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Por Sergio Frugoni
Mi abuela reza porque sabe que en los pajonales ellos, los que la buscan, la esperan. Al alba, la niebla respira como un animal dormido sobre el campo.
Salimos temprano para llegar a la misa de seis. Todos los días durante el último mes. La abuela dice que si ellos se deciden no hay misa que valga, por eso reza y reza. En latín.
Cuando salimos por el camino de tierra el caballo rompe la niebla con el hocico, como un barco en el mar. Lo del barco lo vi en un libro en cuentos. Cuando llega la noche la abuela me arropa y deja al lado de la cama el mismo libro de siempre. Aunque no sabe leer, el cura del pueblo le regaló una caja con libros que ella guarda en el galponcito de las gallinas. No sé por qué, pero cada tanto saca uno nuevo y me lo deja al lado de la cama. No me dice nada. Deja el libro y se va. La última vez fue uno de un chico que vivió tres días adentro de una ballena. Iban en un barco y para que no los hunda la tormenta los marineros lo tiraron al mar como una especie de sacrificio, pero como el chico tenía la bendición de los santos vino una ballena gigante que se lo tragó. Pero no fue para comerlo sino para cuidarlo durante tres días. Tres días y tres noches. En la panza de la ballena el chico rezaba, igual que la abuela. Diosito lo escuchó porque era de su pueblo querido y entonces la ballena fue hasta la costa y lo escupió en la arena. La abuela dice que nosotras también somos del pueblo querido de Dios. Que él nos protege de los gitanos y la gente mala. Pero hay que rezar. Como el chico de la ballena.
Siempre que salimos de madrugada, la abuela me pone el saco y un poncho por el frío. La escarcha lastima si los dedos tocan los yuyos así que también voy con guantes. La ayudo a ensillar el sulky. El pardo larga humo de la nariz, a veces abre la boca y me muestra los dientes como si fuera a reírse con una risa rara.
Ayer, cuando estábamos preparando al pardo vi que la abuela tenía la mano vendada. En un movimiento que hizo con el apero le vi dos líneas rojas que salían abajo de la tela. Se nota que le dolía a la abuela, porque cuando se corrió la venda hizo un gesto de dolor y se acomodó enseguida. Me di cuenta de que no quería que yo notara el chorrito de sangre porque enseguida me mandó a buscar una pavada al galpón, como sacándome de encima. Algún día le voy a preguntar si cuando llora a la noche es por esos tajitos que le veo en la mano o si es porque extraña al abuelo Fermín. No creo que me conteste. Siempre es lo mismo, cuando le hablo me da un libro o me pone a rezar el rosario.
Los domingos la abuela se pone más nerviosa que nunca. Castiga al pardo de más para llegar rápido a la capilla de Vela. El pobre llega al pueblo con la lengua afuera. Seguro que le duele el lomo por los varillazos de la abuela. La última vez tuve que gritarle para que dejara de castigarlo. El sulky agarró dos pozos seguidos y casi nos vamos a una zanja. Ella después me pidió perdón y me dio dos besos en la frente. Estaban en lo oscuro, con las orejas paradas saliendo de la niebla, ¿me entendés chiquita? Les vi los pelos negros. Corrían entre los yuyos como desesperados. Si no apuraba el tranco del pardo seguro me agarran.
La cara de la abuela es hermosa cuando reza. Blanca como un pañuelo recién lavado. Cuando me besa a la noche tiene olor a lavanda y jabón. Su papá vino de Polonia en un barco lleno de otra gente. La abuela nunca me contó si nació en el pueblo o en el barco, como alguna vez le escuché decir a mi mamá antes de que se vaya al cielo. Lo que también decía mi mamá es que la abuela era la mujer más hermosa del campo, que todos los hombres la buscaban pero que ella era fiel al recuerdo del abuelito Fermín. Todos los hombres la querían para ellos. El gitano que hacía magia también. Ese era el peor de todos. No te acerques al rancho del gitano, no juegues con los perros del gitano, no toques la tranquera del gitano. Y si te habla, salís corriendo.
