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Por Mercedes Dellatorre
Aunque Netflix se enorgullezca de haber llenado las arcas de sus accionistas gracias a su talento para empachar televidentes con series y documentales en primera persona, aunque las grandes salas se achiquen y los video clubs continúen engrosando la pira funeraria sobre las otrora canchas de paddle y los laverrap, aún así, el cine se resiste a morir. Lo mismo pasa con las brujas. No existen, pero que las hay, las hay.
Con la fragilidad de un lenguaje en vías de extinción es que, ya sea como una resistencia a dejar lo que ya fue, como un homenaje o como una sutil manera de aprovechar lo que alguna vez funcionó como un hit, la película The love witch (2016) se va filtrando en los lugares en donde ya casi nadie pasa, se cuela en una página pirata o se exhibe en salas de festivales con la expectativa de convertirse en un “nuevo clásico” del cine clase B.
Esto no sólo se debe a que la estética de la película es una reinvención de los thrillers Technicolor de los sesenta sino que -y valga esto como la hipótesis que late bajo esta reseña- para que una representación artística entre dentro de esta categoría, debe dialogar de alguna manera con su propia época. Esto es lo que sucede con el personaje de Elaine (Samantha Robinson).
Elaine es una bruja, pero no una bruja de las típicas. No es la bruja que inauguró el siglo XXI, escondiéndose en los bosques para asustar a los nerviosos adolescentes del proyecto Blair. No es, tampoco, Sabrina, la bruja que la inocuidad de la televisión disminuía a la categoría de pícara. Elaine es una bruja joven y sexy que decide esconderse en un pueblo perdido del norte de California después de la misteriosa muerte de su amante. Y, por supuesto, hace todo menos esconderse.
Porque lo que se ve de Elaine, además de su cuarto de pócimas, es que seduce a los hombres con sus hechizos y a las mujeres con su particular estilo. Aunque, en verdad, a los hombres también los seduce con su belleza. No puede evitar seducir a quien se cruce en su camino. Porque, y tal vez habría que empezar por acá, da la sensación de que Elaine podría tener a quien quisiera sin hacer ningún conjuro. Lo nuevo de este clásico, entonces, no radica en su estética sino en su argumento y en el grado de identificación que su protagonista genera.
No es una novedad que el cine sea el reino de los arquetipos. Lo más interesante de la bruja “sexy” tal vez sea que responde a un arquetipo de doble entrada, no sólo porque contiene en sí una contradicción entre lo oscuro y lo bello, sino porque habla simultáneamente de los temores y las fantasías de los hombres y, al mismo tiempo, de la visión poderosa que transmite a las propias mujeres. Porque Elaine, a través de sus poderes ocultos, va dejando un rastro de hombres en su estela. Y lo llamativo de esto no es que ella les resulte irresistible, sino que ninguno de ellos puede enfrentarse al poder de las emociones que les genera: como si lo masculino se hubiera vuelto vulnerable en extremo. Es por eso que se vuelve necesario repensar si en la película, más que el amor romántico, no subyace una idea del amor como una necesidad de contención materna, y en lugar de en obtener hombres enamorados obtuviera niños.
En este sentido, es interesante observar que la bruja arquetípica suele ser una vieja. La “vejez” de la bruja no sólo representa la fealdad sino que, al mismo tiempo, contiene su imposibilidad de procrear. Es decir que la bruja arquetípica no puede ser madre porque, más allá de su supuesta maldad, está imposibilitada de serlo. O, justamente, es una bruja por eso. Podríamos preguntarnos si el poder de la bruja se debe a que crea porque ya no procrea. En cambio, el personaje de Elaine, por ser joven, tiene algo que la vulnera. Elaine tiene el corazón roto porque fue rechazada como mujer. En este sentido, es una Medea moderna. Mata, pero mata, porque antes amó. Nos encontramos, entonces, ante una tragedia de índole feminista.
En su ensayo Placer Visual y Cine Narrativo, Laura Mulvey se ocupa de interpretar los códigos cinematográficos a través de una lectura de género. Para Mulvey, la mujer como representación significa castración, ya que el cine induce mecanismos voyeurísticos o fetichistas para burlar su amenaza. Para explicar esto, retoma el término escoptofólico, que podría traducirse como el placer de mirar a otras personas como objetos eróticos. A este concepto lo contrapone a la libido del ego, que entiende como los procesos de identificación que funcionan como mecanismos con los que el cine ha jugado. Mulvey dice que, dentro de esta dualidad: voyeurismo versus identificación, la imagen de la mujer puede aparecer como materia prima (pasiva) para la mirada del hombre (activa), o como una figura de identificación destinada a las mujeres mismas.
En tanto tragedia feminista, podemos preguntarnos si el personaje de bruja sexy, opera como materia prima de la mirada masculina o como referencia e identificación para otras mujeres. La respuesta, a esta altura, es obvia. La capacidad de generar empatía (literalmente, sentir su padecimiento, su pathos) de este personaje radica en su herida. Y es esta herida, en tanto dolor que se actualiza lo que, de algún extraño modo, la justifica. Y es así como en el mismo deseo vengativo de Elaine, reconocemos a muchas otras mujeres que anhelan redimirse.
Es posible que uno de los motivos por los cuales tanto el cine como el aspecto femenino permanezcan dentro de una disyuntiva, es que la acción de ser visto es lo que objetiva mi propia valía. La mirada del otro opera como juicio externo -la escena del bar en la que a coro cantan: “quemen a la bruja” mientras intentan violarla da sobrada cuenta de este punto- y, al mismo tiempo, legitima. Es la misma necesidad de ser constantemente admirada o, cuando menos, tenida en cuenta, lo que la posiciona dentro de una estructura de poder y su contracara: la debilidad.
Elaine no es una verdadera bruja, fundamentalmente, porque aún necesita de algo que la complete. Del mismo modo, retomando la imagen de los locales como marco que contienen tanto un blockbuster como un laverrap, también puede decirse que la brujería opera como el marco perfecto ya que -en un mundo de gente desesperada por conseguir lo que quiere- la magia siempre generará un hechizo narcisista.
Etiquetas: Feminismo, Mercedes Dellatorre, sexualidad