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Por Luciano Sáliche
1.
Son las ocho treinta de la mañana. No dormí en casa. Estoy en Belgrano, en la estación Olleros, una de las más amplias y limpias de toda la red subterránea argentina. Antes de salir del departamento que habité circunstancialmente me puse un perfume que encontré en una caja negra que decía Avón. Ahora estoy parado frente a la línea amarilla del andén con varias personas alrededor. Podría especular con un número redondo: ochenta. Llega el tren. Se abren las puertas y subo. No está lleno pero los asientos están completos; tengo sueño, quisiera ser un búho para dormirme parado. En Ministro Carranza se sube más gente, también en Palermo, pero en Plaza Italia el vagón se llena. No cabe un alma, como dicen los periodistas deportivos ansiosos por agradar, sin embargo los pasajeros empujan y entran. Una buena metáfora sería la de un tacho de basura al que nadie quiere cambiarle la bolsa. Tengo la mochila entre las piernas y un libro de Arnold J. Toynbee bajo el brazo; los movimientos de la multitud, entre los intempestivos arranques y frenadas, no me permiten abrirlo y leerlo, tampoco agacharme y guardarlo. «A ver si dejan sentar a la chica que está embarazada». Un pedazo del desvencijado contrato social que se asoma intentando ordenar el caos. Un gordo se levanta. Una mujer de unos 30 años con una panza atendible se sienta lentamente y la gastada tela roja del asiento se desinfla. La buzarda del gordo, que se asoma, peluda, por debajo de una camisa que no logra tapar, le quedó a diez centímetros de la cara.
2.
Cuando lo público y lo privado se tocan, hay algo que se descascara. Siempre sucedió así. Desde los soviets hasta las comunidades hippies y las privatizaciones neoliberales, hay una estructura que comienza a agrietarse. Pero no hace falta pensar grandes sucesos históricos, en lo cotidiano está más que claro: el transporte público que comienza a llenarse de cuerpos que se amontonan, entre el sudor y los fierros, hasta romper la privacidad individual. Entonces sí, hay algo que se descascara. Ya no hay leyes, la máquina de metal puede estrellarse matando a todos los pasajeros. Frente a este nivel de liviandad institucional, sumado a un sistema político y social donde prima la individualidad, el espacio público es un terreno anárquico; por eso, cuando pensamos qué es lo allí sucede, estamos pensando en realidad, como dice Rosalyn Deutsche, «las preocupaciones y ansiedades que habitan en nuestros ordenes sociales presentes».
Por eso, el paisaje no es alentador: el tacho continúa recibiendo basura sin desarmarse. Más gente apretada, fealdad popular, mal alumbrada por los fluorescentes blancos del techo. Sin embargo, más allá una chica mueve los labios con desenfreno, posiblemente repita lo que un cantante inglés le diga al oído desde los auriculares. Un hombre de traje, que se limpia los mocos con sutileza, le mira el escote. Usa el pañuelo de trinchera, de escondite. También lo hacen dos gordos que, a juzgar por sus mamelucos gastados, son plomeros de profesión y van a destapar algún caño en el Microcentro. No es para menos, la camisa blanca le remarca el busto que, como una estrategia retórica, esconde el dije que cuelga de la cadena plateada que le bordea el cuello. Quizás todos estos hombres, que seguramente se acaban de despertar y el sueño está jugando una guerra dura en sus cabezas contra la lucidez, se debaten internamente si es una cruz o una medalla lo que se perdió entre sus tetas.
La chica es rubia pero no se nota. Tiene el pelo mojado recién lavado y la humedad se lo oscurece. Por el traje azul que tiene puesto, el color rojo de sus labios recién pintados y la osadía de llevar el segundo botón de la camisa blanca desprendido, podría imaginarla dentro de un grupo de secretarias de una obra social. Sensual y segura, con la seriedad y la simpatía que requiere el puesto. En el vagón lleno, su presencia impone respeto, pero también curiosidad. Ella está envuelta en una nube cósmica. Canta sin sonido. Su boca reproduce lo que escuchan sus oídos, penetrados por diminutos auriculares blancos. Entre las miradas que bordean su cuerpo, se suma la de un chico joven, veintipico, con un camperón oscuro y una mochila Reef. Acaba de subirse al tren, que ya va por Agüero, y se escabulle hasta ocupar un pequeño hueco junto a la secretaria. La mira: primero su pelo oscurecido por el agua de la mañana, luego su escote, las tetas y vuelve a la cara. Al no recibir reacción, aguarda unos segundos y se acerca a hablarle. El ruido de las vías no me permite oír pero intuyo que le pregunta una estupidez, sólo para establecer contacto. Sus pupilas se mueven hacia el chico, se quita un auricular con enfado y le pregunta qué quiere. Un breve pero conciso intercambio de palabras da por terminado el simulacro de seducción. Ella vuelve a ponerse el auricular izquierdo y zambulle su mente en la nada misma del viaje. El muchacho entiende la ruptura de sus planes pero no la acepta, entonces insiste. Se le acerca aún más y, con el brazo derecho la toma de la cintura. La chica lo empuja, grita y la historia se diluye entre el tumulto.
