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Por Federico Capobianco
Eran las 1:30 de la mañana del día 29 de diciembre del 2016 cuando el teléfono me avisa que mis amigos están esperándome abajo. Habíamos alquilado una casa en el Delta profundo para ir a pasar las fiestas entre amigos y parejas. Teníamos que partir a esa hora porque nos esperaba un viaje en auto de Chivilcoy hasta Palermo para reunir al resto, de Palermo hasta retiro en colectivo, y de Retiro hasta la estación fluvial del Tigre en tren para que a las 7 am una lancha nos traslade durante dos horas hasta la casa en cuestión. Teníamos que salir temprano por las dudas.
Me tocó manejar. El dueño del auto había cumplido años el día anterior y lo mejor era alejarlo del volante. La noche no había logrado aflojar las altas temperaturas del día y en el auto se sentía bastante; había que prender el aire acondicionado. No pasaron ni veinte minutos que sentí la primer molestia al tragar. Sabía que en algún momento iba a llegar: hacía dos semanas me habían operado de la nariz por lo que estuve unos cuantos días respirando únicamente por boca, y en varios momentos sentí un ardor que me llegaba hasta los pulmones. La sensación se había calmado pero que aparezca algo estaba cantado. No tenía que ser justo ese día.
¿Había traído ibuprofeno? No creo que sea nada, con un ibuprofeno se va. Pero me lo tendría que tomar ahora. La mochila está en el baúl y no voy a frenar. El tiempo restante de un viaje de dos horas me la pasé maquinando. El malestar se hacía más y más fuerte mientras recordaba que tenía pocos ibuprofenos. Mirá si no podía esperar unos días, a la vuelta, o no sé. Cualquier día menos hoy, menos ahora.
Cuando llegamos a Palermo, descargamos los bolsos y fui directo al ibuprofeno. Sentí que estaba tragando una aceituna entera. Tiene que aflojar, rogué. El resto del trayecto hasta Tigre pesó más el cansancio que casi me olvidé del dolor, el viaje en lancha se hizo eterno. Apenas pude dormir y me fulminaba pensar que hacía más de un día que estaba despierto. Quizás el malestar era falta de sueño. Y cuando lo invocaba volvía a aparecer.
La llegada fue normal, ordenamos los kilos y kilos de comida y de botellas, nos distribuimos en las habitaciones y nos fuimos a dormir un rato. El calor era tremendo, sin aire no se podía dormir. Llegar, relajar y descansar un poco, con aire, trajo al demonio. A la hora y media me desperté de un salto. Tragar era casi imposible. Aunque preferí no alarmarme. Hacía 8 horas que había tomado el primer ibuprofeno por lo que era momento para otro. No sé por qué pero me tomé la fiebre, todavía no mostraba temperatura. El día lo transcurrí con mucho cuidado. Aproveché que estaban los caseros para consultarles por las posibilidades de ver a un médico en caso de que la situación empeore. Eduardo era el mayor y estaba al mando. Eduardo es un pibe que uno puede encontrarse acá en la ciudad y pasar desapercibido. Ángel, su hermano, no. Ángel es flaco, de piel atigrada y rulos. Casi sacado de un libro de la selva. Estaba descalzo, en cuero y con un pantalón marrón claro arremangado hasta las pantorrillas. Tenía la cara quemada: Había estado encendiendo un fuego que salió mal y tuvo que tirarse al río para apagarse. “Acá hay que arreglarse con lo que hay”, dijo para sustentar su respuesta, “acá los médicos nunca quieren venir”.
Sin embargo las cosas salieron bien, al día siguiente no había rastro de nada. Ese día hice todo lo que había para hacer en la isla. Creí que la frase “yo no conozco mal que resista a 20 horas de sueño” podía extrapolarse a “no conozco mal que resista a la desconexión total”. La ducha para sacarme el humo del asado de la noche me demostró que estaba equivocado. Me fui a dormir sin saludar. Sentí que se venía lo peor.
Al otro día desperté casi sin poder hablar, tragar era un suplicio. Cada trago de saliva era como que algo explote en el paladar. Cada trago de agua me hacía temblar. Aguanté hasta la tarde creyendo que por alguna razón del cosmos la situación se revertiría. Eran las 5 cuando volví a tomarme la fiebre. Era la primera vez que pasaba los 38 grados y empecé a preocuparme.
