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Por Diego Abragiano
Cuando la ignominia parecía ser el destino inexorable de este pueblo escondido, un suceso trágico vino a solucionarlo todo. Una noche de verano, la naturaleza con uno de sus berrinches, puso un alud de barro. El hijo de los Molina y yo pusimos el resto.
Mi pueblo, una típica muestra de las poblaciones de este noroeste olvidado, rodeado por un cerro que flanquea su zona sur, tiene tres mil habitantes. Y tenía un prócer que era su orgullo, la fuente del sentido de pertenencia de sus habitantes. Eso lo distinguía de los otros pueblos de la región. Ignotos, marchitos, llenos de tierra.
Ese prócer era el Doctor Barrientos. No era el fundador, pero casi. Había llegado con treinta y pico de años, recién casado, con buenos contactos con el gobierno militar y cuando el grupo de casas pobres, enclenques, que albergaban a menos de trescientas personas, apenas merecía la denominación de pueblo. El Teniente Coronel de turno en la gobernación le había dado el cargo de intendente y comisario. Cuando le preguntaban por qué había venido a parar aquí eludía la respuesta, se escapaba con frases como “cosas del destino”, o “sabía que acá me necesitaban”. Eso nunca se supo y con el paso del tiempo dejó de preguntarse. Era muy joven, pero no era difícil imponer autoridad a un centenar de pobladores sumisos, analfabetos en su mayoría. Bastaba una pizca de soberbia y el tono de voz seguro y convincente que exhibe cualquiera que viene de una capital de provincia.
En su gestión se acondicionaron los viejos ranchos y se construyeron casas nuevas con un subsidio de la Gobernación. Trajo una maestra y creó la primera escuela. Promovió después la instalación de un aserradero que demandaba más mano de obra que la disponible en el pueblo y se necesitó traer gente de zonas vecinas para trabajar. Así, mi pueblo empezó a crecer. Y, desde ese entonces, parecía dispuesto a no parar nunca. El Doctor Barrientos pasó de respetado a incuestionable; de incuestionable a admirado; y de ahí a prócer aún en vida, siempre en los cargos para los que había venido y en los que permanecería al menos mientras durara la dictadura. Ésta fue tan larga que lo sobrevivió. El Doctor murió a los sesenta y tres años, uno después de la pérdida de su esposa. Tal vez no pudo soportar la soledad, sin la compañera, sin los hijos que hacía tiempo se habían marchado a estudiar y vivir en la capital. Pero la figura de Barrientos seguía presente. No sólo en el nombre de la calle más importante (asfaltada en una de sus últimas obras de gobierno), en el de la escuela primaria y el del Hospital; no sólo en el busto que se erigía en el centro mismo de la plaza, con un pedestal de mármol de tres metros de altura. También en la identidad del pueblo, en el orgullo por su pujanza en medio de la tristeza de una región entera que parecía ser espectadora de un milagro. Y este milagro tenía un hacedor de carne y hueso: el Doctor Enrique Barrientos.
Hasta que llegó el derrumbe. Habían pasado cinco años de la muerte de Barrientos y dos del final de la dictadura, cuando comenzó la obra de ampliación del cementerio. Obra que se vio interrumpida cuando el “Búho” Gilardo, cavando cerca de la pared del fondo, en un sector alejado de las tumbas, casi se muere de un infarto al ver que en una palada de tierra cargaba además, un manojo de huesos y unos trapos roídos. La noticia corrió rápido en el pueblo, en la provincia, y llegó a los medios nacionales cuando un equipo forense del gobierno, que por ese entonces recorría el país tratando de armar las piezas de los destrozos que la dictadura dejó, estuvo tres días en el pueblo, tomó muestras, hizo investigaciones y se fue, para luego de un mes emitir el resultado. Los restos eran de Gregorio Chávez, el hijo menor del carnicero. Se había ido a estudiar a la capital y participaba de un grupo armado que enfrentaba al dictador. Un fin de semana vino a visitar a sus padres, se despidió el domingo rumbo a la estación de tren y no se vio nunca más. Un militar declaró poco tiempo después en un juicio, que le marcaron el chico a Barrientos y le pidieron que se hiciera cargo porque era gente de su tierra. Y el Doctor cumplió.
Desde entonces el pueblo, mi pueblo, fue, aun con los tres mil habitantes, aun con la única escuela de la zona, con el hospital modelo y su calle asfaltada, un pueblo fantasma. Tenía la resignación de un enfermo terminal. No sabíamos cómo vivir sin el prócer y con la carga de la vergüenza. Hubo que quitar el nombre de Barrientos de la calle y de los edificios públicos pero no se lo reemplazó por otro. Quedaron anónimos. El busto de la plaza fue sustituido por una maceta con plantas de flores que nadie cuidaba y que a los pocos meses era un manojo de yuyos que se volcaba a los costados del pedestal. Todo era triste. A tal punto que un extranjero, que había venido con la idea de construir un hotel alojamiento a dos cuadras de la plaza, cuando se dio cuenta del estado de ánimo de nuestra gente decidió transformarlo en un geriátrico. “Acá no hay lugar para alegrías” se le escuchó decir.
