que antes, pero también estoy creando mucho más que antes”.
Las teorías sociológicas sobre la automatización y alienación del hombre acaban de lograr el éxtasis puro con esa frase. Pero Bukowski lo escribió en Ham on Rye: “Emborracharse fue bueno. Decidí que siempre me gustaría emborracharme. Aparta lo obvio y tal vez, si lo obvio está suficientemente lejos, no te volverás obvio para ti mismo.” Y dijo, por otros lados, como tremendo borracho que fue: “Beber es algo emocional. Te sacude frente a la estandarización de la vida de todos los días, te lleva fuera de eso que es lo mismo siempre. Tira de tu cuerpo y de tu mente y los arroja contra la pared. Tengo la impresión de que beber es una forma del suicido en la que se te permite regresar a la vida y comenzar de nuevo al día siguiente. Es como matarte a ti mismo y después renacer.”
Dentro de esas cosas que nuestro amigo yanqui ex bebedor incluye dentro de sus producciones, dentro de una breve lista de logros conseguidos post alcohol, expone que está terminando el primer borrador de un libro de consejos. En los cuáles, suponemos, nunca estarán los de Bukowski ni el del poeta británico Wystan Hugh Auden: «Cuando el proceso histórico se interrumpe… cuando la necesidad se asocia al horror y la libertad al tedio, es una buena hora para ponerse un bar».
Etiquetas: Andy Boyle, bar, Bokowski, Wystan Hugh Auden