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Por Luciano Sáliche
I
A veces sueño con la Guerra Fría. Creo que todo empezó en el CBC, muchas cosas empezaron ahí. Un profesor de bigote gris -que ya no recuerdo el nombre ni la materia ni la cara, sólo el bigote- daba clases en un aula horrible pero espaciosa de la sede de la calle Bulnes, que ya no está más (seguro las ratas han hecho un buen trabajo con sus restos). “La Guerra Fría ofrecía dos posibilidades pero la gente quería sólo una”, decía el viejo subrayando la importancia del mensaje. Si lo pensabas en profundidad, aturdía. Era como si estuvieras en un concurso y antes de responder a la consigna te preguntan si preferís ver las opciones. “No me interesan cuántas posibilidades haya, yo sólo quiero una, la mía”. Sí, aturde.
“Qué lindo sería vivir en un mundo sin estereotipos, donde todos seamos iguales”. Yo eso lo leí mil veces en las redes sociales. Especialmente en Facebook, ese fuentón atestado de buenas costumbres y ganas de agradar. No hay muchas vueltas que darle, es un pedido de paz, sencillo y naif, pero aunque aparezcan las fotos de Francia como marca de agua o flyers del mismo niño desnutrido de África o largos posteos sentimentales en mayúscula, la declamación no alcanza. La pregunta sobre las posibilidades de un mundo sin estereotipos se diluyen en seguida: ¿cómo se construye un estereotipo? Hay dos formas de pensarlo. Por un lado es la simplificación de un modelo complejo en un prototipo generalizador: la figura del musulmán en un hombre con barba y turbante, por ejemplo. A esa simplificación se la puede dotar de características negativas o positivas, pero esa ya es otra historia, que tiene que ver con la capacidad de pensar la otredad. Y por otro lado, está la definición del estereotipo como el deseo de ser algo o alguien: expectativas de vida. Siempre una construcción cultural, desde luego, y es lo que en esta nota interesa. Una profesión, un modelo de familia o de pareja, incluso de persona. Las ganas de pensarse en el futuro, lejano pero acá nomás. “¿Qué querés ser cuando seas grande?” Ahí se vislumbran los estereotipos que, en una sociedad y época determinadas, no presentan demasiadas variaciones.
II
Hoy en día hay una Guerra Fría. Dos bandos bien diferenciados que se condensan en una serie de generalizaciones intentando explicar qué sucede con lo que queremos ser. De un lado, un grupo de personas sostienen, de forma estrepitosamente desideologizada, que la aprehensión de ciertas formas de vida no tiene que ver con el consumo; y en el caso de que tenga que ver, las personas son libres de elegir no consumir. Los patrones de belleza que hoy consideramos mejores pueden esquivarse por voluntad propia o, en el caso de que sea más fuerte que uno, cambiando de canal y dejando de comprar revistas de moda. Una posición que, de antemano, cree que el mercado es una laguna y que las personas pueden decidir si se zambullen o se quedan tomando fresco a la sombra de un árbol. Pero eso es torpe porque hoy, welcome to siglo XXI, ya no existe afuera del mercado.
La otra posición tiene que ver con, si se me permite el término, la sobreideologización de la cultura. Se podría pensar así: si todo es político, ¿qué es la política? ¿Cómo diferenciar cuando algo tiene un carácter político especifico y requiere un análisis político específico de lo que responde a otro de naturaleza pero se le exaltan sus cualidades políticas? ¿No es acaso una forma del relativismo más conservador? La idea de que cada recoveco de la cultura está determinado por la opresión que ejerce la clase dominante es reducir a las clases populares a una existencia pasiva e hipersumisa. Lo interesante de esta posición es que considera que los estereotipos de belleza deben ser derribados hasta ver los escombros en el piso, sin embargo no se responde una pregunta clave: ¿cómo sería un mundo sin esos estereotipos? ¿Sería mejor? Probablemente cualquier cosa sería mejor que continuar viviendo en este mundo careta, pero cuando no se observa debajo de esta posición una cosmovisión clara de lo que se quiere construir luego de lo que se va a derribar, todo parece estar invadido por un capricho, un rencor, un prejuicio o algún elemento que empaña la racionalidad del asunto.
III
Todo está en el lenguaje diría Jaques Lacan, pero más que en el lenguaje, en nuestro deseo, figurado en el lenguaje. “El inconsciente es la sede de los sentidos” dijo en sus Escritos de 1975, pero también “del deseo del Otro”. ¿Cómo no aspirar a ser otro o tener las cualidades de otro si el deseo no está en nuestra estructura de pensamiento racional? El deseo, ligado a lo inconsciente, es inabarcable, inmanejable. Por más que lo reprimamos está ahí, ansioso y rebelde. Frasecillas optimistas del tipo «sé tú mismo» no parecen surtir efecto, mucho menos «persigue tus sueños». Varios años atrás, en La interpretación de los sueños (1899), Sigmund Freud decía que el recuerdo de lo que soñamos (contenido manifiesto, le llamaba) “no es una composición pictórica” sino, más bien, “un jeroglífico que hay que descifrar”. Esto implica una interpretación porque no deseamos lo que soñamos, sino que el deseo se manifiesta en nuestros sueños de forma difusa y compleja. Lo que recordamos del sueño no es algo patente, es una idea que salió como pudo desde lo más profundo de nuestros deseos. Y ese como pudo es una significación posible que tomó, pero podría haber sido otra. En ese desafío está el psicoanálisis: intentar develar nuestros más profundos deseos y por qué actuamos, sin saberlo, acorde a ellos.
