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Por Luciano Sáliche
I
“Todo historiador está dentro de la historia que observa y registra”. Así dejaba claro Arnold J. Toynbee, ya en el prólogo de La Europa de Hitler, los problemas del investigador y su objetividad. Este libro, un análisis urgente de 464 páginas sobre la estructura política, social y económica del nazismo, fue publicado en 1955, apenas 10 años después de su caída. Sin dudas era temprano para comenzar a pensar qué significó este hito con su holocausto judío, su Führer y su espíritu desbocado de imperialismo. Por eso la salvedad: “No existe la posibilidad de salir del flujo de la corriente de la historia para tomar una posición fija en la orilla”, dice el historiador británico que se ve en la necesidad de emprender la extensa tarea de explicar qué hizo Hitler en Europa para dejarla devastada junto con la destrucción que significó la Segunda Guerra Mundial.
Pero lejos de esas grabaciones que aparecieron en 2009 donde Michael Jackson le decía al rabino Shmuley Boteach que Hitler le parecía un genio, para Toynbee el líder alemán tomó muy malas decisiones. “Si las cartas de Hitler no hubiesen estado en manos de Hitler, sino de Augusto, de Han Liu Pang o de Ciro, ¿qué no habría hecho con ellas un hombre de estos, auténticamente genial? Seguramente hubiera dado a la Europa de Hitler la forma de un imperio ecuménico que habría durado, por lo menos, cuatro siglo después de la muerte del fundador”. Desde luego, hay un vicio en la interpretación pero, ¿es posible reprimirlo? ¿De qué serviría analizar al Führer como algo ajeno a lo propio, como un animal extinto que habitó en un planeta lejano? ¿Qué sentido tiene seguir exigiendo una objetividad que por una sobreactuación de respeto y solemnidad nos impide pensar la relación entre la historia y nuestro presente?
II
El año pasado apareció en una de los mejores interpretaciones cinematográficas de la historia: se trata de Ha vuelto, una película alemana (basada en el best seller homónimo de Timur Vermes) que hace revivir a Hitler en el año 2014. Con tintes de sátira, humor negro e incorrección política, el film logra encastrar el absurdo en los difíciles moldes de la verosimilitud. El protagonista despierta en donde estuvo su búnker y no comprende absolutamente nada: “¿Caí en un coma y me perdí de la victoria?”. Sale a caminar en busca de la cancillería del Reich porque “¡el pueblo alemán está en juego!”, sin embargo se encuentra con un mundo nuevo con autos modernos en las calles y gente transportándose en segway. Las personas lo miran, se toman selfies amistosas con él, parecen adorarlo. Un movilero que acaba de ser despedido lo encuentra y, conociendo el furor que empezó a generar entre todos los que lo veían, decide recorrer Alemania con él filmando una especie de serie documental. Hitler habla con la gente, le pregunta sobre sus problemas cotidianos con el Estado, con otras comunidades, la fragmentación de la identidad nacional. En esas conversaciones se deja ver su racismo pero, desde luego, muchos están de acuerdo con él. Es ahí adonde aparecen las conexiones de época: hay alemanes que quieren echar del país a muchas colectividades extranjeras.
Con una serie de deducciones lógicas, Adolf Hitler comprende lo que está pasando y decide utilizar ese viaje para emprender su odisea: conquistar al pueblo alemán y transformar el país. Ingresa a la televisión y, lo que empieza como una sátira donde para los productores es un imitador de Hitler, se transforma en una serie de verdades que los espectadores estaban esperando. Aparece en escena, la cámara lo toma, el público presente en el estudio está en silencio, muy incómodo. Hitler está sereno -muy diferente al de La Caída (Oliver Hirschbiegel, 2004) o al de Bastardos sin Gloria (Quentin Tarantino, 2009)-, espera unos cuantos segundos, mira fijo a todos, y comienza a hablar. “Estamos corriendo hacia el abismo. Pero no lo vemos, porque en la televisión no se puede ver el abismo. Se ve… un programa de cocina”, dice y todos aplauden. De esta forma, poco a poco, se convierte en una estrella. Muchos alemanes lo adoran, pero ¿entienden la diferencia entre ficción y realidad?