Una noche de verano vino la salvación. Hubo una lluvia como nunca habíamos tenido antes. Cayó muchísima agua en apenas tres horas. Los que se levantaron más temprano, antes de que saliera el sol pudieron escuchar el rumor grave que venía del cerro, entonando el preludio de una catástrofe que no se imaginaron. Apenas estaba amaneciendo cuando se vino el alud. Una masa de barro que bajaba como una manta, desenrollándose desde el cerro para venir a cubrir todas las casas de la zona sur. A la mayoría de sus ocupantes los encontró durmiendo, algunos alcanzaron a subir a los techos, otros se quedaron petrificados mirando el fenómeno sin poder reaccionar y fueron sepultados por la corriente espesa y pegajosa que venía arrastrando piedras y árboles y que se metió por calles, patios, puertas y ventanas de un barrio entero.
Yo fui uno de los que alcanzó a subir al techo. En toda la manzana éramos cinco personas. Tal vez para no desparramar el horror, nos reunimos sobre el techo de los Molina pasando de casa en casa. Ahí estaba el hijo de ellos, lleno de barro hasta los pelos. Había llegado a la casa cuando lo peor de la avalancha ya había pasado, venía de trasnochar en un boliche del centro y había intentado en vano sacar a los viejos. El pibe estuvo sentado con la mirada en el suelo por unos minutos. En un momento se paró, se hundió en el barro del patio y volvió con una soga. No sé por qué, me eligió a mí para que lo ayudara, sosteniendo la soga que se ató a la cintura y de la que yo debía tirar cuando me hiciera una seña. De ese modo empezó a recorrer todas las casas de la manzana y a ayudar a salir a los que encontraba todavía vivos. La señora de Muñoz con los dos pibes, doña Eustaquia de ochenta y un años y cuatro personas más fueron los rescatados. Me pidió que nos pasáramos a la otra manzana. Para eso ató la soga a mi cintura y él agarró el otro extremo. Yo apenas si sabía nadar en el agua; el barro me paralizaba. Como pudo me arrastró para cruzar la calle que era un río de fango. Era tal mi terror y mi rigidez que creo que le resulté más trabajoso que la vieja Eustaquia. Cuando por fin llegué a trepar a los techos, era tanto el asco que sentía por el barro que me cubría, y había tragado, y se había pegado en todo mi cuerpo, que vomité. El pibe esperó que terminara y volvimos a los roles de antes: él con la soga a la cintura y yo con el otro extremo, esperando la señal. Se largó de nuevo a la tarea y trajo otras dos personas. Mientras tanto llegó un helicóptero que mandó la Provincia, ya enterada del desastre y empezó a cargar a los rescatados. Yo ya me estaba sumando a la fila para subir pero el chico se adelantó y explicó a los gritos entre el ensordecedor ruido de la nave, que nosotros dos estábamos bien y que quería dar otro vistazo por abajo, así dijo, para ver si había alguno más. Que él conocía bien el terreno, que no se preocuparan, que llevaran a ese grupo y volvieran. Lo notaron tan seguro y tan calmo que le hicieron caso. No me animé a contradecirlo y tuve que quedarme. Alcancé a escuchar como la señora de Muñoz que no podía dejar de hablar por el nerviosismo, le empezaba a relatar a un médico la proeza del hijo de los Molina. “A este chico le debemos la vida; nos trajo desde el mismísimo infierno” le decía.
Y cuando me di cuenta el chico ya estaba de nuevo abajo. No sé si me había hablado antes de tirarse porque en mi cabeza habían quedado dando vueltas las palabras de la mujer y no podía escuchar otra cosa. Yo ya estaba imaginando al héroe, soñando con el nuevo prócer, el que devolvería el orgullo a un pueblo descorazonado. Y no dejé de pensar en eso ni cuando me sobresaltó un ronquido bestial, un último eructo del cerro que largó otra bocanada arrasadora de barro y piedras que llegó a nosotros en segundos. Y vi la seña del hijo de los Molina, pero yo seguía pensando. Pensando en lo que había ocurrido con Barrientos, la celebridad y la caída, y la oportunidad para un héroe puro, inquebrantable, eterno, los homenajes, la estatua. La estatua con un rostro joven y épico. Como el que alcancé a ver que me miraba desesperado y sin entender cuando ya la masa viscosa, desmesurada, lo alcanzaba e iniciaba su sepultura, y yo, pensando en mi pueblo, solté la soga. Como se suelta una flor a la tumba.
Etiquetas: Diego Abragiano, Necesitábamos un héroe