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Por Fabián Claudio Flores | Fotografía: Pedro Natalizio
Era martes. Odio los martes. Odio los martes de junio y sobre todo si no hay (al menos) un poco de sol. Y en este tedioso pueblo, pocas veces se asoma.
Esa mañana la vieja me despertó un poco más temprano que de costumbre, con una mirada extraña y los ojos más huraños. Casi no dijo nada; sólo me balbuceó: “se colgó otro”, mientras me tiraba La Razón sobre mis pies, al borde de la cama.
Miré a un costado y vi entre las cortinas opacas por el tiempo que todo lucía gris. Miré hacia el otro y, como todas las mañanas, le pedí al Gauchito que me ayude a seguir. Creo que hasta él está cansado…
Después tomé coraje para levantarme. No podía permitirme que todo siguiera igual.
Al rato, volvió la vieja con los últimos cincuenta pesos del mes y me pidió que fuera a comprar dos leches y medio de pan al almacén del Beto, ahí en la Circunvalación. Por momentos pensé en decirle que no, pero después recordé que este martes no iba a ser un día más, y que no podía desaprovechar más las oportunidades.
Por más que era martes, igual pensé en vos. Pensé más que nunca, o mejor dicho como siempre. Ya me estaba acostumbrando a pensarte, añorando el sabor agrio del último beso (que fue un martes) después de fumar un último pucho regalado, en la Terminal.
Me había despertado recordando aquella primera noche que te cruzaste en mi camino, en vísperas del fin de año. También era un martes; salías del baño de Ozono con todo el sudor y el alcohol a cuestas. No pude dejar de mirar esos ojos y ese pelo que me incitaba a la aventura. Vos también me miraste, aunque lo sigas negando. No pudiste evitar desear mis tetas que asomaban de la musculosa blanca profanada de cerveza. Después te perdí entre las luces, la noche y los cuerpos que crujían al ritmo de la cumbia.
Quisiera maldecir aquella noche con mi angustia contenida; pero no puedo. Me quedé más de una hora esperando en la puerta para verte salir. Tu desdén me azotaba el alma, pero mi esperanza y borrachera eran más fuertes. Cuando saliste a los tumbos con las primeras luces del día, mis ojos se clavaron en tu escote, en tus ojos y en tu pelo (como cuando te escabulliste en el pasillo del baño). No dudaste en irte conmigo, aunque eso también lo sigas negando.
Me guardo ese comienzo. La violenta entrada clandestina al predio abandonado de la Glaxo en las primeras horas del día y el frío que erizaba tus pezones y los hacía más sugestivos aún. Los besé con desmesura mientras la calentura aumentaba sin parar. Jamás podría olvidar esa invitación al deseo. La mezcla de transpiración y el perfume de la noche eran la excusa perfecta para la tormenta de besos y manoseos que vino de después. Todo era humedad. Hoy eso parece lejano, o no tanto, porque lo sigo inmortalizando en mi ritual onanista.
Ese martes arranqué a la vida pasadas las diez. Los planes eran pocos pero firmes. Tomé tres mates amargos y huí.
Caminé mucho ese martes. Salí de la casa padeciendo el paisaje contorneado por un cielo muy plomizo. La última torre en pie de la Lequeyo custodiaba el silencio de ese día de invierno; y el frío, ese puto frío que siempre me vincula a vos. El frío de la primera madrugada en la fábrica desmantelada, el frío de las noches de lujuria en los descampados de la de Tomaso y el frío de aquella tarde, cuando sin anestesia planeaste la despedida.
Transité diez cuadras en silencio, pura afonía interior. Pasé por la terminal solo para ver esas paredes gastadas por la desidia, esos negocios detenidos en el tiempo y el banco donde me senté a verte ir; porque vos te fuiste, o mejor dicho quisiste escaparte de la mareta pueblerina. Me quedé contemplándolo unos minutos y seguí. Ya no había vuelta atrás, o al menos es lo que pensaba en esos instantes, parada sola en la terminal rodeada de recuerdos en otro martes de mierda, atestada del hastío chivilcoyano.
El ladrido de un perro interrumpió mi trance y entonces continúe la ruta. Cumplí con los mandados que le había prometido a la vieja y me fumé un pucho en la Colón, sentada en un banco observando las letras caídas que borraban la identidad del lugar. Las “L” pendía de un hilo, la “C” estaba invertida, y la “Z” era una “N”; sin embargo resistían los embates del viento, de la lloviznas de junio y de algún que otro pelotazo de los pendejos que se atrevían a jugar al fútbol. Las miré, y al verlas me sentí reflejada en ellas. Mi vida era un poco todo eso y más, pero el arco que las contenía (y que me contenía) seguía siendo el recuerdo de tu existencia, la dialéctica entre la bronca y el éxtasis de que te hayas cruzado en mi vida.
Diez minutos después aplasté el pucho con la punta del borcego y atreví sanarme. Ya estaba decidida. Di dos vueltas a la Colón pensando una y otra vez como cerrar este capítulo. El viento de esa tarde inclemente me pegaba en la cara, tanto como a la bandera nacional que no paraba de flamear en el patio de la escuela 5. Me detuve un momento a mirarla, a ver como resistía los asaltos de esas ráfagas y a envidiarle su hidalguía.
Pasadas las cuatro y cuarto arremetí hacia el destino. Caminé a paso firme la cuadra y media hasta que pude ver un abarrotado conjunto de objetos que me señalaban el fin, o mejor dicho el comienzo del fin. Un rollo de manguera, dos regaderas brillantes, latas de pinturas y una reposera vacía. Me detuve un instante a contemplar ese escenario, y ahí volviste a mi mente, y tu pelo, y tu sonrisa y tus tetas y tus besos y tu todo.
Entonces seguí sin poder entrar a “Villafañe”. Después de todo no creo que dos metros de soga y un salto hostil pudieran cambiar algo de todo esto. Como decía la vieja: “la procesión va por dentro”, muy adentro. Y ahí no hay nada ni nadie que la pueda detener.
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