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Por Rocío Cortina
El cumpleaños del lunes es a las tres de la tarde. Llego más temprano. Salgo de la facultad a la una y el colectivo esta vez hace rápido. Sigo con sueño. Me arden los ojos. Dormí solo cinco horas porque me quedé leyendo para un parcial. Pero el cansancio de hoy es distinto: es el cansancio de gente adulta, aturdida por sus responsabilidades. Me hace sentir importante. Cuando era chica imaginaba que ser grande era ir todo el día de acá para allá con camisa blanca, pantalón de vestir, cartera negra y una carpeta con papeles.
Aprovecho para servirme un vaso de la gaseosa de segunda marca y calentarme un sándwich de miga que sobró de la fiesta del día anterior. Sé que si no lo hago, no voy a poder comer hasta las siete u ocho. Cuando sacó la comida del tostador, Lola viene rápido a la cocina. La escucho llegar diciendo que hay un olor a quemado que mata. Me pregunta qué estoy haciendo. Le explico lo obvio: caliento un sándwich de ayer. No almorcé nada afuera, preferí venir rápido para acá. No lo hagas nunca más antes de una fiesta, después viene la gente y esto parece una fonda, me dice ella, levantando cada vez más el tono. Es cierto, acá tiene que haber olor a cumpleaños feliz, suelto una risita irónica.
La conozco: me dice cualquier cosa, está enojada porque el día anterior me fui sin saludar y las clavé con la limpieza a ella y a Sole.
Empiezo a decorar el salón. La nena del cumpleaños, de cuatro, quiere una ambientación con princesas de Disney. Cuelgo figuras en las lámparas, guirnaldas en las ventanas y pongo el mantel de plástico y las servilletas de papel que corresponden. Lo termino sin ayuda porque Sole llega recién cuando ya hay chicos en la fiesta. Entra rápido, no me da un beso y me dice que vino más tarde porque anoche tuvo que quedarse limpiando sola. Mi mente se refugia en una guirnalda para no sufrir tensión extra.
Casi no hablamos de la planificación de la fiesta. Las dos sabemos que esta vez nos toca hacer títeres. Los chicos son sólo veinte y parecen tranquilos. Por suerte la madre de la cumpleañera viene recién para la torta.
***
La obra la hago siempre yo; mientras Sole acomoda a los chicos y cuida que ninguno se trepe al teatro de títeres. No me molesta. Me gusta jugar con los personajes y hacer las diferentes voces. Esta vez preparo la de la princesa Catalina y el sapo que se convierte en príncipe. El punto de mayor concentración de los chicos es cuando el sapo y la princesa se están por dar un beso. Sole genera entusiasmo en el auditorio. ¡Que se besen, que se besen!, canta.
Hago desear el momento. Al final junto a los muñecos para que se den el beso. Después bajo la mano derecha, que es la que tengo vestida de sapo, me arranco el muñeco con los dientes y como puedo introduzco al príncipe. Mi mano sale y todos son felices.
Mandamos a los chicos al pelotero. Justo llega la mami de la cumpleañera. Una ejecutiva. Trajecito color chocolate, camisa blanca, botas altas y maletín en mano. No me interesa saber cuánto cotiza su vestuario porque es horrible. Igual debe ser caro. Eso sí: viene acompañada por un papi que está muy bien y prefiero concentrarme en él. Buen lomo, joven, canchero. Se ve que además de estar en la oficina con el traje puesto, hace deporte.
Lola está en la cocina. Sole mira a los chicos en el pelotero. Como ayer estuve yo ahí, ahora le toca a ella. Mi puesto es el inflable. El papi se sienta en la mesa decorada con princesas. Mira todo con detenimiento. La mami saluda primero a Sole y después a mí. Me transformo en alguien amable, le doy charla, pregunto si recién llega del trabajo. Me dice que sí, y que no pudo venir antes porque tuvo que llevar a su otro hijo a la clase de batería. Al mismo tiempo, el papi me pide un destapador para abrir una cerveza. Adentro del salón no se puede tomar alcohol y debería decírselo. Pero él trajo la bebida y yo no tengo ganas de explicarle nada. Voy a la cocina y le soy lo que pide.
La mami me consulta cómo sigue la fiesta. Cuando le estoy diciendo que en diez minutitos cortamos la torta, escucho un ruido y un grito, un golpe seco y la voz aguda de Sole. La mami también lo escucha. Las dos nos damos vuelta y vemos a un nene tirado en el suelo. Corremos juntas. La cerámica patina y nos cuesta llegar. Sole está desesperada. Se le traba la lengua. Dice que no sabe cómo, pero que la red del laberinto cedió y que el chico cayó al vacío. El día anterior yo había visto que estaba un poco rasgada, aunque no me había parecido que fuera para tanto.
El nene llora, pero a primera vista no tiene ningún golpe grave. Está consciente y eso es lo que importa. Lola llama rápido a la ambulancia y trata de calmar la situación. Manda a Sole al patio con los chicos para que los entretenga. Por suerte el papi y la mami no hacen escándalo y se concentran en solucionar el problema. Ella abraza al nene y él, con el porrón de cerveza en la mano, le dice que no pasó nada. Los dos se quedan sentados en el piso con el chico, ambos con las piernas cruzadas. Hacen una buena pareja.