En 1985 Donna Haraway publicaba Manifiesto Cyborg. En este libro, que es una crítica a la seriedad y solemnidad que abundaban en los feminismos y socialismos de la época, da cuenta de la importancia de la ironía porque, escribe, “trata del humor y de la seriedad. Es también una estrategia retórica y un método político”. Una sociedad que logra reírse de sus más profundas convicciones y humillaciones, es una sociedad que logra ver el reverso de las cosas, aceptándolas sin negaciones escapistas. No una risa vana y estúpida, sino una ironía, una forma de desdramatizar lo esencialmente dramático. Así también lo entendió David Wnendt, el director de Ha vuelto, que en una entrevista comentó: “Los alemanes deberían poder reírse de Hitler en vez de verlo como un monstruo, porque eso le libera de la responsabilidad de sus acciones y desvía la atención de su culpa en el Holocausto. Pero debe ser el tipo de risa que te atraganta, y casi te sientas avergonzado cuando te das cuenta de lo que estás haciendo”. Una risa reflexiva, punzante, que no niega, sino todo lo contrario, que construye; irónica, en definitiva. ¿Podremos alguna vez los argentinos hacer chistes sobre los 30 mil desaparecidos?
III
Hay en Netflix un documental argentino titulado El escape de Hitler. Es del año 2011 y lo dirigió Matías Guilburt. La narración se construye en oposición a la historia oficial que sugiere que, acorralado por la invasión de la Unión Soviética a la capital del Tercer Reich en lo que se denominó la Batalla de Berlín, Hitler se suicida. La pegunta que allí aparece es sobre su paradero. Si nunca se disparó en la sien con su Walther PPK y Eva Braun, su esposa, jamás tomó la pastilla de ácido prúsico; si Heinz Linge, cuando ingresó al despacho luego de varios minutos de silencio, no vio ambos cadáveres sobre el sofá; si los soldados de la SS no cargaron sus cuerpos hasta el jardín del búnker, no los rosearon de gasolina y no los prendieron fuego; si su ayudante Otto Günsche no llevó a cabo las específicas instrucciones de cremación que Hitler le ordenó ese mediodía… ¿qué fue lo que sucedió realmente?
La hipótesis del documental es la del escape hacia Argentina. Quien lo asegura es su protagonista, el periodista y escritor Carlos de Nápoli, que visita varias ciudades, haciendo el recorrido que hizo el Führer desde el búnker hasta la ciudad patagónica. Una voz en off con el típico tono sensacionalista del género documental de TV norteamericana describe la historia. En los planos aparecen algunos intelectuales y periodistas especializados en Nazismo. Todo está narrado con un manto de suspenso y paranoia. ¿Y si realmente Hitler planeó su coartada y se vino a la Argentina a disfrutar de una ignota pero efectiva libertad?
IV
De todas formas Hitler está muerto. Básicamente porque de estar vivo tendría 127 años, algo naturalmente imposible, ya que la persona más longeva de todos los tiempos, la francesa Jeanne Calment, murió a la edad de 122. Por lo tanto, lo único que nos queda es pensarlo en forma de resurrección. ¿Cómo se adaptaría a los nuevos tiempos un hombre que, en palabras de Robert B. Downs, es un megalómano? Teniendo en cuenta la hipermediatización que predomina en el siglo XXI donde la televisión e internet son dispositivos tan filosos que tienden más a anular que a potenciar la capacidad crítica de las personas, se podría arriesgar que Hitler sería un influencer. El término proviene del marketing y tiene que ver con las estrategias C2C (consumer to consumer) donde la venta de un producto tiene que ver con la imagen de los consumidores, por ejemplo las personas que gozan de reconocimiento y credibilidad. No necesariamente son deportistas, actores o celebridades mediáticas; en época de redes sociales, los tuitstars o instagramers o youtubers pueden ocupar un lugar mucho más penetrante.
Un influencer tiene, justamente, el poder de influir: lo sigue una gran cantidad de personas porque satisface sus expectativas. ¿Y acaso no sería cautivante escuchar las opiniones de uno de los líderes más importantes de la historia de la humanidad, que supo influir sobre una nación entera, específicamente la nación que parió a Kant, Hegel, Feuerbach, Marx y Nietzsche? Pero sería más interesante pensar, no lo que haría Hitler en esta nueva era donde predomina la sensación de que todo es posible, sino cómo lo recibiría la sociedad. ¿Seguiríamos tratando con solemnidad y compasión acrítica las atrocidades de este monstruo político? ¿Seguirán las lágrimas ahogando la posibilidad de ver más allá del crimen? ¿Tendremos la posibilidad de utilizar la ironía como una aguja que pincha el globo, para descomprimirlo y quitarle el aire, y analizar mejor el látex? ¿O meteremos el globo -así como está: inflado, peligroso, siempre a punto de explotar- en una vitrina de cristal para mirarlo todos los días con la misma mirada triste? “En una sociedad de inteligencias puras es probable que ya no se llorase, pero tal vez se seguiría riendo”, escribió Henri Bergson en 1899. Creo que tiene razón.
Etiquetas: Adolf Hitler, Arnold J. Toynbee, Carlos de Nápoli, David Wnendt, Donna Haraway, Henri Bergson, Matías Guilburt, Nazismo, Robert B. Downs, Timur Vermes