Con este panorama complejo y encriptado vivimos cotidianamente. ¿Es posible evitar los estereotipos? La esperanza estaría, en todo caso, en transformarlos, como sociedad, mediante el lenguaje, esa estructura que los refleja. Aunque no parezca, los estereotipos cambian, época tras época. Los cuentos de príncipes y princesas están quedando obsoletos para explicar el amor. Eso es un síntoma. Sin embargo siempre habrá una representación: es nuestra forma de decodificar el mundo. Pero, ¿cómo se representan hoy la masculinidad y la feminidad en un mundo donde surgen, irreverentes, nuevas identidades de género? Quizás ese binomio ya no exista, o sí y estemos viviendo su agonía.
IV
Cuando Alekséi Pázhitnov creó el Tetris en 1984, el mundo era un binomio, pero de otro tipo: de un lado de la Guerra Fría, los Estados Unidos crecían entre el vapor dulce de la fama que, para esa época, Ronald Reagan, la celebridad televisiva devenida en Presidente, planeaba su reelección. Del otro lado, la Unión Soviética estaba dejando atrás el sueño del socialismo científico para ser una harapienta bandera manoseada por la burocracia o, como la llamó el mismo Reagan, «el imperio del mal». Pensar el mundo entre buenos y malos puede ser simplista pero cuando estás del lado de los malos sin entender muy bien la moral que así lo determina… bueno, eso es mucho peor. Allí estaba Pázhitnov, pululando en esa oscura pendiente hacia el ocaso.
El contexto para un ciudadano soviético como él era peculiar: un ingeniero informático que nació en 1956, tres años después de la muerte de Iosif Stalin y a 68 de la Revolución Bolchevique, no tenía una visión demasiado heroica de su patria y del mundo. La URSS venía surfeando el denominado estancamiento brezhneviano (una notable desaceleración socio-económica) que se inició en el 65 y que fue, poco a poco, lentamente, avanzando como una plaga. En ese horizonte negro, Pázhitnov vio en colores. Encerrado en el Centro de Computación Dorodnitsyn de la Academia moscovita de Ciencias, Pázhitnov vio en colores. Al igual que el mito que se creó con Fogwill, que escribió Los Pichiciegos en dos días y medio con la ayuda de doce gramos de cocaína, Pázhitnov programó una versión de su juego en una Electrónika 60 en una sola tarde con algo de fino vodka ruso en la sangre.
No hace falta explicar de qué se trata el Tetris porque su conocimiento es universal, sin embargo surge la pregunta sobre sus posibilidades, siempre limitadas, como un universo concreto y sencillo donde las piezas (diferentes e iguales: todas están formadas por cuatro cuadros) se encastran a la perfección. Pese a surgir en la segunda mitad del siglo XX, el Tetris es un juego que resume las pretensiones del XXI: diversidad e igualdad como dos elementos indisociables: por más que todas las piezas sean diferentes, valen lo mismo. ¿Es posible llevar a cabo su modelo matemático y perfecto a la sociedad? No hay dudas que la matemática es un lenguaje que, como decía Stendhal, “no encierra hipocresía ni vaguedad”, pero su especificidad es, justamente, que trabaja sobre las cosas. Y como bien sabemos, los objetos no tienen una subjetividad intrínseca, en todo caso la subjetividad se la ponemos nosotros, que somos sujetos.
V
El siglo XXI trajo muchas cosas nuevas, entre ellas una película de animación donde un ogro decide conquistar a una princesa. No hace falta reconstruir todo el marketing que generó Shrek pero sí decir que rompió con las tradiciones infantiles de príncipes y princesas arquetípicas, en un mundo donde, acorde a sus constantes cambios, se necesitaban nuevos estereotipos. La historia es simple: un ogro feo salva a una princesa hermosa y, en vez de transformarse en un ser bello, es la princesa quien se afea para que dos ogros verdes y apestosos se besen bajo las estrellas. La oposición belleza/fealdad juega un lugar central en esta historia, sin embargo surge la pregunta: ¿es una representación de un mundo sin estereotipos? Claro que no. Primero, porque el estereotipo de romance sigue presente (la concreción del amor monógamo y heterosexual como destino), y segundo porque la princesa se transforma para equiparar la fealdad de su amado. El estereotipo de belleza como se lo conoció presenta variaciones porque el ogro “se acepta como es” y la princesa se afea (hay un estereotipo en clave negativa que es evidente) para que se logre esa igualdad que tanta importancia se le da, incluso más que la diversidad.
Estoy convencido que, como dice Stuart Hall, las sociedades definen la mayor parte de sus identidades por oposición. Somos lo que el otro no es, sin embargo cuesta manipular lo que deseamos ser, mucho más explicar por qué. Siguiendo esta línea, ¿cómo pensar un mundo sin estereotipos si nuestra identidad está determinada por la no identidad, es decir, por aquello que no queremos ser, que incluye, justamente, un estereotipo al que nos oponemos? La belleza, por ejemplo, es un valor que se define por su oposición, la fealdad; al igual que la inteligencia y la ignorancia. Por consiguiente, pensar un mundo sin fealdad es pensar un mundo sin belleza. Ya lo creo, sería hermoso vivir en un mundo sin estereotipos, donde todos seamos iguales, como en el Tetris, que todas las piezas valen lo mismo pese a tener diferente forma. Un mundo precioso, mágico… imposible. Quizás nuestro trabajo consista en vislumbrar los sentidos que emana esta imposibilidad, para que este mundo sea menos espantoso.
Etiquetas: Alekséi Pázhitnov, Fogwill, Iosif Stalin, Jaques Lacan, Ronald Reagan, Sigmund Freud, Stendhal, Stuart Hall, Tetris