3.
Abuso y acoso no son lo mismo. Sin embargo tienen un hilo conductor: una de las partes no dio el consentimiento. El año pasado se habló bastante de las exhibiciones obscenas. El asunto es básico: hombres que muestran la pija en lugares públicos. Es normal que una mujer pase por este tipo de situaciones en una sociedad rota como la nuestra. ¿Cómo desnaturalizar una práctica que está también ligada a la libre exhibición? Se lo puede pensar al revés, una mujer que le muestra las tetas a un hombre en la calle. ¿Cuál es el límite entre la ofensa y la libertad, entre la agresión y la manifestación? ¿Y cuál es la diferencia cuando la exhibición obscena la hace una mujer, en vez de un varón? La pregunta tiene que responderse a la luz de si reproduce o no un sistema opresivo. Por eso el posporno buscaba intimidar desde la anomalía, para poner en jaque la siempre injusta normalidad.
En 2015 el fiscal general de la Ciudad, Martín Ocampo, le decía al diario Clarín que recibieron un promedio de diez denuncias por mes por exhibiciones obscenas, un poco menos que en 2014. La fiscalía actúa en defensa de la mujer y obliga, mediante un juicio, a que el hombre pague de mil a quince mil pesos, al menos en ese momento, que corría la eterna carrera contra la inflación. Sin embargo hay una fina línea entre el desnudo y el acoso cuando lo que se busca es intimidar sexualmente. Por eso, muchos casos son abordados desde el abuso sexual, como sucedió, por ejemplo, cuando un hombre se masturbó en la línea A y eyaculó sobre una mujer. La lectura más esquiva indicaría que ese tipo está enfermo; sin embargo hay un sistema que lo forja, que lo produce, entonces no sería descabellado pensarlo, como dicen algunos colectivos feministas, que es un hijo sano del patriarcado. Ahí las penas van desde los seis meses hasta los cuatro años de prisión.
Pero todo pasa por el lugar instituyente que es el espacio público, donde se declaman y gestan las identidades performativas. Para la filósofa turca Seyla Benhabib, ese es el ámbito donde se construye no sólo el contenido del derecho sino también la idea de la legalidad misma. Surge una ley que instituye, pero además aparece una mirada más realista que la legitima o desligitima. Si la descomposición social es tan grande que no se genera un acto de solidaridad de los otros pasajeros para intervenir en una situación de abuso, cuando el acosador cree que es legítimo su accionar pese a ser ilegal, ¿qué hacer?
4.
La legisladora porteña del partido Confianza Pública Graciela Ocaña lanzó un proyecto: vagones exclusivos para mujeres. En el subte y en hora pico (de 7 a 10 y 17 a 19) las mujeres podrán trasladarse en unidades exclusivas. Los hombres tendrán prohibido el ingreso a los vagones femeninos excepto, como dice en el texto, los niños de hasta 13 años que viajen con ellas. “Como mujeres, sabemos que esta es una problemática que nos afecta a todas por igual, y que en cualquier momento podemos sufrir estas situaciones», dijo la autora del proyecto. Además señaló que, si bien se necesita de un «abordaje integral», esta misma iniciativa se implementó en Brasil, Egipto, Malasia, Tailandia, India, Rusia y Japón con buenos resultados. Destacó también que en México, los vagones exclusivos ayudaron a que «las denuncias por abuso sexual se redujeran en un 26%».
Un cuento de hadas, lineal y efectivo, pero hay algo que no cierra. Cuando se identifica un problema de agresión, ¿cómo dividir a la población entre agresores y agredidos? ¿Realmente todos los hombres son los agresores y todas las mujeres son las agredidas? ¿No es acaso una forma burda y lunática de intentar solucionar un problema que tiene una raíz mucho más profunda? Hay una ebullición social que puso de manifiesto debates sobre género gestando el Ni Una Menos y que, pese a ser voraz y atolondrado -propio de un movimiento intercalsista-, logró discutir el machismo en la sociedad. Esto habilita varias lecturas, como la deseada chance de desempolvar temas claves para pensar en la igualdad de género como es el derecho al aborto (¿quién puede decidir sobre el cuerpo de una mujer, salvo ella misma?), sin embargo las cámaras apuntan a otro tipo de medidas, más superficiales, que saben a distracción.
