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Por Luciano Lutereau
En una ocasión reciente me sorprendí ante la pregunta de una mujer que me consultó por teléfono: “¿Cuánto dura la sesión?”. Me resultó simpática su inquietud, por lo cual la interrogué respecto de su motivo. Ocurría que ella no estaba dispuesta a pagar por menos que cincuenta minutos de sesión… En este punto, la situación se volvió engorrosa como para hablar por teléfono y la cité en mi consultorio para que tuviéramos una primera entrevista.
En el transcurso de nuestro primer encuentro en persona, no quise dejar de retomar su malestar respecto del tiempo de la sesión. Me dijo que ella necesitaba tiempo para hablar, y estaba cansada de los tratamientos de veinte minutos de las obras sociales o de las sesiones cortísimas de los lacanianos. Respecto de esta última indicación, no pude dejar de levantar el guante porque, a decir verdad, ella no había dejado de consultar a un psicoanalista que, al menos en ciertos lugares, es nombrado cerca del nombre de Lacan. Le dije, entonces, que yo no pensaba mi trabajo como un servicio en el que se intercambia cantidad de tiempo por dinero; por lo tanto, la duración de las sesiones no podía depender de algo preestablecido, y le propuse la siguiente imagen: “Seguramente usted no se fija en el tiempo que un plomero demora en reparar una cañería; por lo tanto, en su interés por contar con tiempo de sesión se expresa algún otro aspecto: que podría ser justificar el dinero que emplea, o bien una proyección de la ansiedad relativa a los temas que necesita hablar, o incluso la impresión de que no alcanzará a contar lo que quiere decir, entre otras cosas. Sólo usted puede saberlo. Le propongo que lo piense y, si fuera el caso de que le interese conversarlo conmigo, llámeme de nuevo”.
Ahora bien, esta no fue la única ocasión en que tuve que recurrir a la metáfora del plomero. En otra circunstancia, recuerdo el caso de un muchacho que canceló su sesión a último momento y, a la semana siguiente, cuando le requerí el dinero de la anterior, se mostró molesto. Entonces le dije: “Si llamaras a un plomero, ¿qué haría?”. “Me cobraría igual –dijo–, pero yo no vine y te avisé”. “Ya lo sé –le dije–, pero yo no puedo asumir un compromiso tuyo, porque si no la pagaras vos… la estaría pagando yo, y no creo conveniente que yo pague tu análisis”. Frente a su obstinación, continué: “Si querés, puedo pagar yo tu sesión, pero sólo si me lo pedís”. Así, la situación se fue volviendo cada vez más irrisoria. Y lo más importante fue la puesta en forma de una distinción crucial para el inicio de un análisis: no es lo mismo pagar que gastar. Sólo quien tiene el sentido de una deuda puede analizarse, mientras que quien calcula el análisis como un gasto entre otros seguramente va a tratar de minimizar el costo para “no tirar la plata”.
En absoluto se trata aquí de una cuestión interpretable como retención neurótica, porque el obsesivo cuenta con esa disposición moral que hace que incluso cuando busca calcular una pérdida la termine efectuando. La coordenada que aquí importa deslindar es otra: se trata de aquellos casos en que no sólo no está constituida la culpa como modo de relación con el otro, sino tampoco la vergüenza ante la propia posición. Hace unos años, en un seminario Silvia Bleichmar ubicaba la importancia de conmover esa actitud contemporánea por la cual alguien sólo paga una sesión para poder regresar a la siguiente… y el día que decide no regresar omite el pago.
No obstante, ¿por qué debería pagarse un análisis? En efecto, un análisis puede pagarse de muchas maneras. El dinero suele ser una vía privilegiada, no sólo porque a posteriori se convierte en un instrumento para el analista, sino porque también en una sociedad capitalista encubre relaciones de poder que son materia misma de que está hecha la neurosis. Y, en este sentido, así como digo que un análisis debe pagarse, también enfatizo que no debe pagarse “de más”. Recuerdo el caso de un empresario que en cierta ocasión, cuando le comuniqué mis honorarios, dijo: “Yo podría pagar mucho más que eso”. “Si usted me pagara más, seguro yo querría que vuelva sin condiciones”. Además, de regreso al motivo de la culpa mencionado antes, la tradición muestra que también el pago puede ser una manera de querer ganarse el cielo.
Este puede ser un modo de entender por qué Jacques Lacan decía que ni el rico ni el religioso entran por la “puerta estrecha” del análisis. Por cierto no se trata de que la gente adinerada o los creyentes no se analicen, porque no se trata de lo que alguien tiene o de la creencia, sino de la posición en que se encuentran. En un análisis hay que pagar por algo más que tiempo, que, como tal, no tiene precio; y pagar no significa asumir una posición sacrificial (que muchas veces ratifica una actitud culposa), sino simplemente dar algo a cambio, poner una parte, en un encuentro que sale del circuito de los bienes que se consumen y gastan.
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