Llamamos a Eduardo quien inmediatamente llamó a un hospital para que mande a una ambulancia. Después a otro y después a un tercero. Al rato nos avisó que agarremos el bote y vayamos a su casa, que él nos cargaba nafta y nos indicaba cómo ir hasta la Salita. Que era la única que nos quedaba porque las ambulancias no iban a venir porque casi nunca venían. Que nos lleve alguien por las dudas que a mí me trasladen en caso de no poder atenderme ahí. Le pedí a dos de mis amigos que vengan, el viaje era de casi una hora y la vuelta sería de noche. En caso de que todo empeore uno solo no iba a poder volver.
Mientras Eduardo nos cargaba nafta llegó Ángel. Según nos contó después, estaba en la casa vecina y nos vio pasar. Se vino remando porque temió lo peor, el bote parecía hundirse por detrás en cada mínimo oleaje que cruzábamos. Apenas me vio la cara se ofreció a llevarnos. Mis amigos dijeron que no, que estaban bien. Yo pedí por favor que lo dejen, en la poca fuerza que tomé para hablar. “Pasa que cómo van, dijo Ángel, cualquier ola que haga cualquier lancha que pase los hunde porque son muchos para ese bote. Yo lo llevo, yo sé dónde es. Además, hay que cruzar el Paraná de noche. Y no es joda”. Volví a pedir por favor que lo dejen a Ángel. Y creo que al final del viaje empecé a creer que su nombre no era casual.
Partimos. Mi novia en el asiento trasero, Ángel en el medio y al volante y yo desparramado sobre la parte delantera, con la vista fija en el río. El viaje se dividía en tres etapas, al menos eran tres las instrucciones que nos había dado Eduardo antes de que Ángel aparezca: ir por el arroyo Felicaria hasta el Paraná; cruzar el Paraná; y recorrer el arroyo Capitán hasta encontrarse con la Salita. Parecía fácil.
El Felicaria es un arroyo angosto, corto, tranquilo y despoblado. En su extensión hay solamente dos casas: la de Eduardo y la de sus vecinos, por donde Ángel nos vio pasar casi hundidos. Pasa que “el aeroplano”, así lo habían nombrado, era un bote bajo, con el que prácticamente se iba planeando sobre el agua. Con apenas extender la mano uno podía meterla en el río. No era difícil que con un poco de sobrecarga el bote empiece a hundirse solo.
Mi novia asegura que yo tarareaba la marcha peronista. No recuerdo con exactitud la melodía pero sí que en todo el delirio febril yo era uno de esos tipos de Animal Planet o Discovery Channel que van atravesando aguas extrañas en busca de animales raros. Nosotros íbamos en busca de algún animal que se atraía con música y yo tarareaba para que se acerquen. Pero para que lo hagan, además de cantarles había que alimentarlos. Entonces yo les lanzaba unas bolas enormes de saliva esperándolos, para luego extender la mano para capturarlos. Pero no lograba llegar al río y ya no sé si realmente extendía la mano.
La travesía cazadora terminó al llegar al Paraná. En realidad, al Paraná de las Palmas, uno de los brazos en los que se divide el río llegando al Delta. Aunque la lancha que nos había traído a la casa ya lo había cruzado, tenerlo a solo quince centímetros de distancia me impactó y espabiló un poco. Solo miré una vez hacia adelante para ver los casi dos kilómetros que teníamos que cruzar para llegar a Capitán. Me pareció tan inmenso que tuve que correr la vista y enfocarme en las dos inmensas bollas que pasábamos a tan solo un metro. Eran imponentes, una roja y otra verde, que algo indicarían pero no me animé a preguntar. Más por no abrir la boca que por falta de coraje.
Cruzamos sin problemas y llegamos a Capitán. Podría definirse como ir del campo a la ciudad, de lo despoblado a lo poblado. Con gente divirtiéndose en el río. Casas a poca distancia una de otra que se decoraban con luces navideñas y hasta algunas que ya empezaban a prender fuegos para asados que se dejaban ver perfectamente ya que el sol estaba desapareciendo. La imagen me angustió. Era 31 de diciembre a las 20 horas y yo estaba en un botecito, con casi 40 de fiebre, lejos de mi casa, siendo llevado a una sala médica con la posibilidad de terminarlo en un hospital. Empecé a odiar a todas esas personas felices que se mostraban en los muelles y se divertían. Empecé a odiarme a mí por la situación que exponía a mi novia y a mis amigos. Y empecé a pensar la forma de retribuirle a Ángel el favor. Aunque a Ángel nunca le importó la retribución ya que apenas volvimos agarró su bote y se fue de raje porque tenía que asar un carpincho y cavar una sandía para llenarla de vino.
