Blog

Por Lucía Romano
El fin de semana leí un cuento en el que las mujeres comenzaban a prenderse fuego por voluntad propia. Se llama Las cosas que perdimos en el fuego y está en el libro homónimo de Mariana Enriquez. Si los hombres nos quieren quemadas, pensaban, entonces vamos a instalar un nuevo tipo de belleza: el de la mujer deformada, ultrajada, violentada, colmada de cicatrices. Van a tener que acostarse sólo con mujeres así.
Hoy a la mañana me levanté, y mientras tomaba unos mates prendí el noticiero. Escuché el caso de Gina Certona, una chica de 20 años cuyo novio le había prendido fuego el 80% del cuerpo. La había desnudado y rociado con alcohol, y luego le había dejado las secuelas de su locura para siempre. Ella, como ocurre en la mayoría de estos casos, ya había denunciado los acosos a los que este tipo la sometía, pero su pedido de ayuda había quedado así, volando entre la indiferencia y la complicidad. Recordé el libro que acababa de leer. Me acordé que cuando lo terminé, había pensado: qué forma más rara encontró la autora para mostrar la violencia de género. Describía en sus páginas a las mujeres que, quemadas por elección, iban a tomar café a bares, hojeaban revistas con sus dedos chamuscados, y eran felices así, orgullosas de compartir su deformidad con otras mujeres.
Una forma exagerada, pero poética, de adueñarse de sus cuerpos, de decir: vos no me vas a prender fuego a mi, no sos dueño ni de mi piel ni de mi figura, y me adelanto a la barbarie y me zambullo en una fogata a la vista de todos. Era aventurado y de ficción, seguro. ¿Pero no es de ficción, acaso, que haya hombres que prenden fuego mujeres? La reacción contra eso tiene que ser, concluía hoy, también una locura.
Lo lindo del texto, creo, es que mostraba que ninguna está exenta de esa violencia. Y que ninguna mujer debe sentirse sola, ni observada, ni señalada. La vergüenza debería estar no en nuestra piel, sino en la piel de los que se creen con derecho a lastimarnos. Y ésa tiene que ser nuestra meta.
Etiquetas: Gina Certona, Lucía Romano, Mariana Enriquez