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Por Luciano Lutereau
Recientemente conversaba con una amiga editora sobre el interés que despierta la pornografía en estos días. Se han publicado diferentes libros sobre el tema, casi ninguno muy interesante. Y en los periódicos surgen diversos artículos que determinan que no sólo los hombres, sino también las mujeres la “consumen”. En términos generales, habría una suerte de curiosidad contemporánea en torno a la pornografía que es difícil no reconducir al deseo más tierno de la infancia: espiar la relación sexual entre los padres.
Al mismo tiempo encontramos el surgimiento de investigaciones al respecto, que buscan distinguir entre pornografía y erotismo, o bien entre porno y pos-porno, a lo que se suma la aparición de un nuevo género: el porno para mujeres. No soy un especialista en estas cuestiones, ni siquiera es un tema que reclame demasiado mi atención, aunque sí me interesa la actitud de quien quiere consagrarse a la erudición (académica o no) sobre esta temática. En última instancia, como todo aquel que quisiera posicionarse desde el saber en relación al sexo, no podría dejar de actuar una “moral perversa” (en la medida en que toda moral lo es).
Sin duda la pornografía es un producto masculino o, mejor dicho, basado en la fantasía masculina, cuyo deseo parcializa el cuerpo de la mujer y la reduce a un objeto de goce más o menos fetichista. No hay pornografía sin fetichismo. Actualmente estoy dirigiendo una tesis universitaria sobre la cuestión, y mis consejos como director son más bien modestos: le pido al tesista que evite no sólo empezar a moralizar, sino también la fascinación de considerarse un “enfant terrible” por escribir sobre pornografía.
El malestar de nuestra época queda grande a quienes apenas pueden provocar, porque nuestra cultura ya no puede ser interpretada como una versión del padre o la madre al que desafiar. El arte contemporáneo lo demuestra: el escándalo de hoy se convierte en la mercancía de mañana, es decir, el capitalismo absorbe todas las reacciones contraculturales en formatos apropiados y comercializables. Lo mismo ocurre con la pornografía, en el caso de quienes buscan elevarla al terreno de una discusión sobre el deseo y el erotismo con aires contestatarios, para mostrar un supuesto lado oculto de la normatividad sexual. Eso en las palabras está muy bien, en los hechos es puro autoerotismo.
Más interesante sería poder revelar por qué no se puede escribir sobre estos temas sin la sensación de herir el pudor o levantar un secreto. Como he dicho, esto se debe a que el deseo que une a la pornografía tiene una raíz en la sexualidad infantil y reprimida. De este modo, es por lo menos gracioso que haya toda una elaboración teórica en torno a cómo liberar los cuerpos a través de la creación de nuevas formas de pornografía o performances más o menos histriónicas. Nunca una justificación pudo hacer el menor movimiento para conmover el erotismo. Del saber sólo se puede gozar como onanista.
Por lo tanto, lo más valioso es interrogar el deseo que subtiende no sólo el interés actual por la pornografía, sino la posición de quien la consume. Y, en este punto, creo que sin el psicoanálisis es difícil llegar a decir algo interesante, que no sea una generalización vulgar o un número irrelevante (1 de cada 4 personas, y cifras semejantes que no dicen nada, ni sobre el deseo ni sobre el género). Por ejemplo, un rato después, con mi amiga editora hablamos de las parejas homosexuales, y le comenté que uno de los aportes más valiosos del psicoanálisis sobre el tema es haber disuelto la homosexualidad como una categoría homogénea. Hay diversas posiciones subjetivas homosexuales. Además, no sólo la homosexualidad femenina no es el contrario de la masculina, sino que tampoco es lo opuesto de la heterosexualidad. Nunca sin el psicoanálisis se habría podido llegar a esta conclusión, mal que le pese a los que creen que los estudios de género pueden prescindir del método analítico.
En este punto, volvimos en la conversación a la cuestión del deseo en la pornografía. En efecto, una parte del goce masculino en la pornografía (heterosexual) es homosexual, un goce homosexual y pasivo. En cierto varón que mira porno (llamémoslo “pajero”) el goce fálico es una defensa contra una satisfacción escópica (compulsiva). El verdadero placer que causa el porno es el de la mirada, antes que el del pene. Es una idea freudiana, la de que el falo es una barrera contra autoerotismo, por eso la conclusión va en sentido contrario al sentido común: no se ve pornografía para masturbarse, sino que la masturbación sirve para dejar de ver pornografía. Ahora bien, al mirar el varón no está en posición viril, sino identificado al goce que le supone a la mujer.
De esta manera, el uso que hacen ciertos varones del porno se sostiene en la fantasía de lo hermoso que sería ser una mujer en el acoplamiento. Esto, para mí, explica dos aspectos: por un lado, por qué el porno se fue haciendo cada vez más hard en los últimos años (con el protagonismo del sexo anal); por qué es necesaria la eyaculación como un factor estructural (para que ese goce fantaseado no sea angustiante).
Tengo la firme convicción de que el psicoanálisis es el único método que investiga las formas del deseo y el erotismo, a pesar de las resistencias que todavía genera en las ciencias sociales, resistencias que las dejan más cerca del periodismo de estadísticas que de una ciencia. Creo que sin el psicoanálisis es imposible dar cuenta de un tercer factor que participa en el deseo masculino que se realiza en la pornografía: por lo general, que surja en momentos de aburrimiento o cuando hay que escapar a una presión. La relación entre el goce plano del aburrido, la fantasía de una posición femenina y la masturbación como respuesta, estructura básica del deseo en el consumo masculino de pornografía, sería imposible de descifrar sin el psicoanálisis.
Etiquetas: Luciano Lutereau, Pornografía, sexualidad