***
Antes de que lleguen los médicos aparece un patrullero. Quizás el papi lo llamó con su celular o Lola ante la desesperación se equivocó y marcó el número de la comisaría. Dos oficiales jóvenes bajan de un auto destartalado con sus gorras en la mano. Uno es alto y rubio, con poco pelo. El otro más petiso y todavía más pelado. Nos dan las buenas tardes y empiezan a hacernos preguntas. Dicen que las animadoras y la encargada del salón vamos a tener que declarar en la comisaría para ver cómo pasó todo. Le digo que no puedo porque tengo que estudiar. Al otro día rindo un parcial.
Es su obligación ante la ley, señorita, me dice el policía.
Le explico que no hice nada ilegal, que estoy trabajando y que después tengo que irme a mi casa. Me da miedo que sepan lo del día anterior o que me pregunten sobre el estado de la red del laberinto.
Lola les abre a los médicos. Traen una camilla que al final no usan. Dejan al chico en el piso, en el mismo lugar donde ocurrió la caída. Lo someten a algunas pruebas. Le preguntan cómo se llama y si le duele algo. Le golpean la rodilla, a ver si tiene reflejos. Lo hacen mirar los dos dedos índices del doctor. El chico mueve la cabeza hacia un lado y hacia el otro. No tiene nada, dicen los médicos. Igual recomiendan que le hagan unas radiografías. La mami ejecutiva dice que ella se encarga. Lo va a llevar al sanatorio de su prepaga. Mientras, llama a los padres y los pone al tanto. Los demás chicos siguen en el patio jugando a la pelota y a la mancha. Algunas chicas tienen aros para hacer piruetas.
El salón se empieza a vaciar. Llegan los primeros padres a buscar a sus hijos. Todos preguntan por qué la ambulancia y el patrullero. A mí me toca dar explicaciones torpes. Un accidente: un nene se cayó del pelotero y por seguridad llamamos a emergencias, pero no es nada. Lo repito como un loro una y otra vez.
Se fueron los médicos, los chicos y los padres. Adentro sólo quedan Lola y Sole en la cocina, y yo en la puerta ordenando resabios del cotillón. También están los dos policías. Comen panchos con Coca Cola en la mesa de los chicos. Tienen la gorra en la mano. Parecen relajados.
Camino hacia la cocina para darles una mano a Lola y a Sole e irnos lo más rápido posible. Finjo estar distraída cuando paso por al lado de los oficiales.
¿Qué estudiás?, pregunta el petiso, el más pelado. ¿Para qué querés saber?, me persigo. Debería tratarlo de usted, pero no me sale. Todos tus datos deben quedar en el acta que tenemos que elevar, contesta, levanta las cejas y abre los ojos bien grandes. No me parece que sea importante si estudio o no, ni qué carrera.
Los dos se ríen a carcajadas, como si yo estuviese diciendo algo sin sentido. No entiendo qué les causa gracia. Me imagino en la comisaría con Sole, y a Lola en el salón, limpiando con la música para niños de fondo. Me imagino pasando toda la noche enfrente de una máquina de escribir mientras nos toman declaraciones, en vez de estar estudiando para el parcial. Es injusto. Siempre me mandan al frente a mí y ninguna se hace cargo.
Entonces les digo a los policías que no, que no pienso ir. Y para reafirmarlo, para que sepan que les hablo en serio y dejen de reírse, empiezo a tirar los vasos de las princesas, que se chocan contra el suelo, y los potes con papitas y palitos que saltan por el piso tan limpio. También revoleo un pancho mordido con mucha mayonesa. El aderezo estalla contra la pared y deja una mancha pegajosa de color amarillo patito. Arranco las guirnaldas y las hago un bollo. Sumerjo a las princesas rubias de las lámparas en una jarra de Coca Cola. Las veo convertirse en dibujos morenos, mientras Lola pasa frente a mí, hablando por su celular. No me mira. No dice nada. No se sorprende. Le debo dar vergüenza.
El policía más pelado amaga con levantarse. Va a esposarme, pienso. Va a llevarme a la fuerza en un patrullero para declarar en una comisaría oscura. Pero en lugar de acercarse a mí, camina hasta el pelotero. Se cuelga de la red como si fuera el alambrado de una cancha de fútbol. Mira para adentro las cientos de pelotitas. Se da vuelta y me grita algo que no llego a entender. Le hago gestos preguntándole qué quiere. Dice que le abra el pelotero, que quiere pasar. Dudo. Quizás no estoy escuchando bien. Me acerco. ¿Me abrís el pelotero, ahora que no queda nadie?, me dice.
