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Por Federico Capobianco
Cuando llegué, Marcelo Mosqueira estaba dibujando, en silencio, acompañado solo por la voz del conductor de televisión que, esta vez, salía por la pantalla de la pc y que, por su bajo volumen, parecía venir desde lo lejos. Me recibió con la amabilidad que lo caracteriza: un gesto casi silencioso que parece ser parte de la casa donde vive, porque, instantáneamente, yo empecé a hablar muy bajo también. Nos saludamos, nos preguntamos cómo estábamos y él volvió a sentarse en su mesa de trabajo: parecía haberle faltado algo.
Lo entendí: hay dos momentos a la hora de crear. Uno es el relámpago de inspiración y el otro la planificación del trabajo. En uno de sus recontra trillados consejos para escribir, Hemingway decía que había que dejar la situación más o menos ordenada pero sin terminar, con la idea todavía en la cabeza había que detenerse y alejarse. No antes ni después. Yo creo haber llegado antes, le faltaba algo en su dibujo para dejarlo ahí, a la espera del retorno.
Durante esos segundos que tardó me fijé en su enorme gato blanco que me miraba desde la mesa, intercalando con unos arañazos a mi mochila. En algún momento, el gran dibujante Carlos Nine dijo que “todo buen dibujante debe tener gatos”. Recordé la frase y lo miré trabajar. Indiscutiblemente, Mosqueira es un buen dibujante.
¿Cuándo fue que descubriste que el dibujo era el camino a seguir? ¿Hay algún momento en particular que haya sido bisagra?
Dibujar, dibujé siempre. Te diría de toda la vida, de chiquito. Pero hasta unos años antes de mis cuarenta lo hice como un hobby, hasta escondido. Un día mi hermana me dio unos datos que había visto en una revista sobre un concurso Iberoamericano de comic; y mandé. Era el 2001, esa época terrible, y yo estaba muy mal. Preparé una historieta de dos páginas y me convocaron para una muestra en el San Martín. Ahí fue cuando vi que podía ir más allá con el dibujo.
Si bien fue unos años después, ¿cómo repercutió Fierro en tu desarrollo interno, en tu forma de percibirte como dibujante?
Para mí fue una satisfacción. Yo iba a la redacción de la Fierro anterior, en la primera etapa. Fui como tres o cuatro veces, no llegué a publicar pero fue un aprendizaje. Además, cada vez que iba a La Urraca -la editorial- me encontraba a personas como Carlos Nine, Alberto Breccia, Hasta que en los noventa cerró.
Cuando vuelve a aparecer, a los dos años que estaba saliendo la nueva Fierro, mandé. Fueron cinco laburos de ilustración como para tapa y me respondieron que le gustaba pero que no era lo que buscaban en el momento. Me embalé. Empecé a mandar un laburo por semana pero ni siquiera me respondían. Y yo seguía todas las semanas mandando un dibujo. Estuve dos años mandando así. Era más un desafío de ganarle por cansancio que otra cosa. De todas formas algo se rumoreaba, conocidos me decían que me estaban teniendo en cuenta. Pero hacía dos años que no tenía noticias. Hasta que no mandé más, no me quieren, pensé. Pero pasaron unos días y me llamaron. Primero hice en una página en un suplemento, después un cuento, después la tapa de un suplemento, después la tapa, la otra. Llegué a hacer tres tapas.
La satisfacción fue grande. Rememoraba el que era yo veinte años atrás, que iba con esa ilusión de querer estar ahí; era la alegría de aquel chico. Me decía a mí mismo que lo habíamos logrado.
¿Y en lo externo?
Eso está bueno. Uno ya sabe quién es y lo que es, pero para el afuera necesitás demostrarlo. Como una chapa de “yo estuve acá”, “hice esto”. Para eso sirve.
El humor o el mensaje que se ve en tus dibujos suele percibirse como efecto secundario, es decir, lo que primero se recibe es una especie de sopapo nada simpático, ¿cuál crees que es el efecto principal del arte?
En el tipo de arte que pretendo hacer sí busco que haya algo, un contenido, dentro de lo que a mí me interesa. Es siempre lo mismo: las cuestiones humanas, la angustia, la angustia existencial, la muerte. El mecanismo del humor está bueno porque rompe barreras pero para llegar a un lugar, si te quedas solamente en la provocación, queda algo vacío. Cuando a veces lo logro, que muy pocas veces lo logro, queda algo hasta poético te podría decir. Ahí me da una satisfacción plena de ver un dibujo mío y decir “me gusta”. No ocurre mucho.
¿Ese es el objetivo que debería tener el arte entonces? Porque no se ve en todos lados.
