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Por Leticia Martin
A Luciana Ravazzani
No encontró el vestido. Lo buscó en la pieza, en el tacho del lavadero, en la soga de la terraza, bajó las escaleras y se metió en el baño, revolvió en el canasto de ropa sucia y volvió a mi pieza. Salió desencajada, el vestido de terciopelo en una mano y el velador en la otra. Tenía humedecida la frente y unas mechas de pelo se le pegaban a la cara.
Lo que más pena me dio fue el velador. Me lo habían regalado cuando me casé con Ernesto, lo había usado para hacerla dormir cuando ella era chica, mientras le daba la teta.
Cuando se acercó más de lo aceptable, con esa violencia en los pliegues de la cara, la miré y no le dije nada. Puse los ojos sobre el velador y me quedé pensando en lo hermoso que era. Vi cómo lo subió en su mano, hasta pasar la altura de los hombros y después lo vi bajar, brutal, sobre mi cráneo.
Mi propia hija me abrió la cabeza al medio. Yo pensaba en las noches que venía con su noviecito y me obligaba quedarme acovachada, detrás de la tulipa, controlando lo que hacían. También me acordé de la noche que murió Ernesto y se quemó la lamparita justo unas horas antes, como anunciando la desgracia.
De pronto me vino a la mente la vez que Roxana gateaba y Ernesto desarmaba íntegramente el velador. Le había puesto cables nuevos y un tomacorriente más moderno. Yo lavé el pie del artefacto en el baño y me vi en el espejo dos veces porque no pude creer que ese aspecto demacrado fuera realmente mío. Estaba cambiada. Los años ahí metida me habían puesto más vieja, más triste. Roxana, sin darse cuenta, había tenido mucho que ver en eso. Siempre queriendo salir de casa, excusándose con sacar a Pulky para que haga pis, con que tenía que ir a comprar un cuaderno, un lápiz, un papel glasé. ¡Desagradecida, si la conoceré! Eso es mi hija, una mentirosa obcecada que salió más al padre que a mí, testarudos los dos, siempre discutiendo todo. Porque Ernesto sí que era bravo. Cuando se le ponía algo en la cabeza, lo hacía o lo hacía. Un día etiquetó una por una las herramientas del galpón para poder controlar que no le faltara ninguna. Guardaba todo lo que se rompía por si alguna vez íbamos a necesitarlo. Yo le decía: “para qué guardás, para qué”, pero él no, “haceme caso”. No se lo podía convencer de lo contrario. Siempre ganaba en todas las discusiones, sean de política o de cómo se guardaban las verduras en la heladera, no importaba el tema, siempre ganaba. Si yo decía “arriba”, él decía “abajo”, y no sé cómo lo lograba, pero las cosas terminaban haciéndose a su manera. Al principio, cuando lo conocí, no me importaba. Pero después fue empeorando. Acopiaba diarios, revistas, macetas, latas de atún vacías, bolsas de nylon, cartones, todo lo que pudiera ser usado, al menos, una vez más.
Roxana se puso mala conmigo. Sobre todo después de que Ernesto murió. Andaba de acá para allá, por la casa, siempre con la nariz pegada a la ventana y con la ropa puesta para salir. Siempre fue una chica extraña. Al revés que cualquier hijo, que quiere estar en la comodidad de su casa, con su madre, ella no, ella siempre queriendo la calle, la ventana, la puerta, salir, mirar la luna, comprar no sé qué.
Con la ropa era peor todavía. Bajaba de la soga sus prendas limpias y dejaba lo mío ahí colgando, de pura maldita. No quería que le toque nada, que le ordene sus cosas, que le cocine nada.
Ahora siento un líquido caliente sobre la cara y un pequeño mareo, como un sopor. Llevo la mano hasta mi frente y pasando con cuidado las yemas de los dedos encima de la herida intento detectar si el asunto es grave. Creo que es la frente lo que me sangra, pero no me veo. Algo cae delante mío. Diviso borrosa la imagen de Roxana, que tal vez está en el piso, intuyo desmayada. Quisiera ver un poco más pero no puedo. No sé cuánto tiempo llevo así, quieta acá, sobre la misma silla de siempre. Ahora Roxana se mueve en el piso, tal vez está levantándose. Tengo ganas de llorar, de enojarme con ella, de gritarle lo que pienso. Si pudiera la encerraría en su cuarto, como la vez que no estudió matemáticas cuando le dije y después casi repite. Pero no puedo moverme. Estoy rígida, dolorida por dentro. Como si los órganos debajo del pecho hubieran estallado. No puedo más que mirar a Roxana, tiesa como estoy. Quiero decirle: “hija de puta, eso sos, no me ofende, no me ofende, hija de puta, me rompiste el velador”, pero no puedo mover los labios, ni la lengua, ni los brazos.
A la tarde Roxana me sirve una taza de té. Antes me acomoda en la silla y me venda la cabeza. Creo que me venda, no la veo bien. Si pudiera mover las manos de todas formas no lo haría, así se entera que estoy enojada, que a mí nadie me hace un escándalo por tocar un vestidito. Qué se piensa. Mocosa insolente. No puedo creer tanta mezquindad. ¿En qué momento los hijos empiezan a ser propietarios de las cosas de uno? ¿Por qué esta criatura cree que su cama es suya, que su comida es suya, que esta casa le pertenece? ¿Acaso trabaja?
Más tarde veo que todo se oscurece, los ruidos del barrio se apaciguan, el té que Roxana dejó sobre la mesa, delante de mis ojos, ya está prácticamente helado. Quisiera sentir el peso de mis párpados, sueño, algo, pero no. Ella me apaga la tele y se lleva la taza y el platito. Cuando está entrando a la cocina me grita que por qué no lo tomé. “¿Ves cómo sos, mamá?” –me dice. Y se va a su cuarto a dormir.
Así pasan unos cuantos días. Nuestra relación conflictiva parece ir mejorando. Ya no peleamos tanto, o casi no hay motivos, porque yo no puedo contestarle nada. Para que no sienta frío Roxana cubre mi cuerpo con más vendas blancas. Después me llena de perfume y me pone un almohadón en el respaldo de la silla. A la tarde, en vez de discutir por el control remoto, ella pone directamente el programa de chimentos que a mí me gusta y se ocupa de hacer como nunca antes las tareas de la casa. Tampoco trae gente a estudiar con ella, como tantas veces le pedí. Las ventanas están bajas, para que no me moleste la luz, y hasta se preocupa de poner sahumerios y quemar palo santo para que la casa esté más linda. Lástima el velador –pienso todos los días al menos una vez. Eso sí que no se lo voy a perdonar.
Ahora, cuando vuelva del baño, le voy a preguntar qué quería la chusma de la vecina, que hace como dos semanas que se la pasa preguntando por mí.
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