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25-11-2016 Ficciones

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Por Diego Abragiano

Estaba convencido de que Kimosabi me podía aportar algunos datos. Por esos días, yo estaba escribiendo una historia que se desarrollaba en un orfanato y todos en el pueblo sabíamos que Kimosabi, el mozo del Viena, había vivido muchos años en uno de esos institutos. Lo habían dejado ahí recién nacido y salió después de cumplir los dieciséis, cuando Hainze le dio el trabajo en el bar, le acomodó una piecita en un altillo y desde entonces Kimosabi vivía y trabajaba en el mismo sitio. Apenas llegado, algún cliente le había puesto el apodo de Kimosabi por esos rasgos que le daban un parecido a Toro, el indio compañero del Llanero Solitario que usaba esa expresión: Kimosabi. Era amable y desde el principio había conformado a Hainze con su modo de trabajar. Nunca se le conocieron familiares, salidas o cualquier actividad fuera de las paredes del Viena. Tampoco mujer. Hainze, por su lado, era un tipo parco, de pocas amistades, que en el bar jamás se metía en conversaciones con los parroquianos por más que fueran clientes de muchos años. Había enviudado a los cuarenta y pico y desde entonces sólo había tenido el bar y a Kimosabi. Patrón y mozo envejecieron juntos. Ahora uno rondaba los setenta y cinco y el otro sesenta.

Elegí para ir al bar un martes a la tarde, a eso de las cuatro. Sabía que en ese horario no iba nadie y seguramente encontraría a los dos viejos repasando las copas o acomodando algunas mesas. Caminé despacio las cuadras entre mi casa y el boliche pensando en cómo podría sacarle a Kimosabi la conversación sobre el orfanato, ya que nunca lo había oído hablar del tema. Todo lo que sabía era por comentarios de pueblo. Además, iba a tener que tratar de que Hainze no empezara a protestar o mandarlo a hacer alguna tarea. Me preguntaba también, cómo serían las charlas entre esos dos viejos, después de haberse visto la cara todos los días durante los últimos casi cincuenta años.

Entré y la escena era similar a la que esperaba. Detrás del mostrador, cerca del extremo más cercano a los baños, Hainze repasaba unos vasos con una servilleta. Kimosabi estaba sentado en la mesa más próxima a ese sitio. Apenas abrí la puerta Kimosabi se puso de pie. Me senté en una de las banquetas del mostrador, junto a la mesa en que él estaba y Hainze me miró, esperando mi pedido. Un café doble le dije, y empezó a prepararlo. Kimosabi seguía parado, aunque no tenía que atenderme. Busqué algún modo de iniciar una conversación con él; hablé del equipo que había armado Sportivo y las posibilidades en el Regional que estaba por arrancar. Le pregunté si había jugado al fútbol y dijo que sí, que cuando era chico jugaba. ¿Eran muchos varones en el Instituto?, interrogué, vislumbrando la posibilidad de llevar la charla para donde yo quería. Respondió que sí, pero que eran de edades muy diferentes, entonces era difícil armar partidos entre ellos. ¿Cuántos años estuviste ahí? le pregunté, aunque era algo que ya sabía. El viejo Hainze apoyó mi café en el mostrador; le hice un gesto de agradecimiento con la cabeza. Volví a mirar a Kimosabi. Dieciséis años, dijo. Mucho tiempo…, comenté para tratar de ganar minutos, mientras pensaba en la manera de seguir preguntando lo que me interesaba. Dieciséis años excepto tres meses, agregó Kimosabi. Hainze había vuelto a repasar los vasos y tenía la vista fija en ellos. Sin que yo tuviera que preguntar nada, Kimosabi continuó.