Si las mujeres son el blanco de agresión, ¿para qué ponerlas en una caja de cristal, encerradas y seguras, lejos del salvajismo de la jungla humana? ¿No es acaso sobrevictimizarlas? Si la calle es, como decía Henri Lefebvre, el escenario político por excelencia, ¿por qué sacar a las mujeres de ahí y transformarlas en un ejército de agorafóbicas? Este tipo de iniciativas, como tantas otras, erran el foco y tienden a señalar la debilidad y sobredimensionarla hasta generar justamente lo que hay que erradicar: que la mujer es el sexo débil. La idea de crear vagones exclusivos para mujeres es una consecuencia de la fragilidad de un movimiento que se dispersa al plantear que los problemas se resuelven con la concientización (trabajar sobre la ideología de las personas) y no con modificar las condiciones reales de vida (la base económica y social). ¿De dónde surge este proyecto que el Gobierno, más por ignorancia que por lucidez intelectual, ya rechazó? ¿Qué lugar ocupa el progresismo en esta «solución» que se parece más a un torpe simulacro de igualdad que lo que realmente fue: intentar hacer algo frente al acoso sexual en el transporte público?
5.
En la opinión pública, Graciela Ocaña se ha ganado la etiqueta de buena gente. Su apodo (“la hormiguita”) habla de una lucha silenciosa, laboriosa, desde abajo; sin embargo su carrera política la sitúa detrás de los grandes actores coyunturales hasta un corte en 2009. Repasemos: en el 2001 se sumó al ARI, el partido de Lilita Carrió; en 2004, bajo la Presidencia de Néstor Kirchner, fue Directora del PAMI hasta 2007 para luego, una vez electa Cristina Fernández, asumir como Ministra de Salud. Dos años estuvo en el cargo, hasta que llegó la peor epidemia de dengue de la historia argentina, motivo que la llevó a renunciar por las presiones de diversas ONGs. Y lo hizo, pero antes presentó un proyecto de Ley de Emergencia Sanitaria. El gobierno no la apoyó, entonces se volcó a la oposición. En 2011 y en 2013 ganó elecciones legislativas manteniéndose firme, marginal pero firme, denunciando lo que se dio en llamar «el fraude de los medicamentos truchos», ese negociado entre los sindicatos y las empresas farmacéuticas, todo muy turbio, ligado a mafias y narcotráfico. La historia reciente es conocida: Ocaña siguió corriendo al gobierno por izquierda, o mejor dicho, por el lado progresista. Lejos de la rabia ciudadana de dirigentes como Elisa Carrió, Ocaña siempre perteneció al lado progresista de la política, con una imagen más fresca y moderna, denunciando desde un lugar que muchos opositores perdieron en la marea kirchnerista: la mesura. Sin embargo esa mesura mutó en comodidad porque no le permitió pensar la realidad desde una mirada estructural, de clase, (es Licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad de Kennedy) pensando en que el patriarcado, quizás, sólo quizás, está parado sobre los pilares del capitalismo.
6.
El chico bajó rápido en la estación Facultad de Medicina. La chica encontró un lugar y se sentó. Me acerqué, le pregunté si estaba bien. Me miró como quien mira a un policía corrupto. Soltó un sí y se puso a revisar su celular. Me la imaginé viajando en un vagón exclusivo o, como le pusieron los cipayos de TN, un vagón pink. ¿Qué sucedería cuando salga de esa formación de cristal y se meta en el trajín de la calle? ¿Cómo se defendería de los acosadores agazapados que transitan la ciudad diariamente? ¿Y en su trabajo, con un jefe pendeviejo que la eligió entre el resto de los candidatos por su belleza, pensando que en algún momento se la podría coger? ¿Cómo podría cultivar un carácter libre y seguro si ante cada peligro se la esconde? Colgué con mis pensamientos hasta que la vi levantarse cuando el tren estaba frenando en Tribunales. Pasó por delante de los plomeros que conversaban cerca de la puerta sobre un partido de fútbol del ascenso. Sacó el dije que se escondía entre sus tetas y se los mostró. «Es el símbolo de la paz, pelotudos» le escuché decir y luego se perdió entre la multitud del andén.
Etiquetas: Arnold J. Toynbee, Graciela Ocaña, Henri Lefebvre, Ni Una Menos, Rosalyn Deutsche, Seyla Benhabib