Cada uno hace un camino. Yo me reconozco dentro de los dibujantes que yo admiro y que buscan eso. Hasta me he sorprendido con Topor, un dibujante que me encanta, cuando empiezo a ver cosas, que ahora con Internet siempre aparecen cosas, y encuentro semejanzas con cosas que hice o imaginé. Es muy loco porque nunca las había visto. Vamos por un camino común porque, bueno, somos humanos y los caminos se comparten.
Dijiste que con internet siempre aparecen cosas, ¿en qué te beneficia como herramienta?
Cuando iba a la redacción de Fierro, hacía el viajecito con la carpetita y esperaba que me atiendan. Eso se agilizó mucho porque ahora va todo digital. Y después las redes me han ayudado para vender obras, conseguir laburos, invitaciones a muestras. Toda esa parte la tomo como positiva porque me parece buenísima.
Recuerdo la entrevista que te hicieron hace algunos años en Página 12, la cual titularon “La imaginación habitada por el terror”, ¿Es causa o consecuencia ese terror? Es decir, ¿tus dibujos parten de miedos internos o es lo que buscás que generen independientemente de lo que te suceda?
Fundamentalmente es reflejar algunos fantasmas propios que, por consecuencia, más de uno pueden sentirse identificados con esos miedos. Específicamente, mi última tapa en Fierro salió de un sueño, el cual me es recurrente, donde yo me levanto y faltan pedazos del piso, no había nada abajo, solo infinito. Y traté de dibujar eso. Es muy difícil que algo onírico, que soñaste, quede como una obra. Generalmente cuando uno tiene un sueño y se empieza a despertar, te termina pareciendo una pavada.
¿Por donde se empieza a bajar ese sueño al papel?
Tenés que poner los pies en la tierra y tener un punto de referencia. Con ese sueño empecé por la habitación, a ese lugar concreto después lo empiezo a desarmar. Despacito. Le voy a agregando cosas. Lo último que le agregué fue el gato que tenía y que había desaparecido.
En tus dibujos la crítica política dispara para todos lados, sin condescender ni “transar” con nada ni nadie. ¿Crees que de otra forma se coartaría el rol del humorista gráfico?
Hay de todo. Hay dibujantes que al trabajar en un medio están condicionados, porque es un laburo y hay una línea editorial que te dice qué podés haces o por dónde tenés que ir. Yo, al estar solo, no tengo esos condicionamientos, hago lo que quiero. Es principalmente por eso, porque si quisiera publicar esos laburos en algún medio no los aceptarían.
En ese aspecto, ¿cómo funciona el humor gráfico en un terreno tan absorbido por la polarización política?
Es variado. Y algo que ocurre mucho desde hace un tiempo, es que hay una mirada hacia eso que se renueva. Yo me veo dibujando algo que no tiene nada que ver y alguien le encuentra tal o cual referencia. Y otra cosa que pasa, es que muchos dibujos que tienen dos o tres años, y que yo vuelvo a subir, antes tenían una mirada y ahora tienen otra. Recuerdo dibujos que fueron muy criticados por kirchneristas y que al resubirlos ahora les gustan. ¡Y es el mismo dibujo!
¿Y cómo te llevás con eso?
Ahora opté por poner el dibujo en la red social y no decir nada, no leo ni respondo las críticas. Que cada uno diga lo que quiera. Tratar de explicar un dibujo es imposible. Demasiado que me tomo el laburo de hacerlo. Hacer un dibujo es algo muy trabajoso, uno se está peleando con un montón de cosas. Si tengo que defender una obra en particular lo hago y lo he hecho. Pero ahora digo ya está, yo ya hice mi laburo y listo. Una vez, en una entrevista al escultor Iommi, el periodista le pregunta “¿con esto qué quisiste decir?” y Iommi responde “que se yo, que se arreglen los otros”. Creo que es eso.
¿Qué opinión te merece el arte local en su conjunto: la actividad pública y la privada?
Hay una gama variada. Cada uno hace su camino como puede. Lo que veo es como cierta reverencia a los lugares públicos y sus figuras. Acá hay un Museo que pertenece al Municipio y hace lo que puede y está perfecto. Yo siempre sentí que lo que yo hacía no encajaba con eso. Y se ve que de esos lugares te quieren agarrar y no, ahora no, yo ya hice mi camino solo, ahora no quiero que me den nada. De chico teníamos una banda de artistoides y todo lo que era el Museo o lo establecido eran los contrarios. Y es eso y sigue siendo. Yo no quiero pertenecer a eso. Pasa un poco por ahí y otro poco por el orgullo.
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Etiquetas: Dibujante, Marcelo Mosqueira