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Por Luciano Lutereau
Todo fumador sabe que fumar “es perjudicial para la salud” (causa problemas en el embarazo, disminuye la potencia sexual, etc.). En efecto, los paquetes de cigarrillos tienen incluso imágenes dramáticas que lo demuestran y, sin embargo, nunca esta información ha impedido que alguien dejara de fumar. Quizá por eso las empresas tabacaleras admiten que esas leyendas e ilustraciones se incluyan; porque saben que son ineficaces. He aquí una falacia de los discursos de la prevención: no sirven… más que para moralizar, dejar algunas conciencias tranquilas y hacer lo contrario.
Porque el saber es impotente para actuar. Nadie decide nada a partir de la información que conoce más o menos bien. ¿Por qué se sigue fumando, a pesar de todo? Se dirá que se trata de un vicio. Sin embargo, la respuesta es mucho más afín al psicoanálisis (antes que una consideración de dependencia fisiológica). Podríamos decirlo de este modo: el fumador sabe que fumar es perjudicial para la salud, pero no lo cree. Esta distancia entre el saber y la creencia es lo que en psicoanálisis llamamos “represión”. Veamos mejor este punto.
Un muchacho me consulta en cierta ocasión y, después de algunas entrevistas, relata una dificultad en su trabajo: suele pelearse con su jefa y discutir por diferentes tópicos, en los que él demuestra tener la razón pero, aun así, se siente disminuido y molesto. Le dije, entonces, que por más argumentos que él esgrimiera, en una situación disimétrica nunca alcanza con ofrecer motivos, sino que el otro quiera creerle. Esta circunstancia expone no sólo que el saber se encuentra subtendido por el poder –como ya lo desarrollara Michel Foucault– sino que este último es también un asunto de creencia. Este aspecto explica muchas de las discusiones ordinarias, en las que apenas justificamos lo que decimos porque el otro aún no cree lo dicho.
En este punto, la maniobra del análisis es inversa. El analista es un creyente, pero que cree en el decir del analizante; y tanto cree en este decir que admite incluso la mentira de los dichos. De este modo, podría parafrasearse la sentencia freudiana que afirmaba que en un análisis se trata de “hacer consciente lo inconsciente” en los siguientes términos: se trata de “creer lo que se sabe”, o bien: “creer lo que no se sabe que se sabe”.
En esto consiste ir más allá de la represión, cuando en la vida cotidiana nos la pasamos elidiendo el saber de la creencia. Es la estrategia habitual del neurótico, que demora o no extrae las conclusiones de lo que dice, para evitar encontrarse con un conflicto que pueda obligarlo a tomar una decisión. El neurótico deja el saber en estado de “no sabido”. Por eso su posición habitual ante el acto es la de “No sabía” (“No me di cuenta”), como una forma de reconocimiento culpable, que afortunadamente no suele ser admitida por casi ningún interlocutor cuando devuelve el mensaje invertido (“Vos tenías que saber”). Este es uno de los descubrimientos freudianos: la imputación de saber que, en el autorreproche obsesivo, encuentra su mejor exponente.
Por último, esta distinción entre saber y creencia es fundamental para evitar la recaída del psicoanálisis en una suerte de conductismo. Hace poco una colega me comentaba un caso en que un niño portaba rasgos de una sobrexcitación erótica temprana; ella vinculaba esta situación con que el niño (de 6 años) todavía viese a la madre cambiándose. Su intervención fue sugerirle (¿prohibirle?) a la madre este hecho. ¡Qué cosa no se explica hoy en el lacanismo con el “estrago materno”! ¿Por qué hemos caído en la torpeza de dejar de pensar el Edipo, a cambio de un término de moral doméstica? Mi respuesta en la supervisión fue ubicar el fracaso de la represión, en la medida en que lo propio de ésta es también inhibir la percepción.
“Lo veo, pero no lo veo” es el efecto subjetivo de este acto psíquico, que hace que los neuróticos casi no presten atención a los detalles, o bien que sólo vean lo que saben… sin creer en lo que ven. “Tengo que verlo para creerlo”, dice el refrán popular, cuya otra cara es ubicar al “Tuerto en reino de los ciegos”. El perverso, en cambio, ve. Esto es lo propio del fetiche, y sus excedencias en el exhibicionismo y el voyeurismo; mientras que el neurótico suele quejarse de que “no la vi venir”, “no la veo ni cuadrada” y otros indicadores de la represión.
En este punto, de regreso en el caso anterior, antes que andar diciéndole a una mujer cómo debe vestirse ante su hijo, lo que en última instancia es un gesto policíaco, se trata de pensar qué posición tiene el niño que aún goza de la mirada. Para dar cuenta de este aspecto es necesario reflexionar en torno al Edipo como estructura de subjetivación, que instaura la división entre saber y creencia (y que permite, por ejemplo, que un niño pueda empezar a estudiar sin quedar tomado por la erotización del saber). En el caso mencionado, pensamos una intervención que fue propicia: recuperar el juego a nivel de las trampas que impone la verdad sobre un contenido cualquiera (y que demuestra la frase “No te lo puedo creer”). Este desdoblamiento no podía tener otro efecto que el constituir al otro en un lugar de saber faltante (y un saber en falta no es lo mismo que falte el saber). No por nada, en el seminario El deseo y su interpretación, Lacan ubicaba la represión a nivel de la constitución de este Otro cuya mirada puede estar velada. Un saber velado, constitutivo de la infancia, hasta que la pubertad vuelva a instalar la eficacia de la creencia.
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