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La abuela no sabe leer y escribir como yo, pero reza en latín. Aprendió de tanto ir a misa. Salve Regina, mater misericordiae, vita, dulcedo, et spes nostra, salve. De tanto ir con ella todas las mañanas yo también aprendo a rezar para que no nos agarren los perros del gitano.
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Las piernas quedan como dormidas después de escuchar una misa entera de rodillas. La madera del banco deja la piel colorada y ardiendo pero me contengo de frotarla con las dos manos. No quiero que la abuela piense que me disgusta acompañarla a rezar. La miro de reojo cuando llora mientras pronuncia sus oraciones en latín. A veces mezcla palabras que no entiendo y otras repite perdoname virgencita, perdoname virgencita como si no fuera ella. Entonces me da un poco de miedo de que se vuelva loca porque cierra los ojos con fuerza y clava las uñas en la madera del banco. Pero soy fuerte, me quedo a su lado y trato de repetir las palabras santas con devoción. La capilla a esa hora está medio vacía. Desde lo alto, la estatua de San Cipriano también parece que reza. Cuando la misa termina y el cura nos despide la abuela pone pedacitos de tela de sus vestidos más queridos a los pies del santo. Como deja sus ofrendas todos los días, las telas se han ido amontonando, algunas se caen y el viento las lleva por los bancos de la capilla. De pronto, cuando rezo mirando el piso, las veo pasar entre mis rodillas enrojecidas como si fueran mariposas.
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Ayer a la noche la abuela se despertó en sueños. Desde la puerta entreabierta la vi cuando salió con su camisón flotando como si un viento subiera desde el piso. Estaba descalza pero caminaba decidida sin importarle el suelo polvoriento. Cuando llegó a la tranquera hizo unos sonidos quejosos, entonces se levantó un costado del camisón hasta dejar al descubierto el muslo izquierdo y empezó a mover la mano de izquierda a derecha como si estuviera espantando moscas sobre la pierna. De lejos, su largo pelo gris, siempre hermoso y recién peinado, estaba como sucio. Me pareció raro porque la abuela siempre se preparaba para dormir como si fuera a misa. Pero ahora, bajo la luz de la luna, unas crenchas arratonadas le salían de los costados de la cabeza. Había un olor desconocido en toda la casa, como a carne quemada y descompuesta.
Hoy a la mañana no me animé a preguntarle nada. Ella estaba como siempre, con su brillo triste y abnegado. Armamos al pardo y salimos. El sulky traqueteaba despacio. La abuela no lo apuraba, más bien lo dejaba suelto para que trote a su gusto. A unos metros de la tranquera, en la semioscuridad de la mañana una lechuza estaba parada en un poste. La niebla le cubría casi todo el cuerpo como un tul sagrado. Al vernos, la lechuza dio un grito extraño y giró la cabeza por completo como si fuese un trompo. Quise decirle algo a la abuela pero ella estaba mirando para el otro lado del camino, con la vista clavada en los pajonales espesos. Iba erguida como nunca la había visto antes. Seguimos así, en silencio, menos de una legua, hasta llegar a una bifurcación que yo no conocía. La abuela había acelerado el trote del pardo. Ahora miraba los costados del camino con los ojos muy abiertos. En mi cabeza, toda su blancura se mezclaba con la niebla como si el campo y ella fueran una misma cosa. Me dio alegría cuando vi asomarse a las orejas negras. Unos pelos oscuros subían y bajaban a los costados del sulky haciendo que toda la piel brumosa del campo se ondulara como un mar.
La abuela chasqueó la lengua varias veces, como nunca la había oído antes, no sé si para el pardo o para ellos. Después, con un tirón de riendas enfiló el sulky hacia la tranquera abierta del gitano.
Etiquetas: Sergio Frugoni
[…] segundo cuento es el que da título al libro. Fue publicado en Polvo en 2017 bajo el nombre de Tranquera abierta. Una abuela y su nieta viajan en sulky por la calle de tierra. El campo es inmenso y la niebla […]