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Por Sergio Fitte
Con el correr del tiempo uno, al menos a mí me pasa, se va poniendo egoísta. No lo digo en el sentido de volverse avaro. Quiero decir que uno comienza a reparar un poco más en sí mismo y no tanto en los demás.
En mi caso, desde hace ya un par de años me vengo dando algunos gustos que en otros momentos no me los hubiese dado. Por pudor, si querés te digo. Ciertas cosas o prejuicio que me podrían venir a plantear los reyes de la moralidad los he dejado de lado. Si yo soy quien gana el dinero para mantener la familia y todos lo que por allí cerca andan, qué querés que te diga, si tengo ganas de darme un gustito me lo doy y listo.
La situación se da los martes, casi todos los martes. Porque se tienen que aglutinar una cantidad de circunstancias para que todo salga bien.
Salgo de la fábrica a eso de las 13, es el único día que no hago horas extras, justamente para intentar conseguir aquello que quiero. Salgo caminando piola soñando con las bellas imágenes que voy a vivir en un rato si es que todo sale bien. Si por un infortunio todo se frustra no pasa nada, está todo bien igual, total hay más martes por delante que por detrás.
Recorro las cuatro cuadras que me separan de la casa. Cuando llego toco el timbre. Nada más que para molestar.
-Sos vos, para qué tocás timbre- sea quien sea siempre son esas las palabras que me reciben.
Luego del pequeño reproche vienen los afectuosos saludos con todos los que estén. El número de los presentes, otro posible factor a jugarme en contra, es variable. Por lo general los conozco a todos. Y para el caso de que así no fuera en ese lugar los extraños son los otros. En cambio yo soy en esa casa local, local.
De una sola mirada ya me doy cuenta de cuál es el panorama que tengo por delante. Porque con ella manejamos un código secreto de comunicación. Un código que solo dos buenos amantes pueden crear. Entonces cuando la veo acercarse de acuerdo a la indumentaria que tenga es como vienen las cosas.
Sin mover una pestaña mi corazón salta de alegría, se ve que los Dioses me han hecho un giño para el resto de la tarde. Su cuerpo firme y fibroso está envuelto dentro de una calza roja. El pequeño top blanco que tiene puesto en la parte de arriba se mueve a cada paso que da y deja al descubierto que no hay corpiño que cubra la impertinencia de aquellos senos juveniles. En nuestro lenguaje secreto esto significa que ella está desatada. El corazón me pega unas patadas como de caballo desbocado y trata de salirse de mi boca cuando la saludo con un beso corto, al descuido y me pongo a jugar de manos con su hermano.
Comemos rápido sin hablar. Con el sonido de la tele de fondo. Nada de lujos, estridencias o manjares. Lo nuestro es solo por costumbre. Por necesidad biológica. Los primeros en terminar toman sus mochilas y se van yendo. El camino se va despejando. En poco tiempo somos solo nosotros dos quienes quedan en la casa. No hay mucho diálogo. Los movimientos son predecibles y acostumbrados. Aunque no por previsibles menos esperados.
Me paro y voy juntando las cosas que quedaron desparramadas sobre la mesa. Las acumulo sin orden dentro del lavaplatos de la cocina. Ella enfila para la pieza. Me mira pícara por sobre su hombro. La veo irse. Es tan joven. Tan pequeña y frágil. Tan armoniosas sus profundidades. Me excito con su cuerpo de muñequita que se pierde en el pasillo que da a los cuartos. Pero no voy corriendo tras ella. La dejo esperando un rato. La hago desear.
Decido ir a su encuentro. Ella ya está despatarrada tirada sobre la cama. Manos y piernas abiertas como si estuviese estaqueada. El sol que llega de la ventana le acaricia todo el cuerpo. No se cómo hace pero ya encontró una película picante, esto nos ayuda a ambos y lo sabe. Me acurruco a su lado. Le acaricio los brazos con el revés de mis uñas. Siente cosquillas y los pelitos rubios se le van erizando a medida que la voy tocando. Del brazo salto a su panza firme y musculosa. Jugueteo un rato con su ombligo y voy metiendo un poco la punta de los dedos dentro de la parte de adelante de la calza. Ella cierra los ojos y su respiración se acelera. Cuando llego al bello púbico lo acaricio y lo abandono cuando ella pide más. Subo hasta levantar completamente el top que le cubría sus pequeños senos puntiagudos. Los pezones enfurecidos me apuntan con intenciones de sacarme un ojo. Los rozo imperceptiblemente. Lo suficiente como para que sus gemidos aumenten.
Parate y bailá para mí como las chicas de la tele- le digo.
Ella se hace la rogada. Por lo general le cuesta acceder a mis pedidos. Pero siempre termina cediendo. Es muy cumplidora y obediente.
-Pero no es lo mismo que en la tele- contesta abriendo los ojos.
-Por qué- le retruco poniendo cara de vicioso.
-Porque vos sos mi papá- me recuerda.
Etiquetas: ficción, Sergio Fitte