Recién había cumplido los ocho años, estaba en tercer grado de la escuela y un sábado a la tarde apareció un matrimonio de La Pampa. Todos sabíamos que cuando aparecía un matrimonio de visita era porque querían un chico. Estuvieron toda la tarde con nosotros, compartiendo la merienda, nos miraban jugar, se acercaban a conversar con unos y otros. El Director los acompañaba. A la tardecita se fueron. El lunes, la celadora me avisó que el Director quería hablarme. Me dijo que la pareja que había estado el sábado estaba interesada en mí, que querían conocerme porque pensaban adoptar un chico. Me preguntó si estaba dispuesto a irme y yo, que a esa altura había perdido un poco las esperanzas de que alguien me eligiera porque siempre se llevaban a los más chiquitos, sentí que el corazón me golpeaba en vez de latir. Podría decirse que era la primera emoción grande en lo que llevaba de vida. Cuántas noches antes de dormirme había rezado para que alguien me sacara del Instituto. Y cuando terminaba de rezar, me quedaba imaginando la vida con una familia. Por ejemplo, que me estuvieran esperando a la salida de la escuela. Muchas veces imaginaba esa escena y me hacía bien, me dormía contento. Yo salía de la escuela, estaba el colectivo naranja del Instituto parado en la puerta, otros chicos subían, el Colo, Danielito, pero yo no. A unos metros del colectivo una madre a la que no le veía la cara me esperaba, me besaba, y tomaba el portafolio mientras me preguntaba cómo me había ido, qué habíamos hecho esa mañana, y salíamos caminando de la mano.

El Director, seguramente percibiendo mi entusiasmo, trató de calmarme. Me explicó que era un proceso muy largo; ellos te quieren seguir conociendo, hay que hacer trámites, entrevistas, papeles y puede llevar mucho tiempo. O puede pasar que se arrepientan, etcétera. Me acuerdo que dijo así: etcétera.

El matrimonio siguió yendo todos los fines de semana. A veces el sábado, otras el domingo, y se quedaban toda la tarde. Aunque miraban y conversaban con los otros chicos, pasaban casi todo el tiempo conmigo y fui sabiendo más sobre ellos. Tenían un hijo de diez años. El chico había nacido con una deficiencia mental y ellos querían que tuviese un hermano. Querían para el chico un hermano sano. Habían empezado a quererme, yo me daba cuenta, lo sentía, y hacía todo lo posible para que me quisieran más.

Un sábado trajeron al chico. A pesar de que me llevaba solamente dos años era mucho más grandote que yo. No me prestó demasiada atención esa vez. Miraba todo, con la boca semiabierta, los párpados un poco caídos. Al poco rato le arrancó un juguete de las manos a Quiquito que tenía dos años y todavía no hablaba. Creo recordar que era un velero en miniatura. Quiquito lloraba pero aunque los padres le hablaban al chico, no hubo manera de que le devolviera el juguete. Se lo llevó a un rincón, se arrodilló mirando hacia las paredes y empezó a desarmarlo, destrozándolo, arrancando a tirones las piezas que saltaban por el aire.

Después vino el período en que me empezaron a sacar. Una tarde me llevaron de picnic a la laguna, otras veces fuimos al parque o al circo. Con el chico nos llevábamos bien y los padres estaban contentos. Empezaron a hablarme de que querían que fuera a vivir con ellos, me contaban cómo era su casa. Yo estaba loco de alegría y a todo decía «muchas gracias, muchas gracias».

Cuando se iniciaron los trámites de la adopción me la pasaba de reunión en reunión con el Director y la asistente social. Fueron meses que a mí se me hicieron eternos hasta que por fin todo estuvo solucionado. En el Instituto me hicieron una despedida y a la mañana siguiente, cargué un bolso con las pocas cosas que tenía y me subí al auto de mi nueva familia. El chico y yo sentados atrás. Al arrancar miré el frente del Instituto y pedí a Dios que nunca tuviera que volver.

Me conversaron durante todo el camino, me contaban de la escuela a la que iría, de los chicos que había en el barrio. Yo seguía diciendo ‘muchas gracias’. La mujer giró en el asiento, me agarró la mano y me dijo que nunca más les agradeciera. Que ellos a partir de ahora eran mis padres y a los padres no se les agradece, que todo lo que hicieran por el chico y por mí era porque nos querían. Y mientras me decía esto, la mujer lloraba.