En la recorrida por Capitán hubo una persona que me llamó la atención. Estaba junto a otras nueve, todos mayores, hombres y mujeres, sentados en el muelle de la casa riendo, charlando y tomando mate. Todos menos él. Mientras los demás estaban enfrentados en los bancos del muelle, él estaba sentado hacia el río, apoyando sus codos en sus rodillas y su cabeza en sus manos, con la mirada angustiada. Cruzamos miradas durante los segundos que tardó el aeroplano en pasar y creo que hasta sentí empatía. Me vi en esa persona, aburrida y cansada de la obligatoria extensión de amabilidad que tienen las fiestas. De no poder desprenderse de la angustia mientras la gente alrededor ríe sin preocuparse demasiado. Vi mi cara en esa persona que después de mirarme se paró, caminó hasta la punta del muelle y se tiró al río hundiéndose por varios segundos, para resurgir varios metros más allá, lejos de la risa de sus compañeros y de mi vista.
En la salita no había nadie. Mientras esperábamos, Ángel me pedía que no me desanime y, algo que no entendí, que si no era hoy era mañana. Entramos y fuimos directamente atendidos. La doctora me revisó, no vio síntomas de que la cosa era mala pero me alertó de que podía empeorar en 48 horas. Me dio algunas indicaciones y pronunció las palabras mágicas: “te voy a dar un inyectable para que puedas pasar la noche lo mejor posible. Pero ojo, es magia por ocho horas, así que cuídate, nada de pavadas”. Quise abrazarla pero no me podía mover, estaba empapado de transpiración y seguía sin poder abrir la boca. La inyección me la dio el enfermero que creo que para sacarme del letargo me hizo hablar más que lo que había hablado desde que había llegado a la isla.
Ya saliendo de la Salita me sentí mejor. Al menos había dejado de transpirar y al menos podía mover un poco más el cuerpo sin que me duela. Nos sentamos con mi novia en la parte delantera y partimos de vuelta. Ya era todo noche sobre el río.
Ángel dijo que no necesitaba luz para navegar, que estaba bien así. No veíamos nada, salvo las luces de las casas y las parrillas que ardían con más fiereza. Cada tanto, Ángel paraba el motor y dejaba al aeroplano reposar. Nosotros, desconcertados esperábamos; y al instante aparecía una lancha que a toda velocidad e ignorándonos por completo nos pasaba a unos metros generando un gran oleaje. En ese instante, Ángel prendía el motor y maniobraba para poner al aeroplano de punta al oleaje. “Si te agarra de costado se te mete toda el agua adentro”, decía. El primer susto para nosotros llegó a los pocos minutos de partir. La misma situación pero con una lancha mucho más grande y a mucha más velocidad. El oleaje fue tan grande que Ángel no se animó a encararlo. Nos pegó de lleno en el costado haciéndonos saltar y mojándonos por completo. Sentí que éramos una mísera tabla de madera sobre un río revuelto y la oscuridad se estaba llevando toda la confianza que le teníamos a Ángel.
El resto del trayecto por Capitán fue más tranquilo. Hasta que llegamos al Paraná. Al doblar y alejarnos de las luces de las casas, el Paraná se posaba inmenso nuevamente, pero esta vez en total oscuridad. Lo único que se veía era el destello de las boyas. Una luz roja y una luz verde. Ángel siguió a la misma velocidad pero ésta vez el Paraná había levantado oleaje y decidió frenarla a cero para esperar. De repente nos encontramos en ese pequeño bote al ras del río, con nada más que la inmensidad de la noche, sobre una superficie gigante de agua a la que ni siquiera distinguíamos a un metro de distancia. Mi novia me apretó la mano y agachó la cabeza. Yo, con lo que mi estado grogui permitía, tenía que demostrar al menos un poco de confianza. Si nos asustábamos los dos estábamos perdidos. Le dije que saquemos una foto mientras Ángel empezaba a acelerar. La sacamos, guardamos el celular y nos dejamos llevar.
Mientras cruzábamos me acordé de mis amigos, los que se habían ofrecido a traerme. Pensé que los cuatro, a esa altura, ya estaríamos naufragando y posiblemente hundiéndonos en el medio de ese ancho y oscuro río, con el año despidiéndonos a nosotros. La misma sensación que tenía en ese momento, mientras Ángel atravesaba la inmensa e indescriptible oscuridad.