Dejo que entre. Antes, le aclaro que tiene que sacarse los borcegos. Cumple. Se queda con unas medias azules rayadas en rojo. En el talón derecho descubro un agujero. Su uniforme azul se sumerge en el arco iris de colores que forman las pelotas de plástico. Después el policía sube al puentecito donde había quedado enganchado el cumpleañero del día anterior. A diferencia del chico, él lo atraviesa con comodidad. Se tira por el tobogán. Su cuerpo fofo cae en el inflable. Después se pone de pie. Mientras toma impulso le grita a su compañero que lo siga. El rubio mira divertido. Cuando comprende la orden se saca los borcegos y los tira como quien descarta un diario del día anterior. Luce medias de un fucsia furioso.
Los policías corretean juntos. Hacen siempre lo mismo: pelotero, puente, tobogán, inflable. Se tiran pelotitas entre ellos. Una de color verde le da en un ojo al rubio, que parece enojarse y va a la caza del pelado. Corre varias vueltas pero no lo alcanza. Se agita y se echa sobre el inflable con los brazos extendidos al costado del cuerpo.
Lola vuelve a cruzar el salón. Camina a paso tranquilo desde la puerta de calle hacia la cocina. Terminó de hablar pero igual mira la pantalla de su teléfono.
El policía pelado me vigila. Le clavo los ojos sin disimulo. Él no me mira, pero después me pide que vaya, otra vez. Me acerco: vení, entrá.
Reacciono en automático. Me saco las zapatillas y me lanzo al pelotero. Me sumo a la rutina que venían haciendo. Pelotero, puente, tobogán, inflable. Los miro contorsionarse en vueltas carnero. Tienen una sorpresiva flexibilidad para encogerse y rodar.
Siento quejidos. La voz viene del lado del puentecito. Dirijo mi mirada hacía ese punto. Dos piernas cuelgan al vacío. No es el cumpleañero atrapado. Es otro chico. Está sentado, descalzo, con un brazo enganchado en la red que se rompió. La red que nadie arregló. Su otro brazo es tan corto que no llega a liberarse por su cuenta. Habrá dado tantas vueltas que finalmente quedó en esa posición. Por eso nos pide a los tres mayores que tiene cerca que lo asistamos. Primero lo ignoramos. Pero grita cada vez más fuerte. Le explico que se tiene que quedar tranquilo porque su mamá va a tardar en llegar y si se queja es peor. Dice que le duele. El dolor tiene su parte linda y ya estás en edad de aprenderlo, le contesto.
Salto cada vez más. Mi horizonte son los pies colgantes del pibe que sufre y grita. Los policías celebran mis piruetas. Cada vez que uno de nosotros cae, el inflable se hunde mucho más que cuando hay cinco o seis chicos. La lona sube y baja. El aire que le da forma al gigante se expande cuando nuestros cuerpos aterrizan en él. El castillo va a reventar. Busco en mis bolsillos algo que me ayude a cumplir la misión. De milagro todavía tengo el destapador que le llevé al papi del cumpleaños para su cerveza. Debería haberlo dejado en la cocina pero me olvidé.
Los policías siguen con sus brincos y sus carcajadas. Me esfuerzo por mantenerme en el tsunami. Necesito la mayor estabilidad posible. Espero un salto de los oficiales, otro y al tercero clavo el puñal. Me cuesta: las puntas del destapador son débiles frente a la lona. Hago fuerza. Logro un pequeño agujero. Necesito otro más. De a poco el aire va saliendo. Siento su silbido suave pero persistente. Ellos no se dan cuenta. Hasta que nuestro colchón de la alegría pierde espesor. Lento, muy lento, las paredes de colores ceden. El castillo es una isla a punto de hundirse. Los oficiales leen mi intención y me ayudan. El pelado saca un cortaplumas de la cintura y lo clava con saña en las lonas. El otro lo mira, ansioso. Saca una sevillana del elástico derecho de su media fucsia. Una, dos, tres puñaladas. El aire no sale del todo. Me hace acordar a cuando era chica y quería vaciar la pileta de lona. Al principio el agua salía a cataratas. Después quedaba estancada y para sacarla no había otro remedio que dar vuelta toda la estructura, tironear y después pasar el secador. El otro policía empieza a desesperarse. Me mira, me guiña un ojo y desenfunda su arma. ¡Noooo! Grito. Pero es tarde. El impacto suena en todo el salón. Hace eco. Los últimos restos del gigante de lona encantada caen sobre nosotros. Sentimos una ligera asfixia. Yo puedo escaparme primero de los escombros porque conozco donde está la salida. Voy gateando hasta que puedo incorporarme y correr.
Quiero irme. Voy a irme. Pero antes me cruzo con Lola y con Sole. Estoy agitada y triunfante.
¿Dónde estabas, nena? Todavía te queda pasar el trapo por todo el salón, dice Sole.
Desde el pelotero, los policías me miran. Se ríen. Me muestran al niño envuelto en la red del laberinto.
* Este texto es un fragmento de «Forajidos», uno de los cuentos del libro de Rocío Cortina titulado Fiestas Sísmicas, que acaba de publicarse en la editorial Textos Intrusos.
Etiquetas: ficción, Rocío Cortina
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