Llegamos a la casa y yo me sentía en un sueño. Casi como en el sueño aquel de la madre sin cara. Con el chico, como dije, me había llevado bastante bien hasta entonces, pero en cuanto estuvimos en la casa, cuando se dio cuenta de que compartiríamos la habitación, se transformó. Gritaba, lloraba, quería romper todo y entre los dos padres no podían tenerlo. Tuvieron que pasar unas horas para que se calmara. Parecía que la furia por esa primera impresión que le causara mi presencia en lo que hasta entonces era su lugar exclusivo había pasado, pero a la noche, quién sabe qué hora era cuando me despertaron los golpes. El chico estaba encima de mí tirándome trompadas con las dos manos y gritando como una bestia. Tenía una fuerza enorme. Yo me acurrucaba debajo de las sábanas y trataba de taparme con un brazo la cabeza y con el otro el estómago, aguantando los golpes. Los padres se despertaron y vinieron a rescatarme. Como pudieron se lo llevaron al dormitorio de ellos para tranquilizarlo. Me preguntaron una y cien veces si estaba bien, si me había golpeado mucho, y yo respondía que no era nada, que no me dolía. Mentía, y decía que no era nada, que no me dolía. Eso se repitió dos noches más, en las que no podía dormirme por el miedo a que de un momento a otro el chico se me viniera encima y me pegara. Yo había aprendido a presentirlo, incluso. A poco de acostarse se dormía, pero al rato la respiración le cambiaba, y lo que era apenas un silbido suave empezaba a transformarse en un gemido, al principio débil, imperceptible para cualquiera, excepto para mí, que estaba temblando bajo las sábanas, esperando la paliza. Luego el gemido iba creciendo hasta hacerse un grito y ahí saltaba de la cama derecho a atacarme. Yo me acurrucaba y soportaba un golpe tras otro, cerrando los ojos, con los músculos tensos. El hombre y la mujer se preocupaban y yo seguía mintiendo.

A partir de la tercera noche se llevaron al chico a la habitación de ellos. Pude dormir al menos, pero después, en el día, en la primera oportunidad en que el chico y yo estuvimos solos, me pegó de nuevo. Esta vez yo estaba en el piso de mosaicos, duro, y no tenía las sábanas ni nada para cubrirme y el chico me daba y me daba, gritando y yo no me defendía.

No había caso, por más que hacían los padres, era todos los días lo mismo. Una mañana tuvieron que llevarme a coser la cabeza porque me dio con un paraguas. Fueron seis puntos de sutura y yo decía que no se preocuparan, que no importaba. Entonces empezaron las visitas de la asistente social del Instituto, que conversaba un rato con el hombre y la mujer, después a solas conmigo y me miraba, yo me daba cuenta de que mientras me hablaba me miraba los brazos lleno de moretones, los raspones en las rodillas.

Llegué a cumplir tres meses en esa casa. Una mañana, el hombre me despertó más temprano que de costumbre. No había amanecido. Me dio el desayuno y me dijo que tenía que llevarme al Instituto. La mujer no salió de la habitación, aunque yo presentía que estaba despierta. También presentía al chico, durmiendo, con la boca semiabierta, con los puños apretados. Subimos al auto y no hablamos en todo el camino. Estacionó, nos bajamos, me tomó del brazo y caminamos hasta la puerta del Instituto. Ahí estaba el Director esperándonos. El hombre me pasó la mano por la cabeza y sin decirme nada, se fue.

El bar quedó en un silencio sólido, blanco. Dos muchachos se sentaron en la mesa de la vereda y Kimosabi salió disparado a atenderlos. Me di cuenta de que mi taza había quedado sobre el mostrador sin tocarse. Ahora de viejo se le ha dado por macanear, dijo Hainze sin mirarme. Afuera, Kimosabi escuchaba atento el pedido de los clientes.

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