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Por Martín Kolodny
–Voy a salir con la pollera corta, a ver si alguien me viola. ¿Qué mierda tengo que hacer para que me la pongas?
–No estás depilada, Greta. Vas a romper las medias con esas gambas de cactus.
–¿Dónde dejaste la correa de Rocco? Ni para cuidar al perro servís. Mamá tenía razón.
Sin posar un segundo la mirada en la de su marido, Greta levantó la mascota enana de raza indescifrable que Alberto le había regalado luego de una discusión acerca de tener un hijo. –No tenés reloj biológico, tarada, tenés pija–. No quería llorar. Estaba maquillada como en los mejores días. Cuando el ruido de los tacos empezó a diluirse por el pasillo del PH que daba a Jufré, Alberto seguía sentado a la mesa del comedor diario, con una birome en la mano y la revista de autodefinidos abierta, al lado del libro de conversaciones de José Pablo Feinmann con Néstor Kirchner.
Alberto y Greta se habían conocido a fines de 2001. Él tenía un Cyber sobre Scalabrini Ortiz, casi llegando a Córdoba. Una noche calurosa de diciembre, se acercaba a la puerta, llamado por el ruido de las cacerolas que tapaba la emisión de FM Tango. El locutor informaba la renuncia del Ministro de Economía Domingo Cavallo. Miró hacia Córdoba, pero sólo vio algunos destellos de bengalas. Por el olor, supuso las hogueras de neumáticos, típicas de esas noches. Del lado de Corrientes, a algo más de una cuadra, vio acercarse a la carrera a una chica. Unas zancadas más cerca, se dio cuenta de que la perseguían seis o siete tipos. Llevaba un par de zapatos en una mano. Tomó el fierro con el que trababa la persiana metálica del local y esperó en la vereda. Agarró a la chica del brazo apenas la tuvo delante. La tromba frenó. Instintivamente, ella se metió en el Cyber. Él miró uno por uno a los corredores, que demoraron nada en dar media vuelta y volver por donde vinieron. Adentro, con los zapatos puestos, Greta se cepillaba el pelo y le daba sorbos al mate de chapa que tenía pintado el escudo del Partido Justicialista.
Era diciembre y la noche estaba templada. El barrio había cambiado. Como las travestis ahora hacían la calle en otras calles, para esa porción del Villa Crespo outlet ya no eran putas, sino vecinas. La cana había entendido que el negocio no era más de su jurisdicción y más allá de algún comentario al pasar, les dispensaba indiferencia. Luego de caminar unas cuadras en dirección al centro, Greta se percató de que al salir, en una escena adjudicable al Almodóvar que más amaba, olvidó su iPhone. No quiso regresar sobre sus pasos y siguió andando. En su bolso negro acharolado Prune, Rocco dormía. Iban al Hotel Gondolín. En los ochentas, después de huir de Constitución, había sido cobijada en ese edificio tomado por ex hombres que se ayudaban entre sí en el proceso de convertirse en mujeres. Entre ollas gigantes de fideos, maquillaje y las hormonas a las que podían acceder, las chicas, entre todas, terminaron de parir a Greta.
–Buenas, buenas. ¿Están las putas?–. Golpeó la puerta y pasó. Dos pendejas a las que no conocía miraban Mi novia Polly con una computadora enchufada a un televisor. Por la escalera bajaba la música de Callejeros. El olor a paraguayo era el mismo de siempre, aún cuando todo estaba híper limpio. Como si Poett hubiera sacado una fragancia limpia pisos con aroma a meo.
–¿Sos vos, Marito? Seguís usando ese perfume horrendo. –Con un toallón de Hello Kitty que le cubría buena parte del cuerpo y una toalla amarilla en la cabeza, Rita bajó a saludarla. –¿Alberto no te tira un mango para que huelas un poco mejor, boludo? –Se abrazaron.
–Soltame que se me va a pegar el desodorante de ambiente que usás–. Rita la vio triste. Le preguntó por Rocco y la llevó hasta su habitación, la más grande. No tenían mucho tiempo para conversar: en una hora, cuatro taxis buscarían a las chicas para llevarlas a laburar al lago de Palermo que está enfrente del Lawn Tennis Club.
–¿Seguís pensando en tener un pibe para vestirlo de mujer, Marito?–, le preguntó mientras se secaba.
–¡Cómo se te achicó la verga! ¿Qué hormonas estás tomando?–. Rocco soltaba algún ladrido, pero dormía.
–Dale, boludo. ¿No vas a decirme qué te pasa?
–Me aburro.
–¿Extrañás chupársela a los canas para que no nos jodan, acaso, Mario? Dale.
–¿Tenés porro? Treintainueve años tengo ya.
–Sí, estás un poco hecho concha.
–¿Nunca vas a fumar flores, boluda? Alberto también está aburrido.
–¿Qué te aburre?
–¿Nunca sentiste que ya habías hecho todo lo que tenías que hacer en tu vida?–. Rocco se desperezaba acunado en las manos de su dueña.
–Tené el porro y pasame el perro, Mario.
–No sé, debo estar en uno de esos días. No me des bola.
–¿Estás menstruando?
–Dame a Rocco y vestite que ya te vienen a buscar. Te quiero.
–Dejate de forradas. Tomate un trago y andá a dormir con tu marido. Querelo a él. Yo también te quiero.
Pasadas las dos de la mañana, mezclada en la escalera con las chicas que se daban gritos de aliento para ir a laburar, Greta salió del hotel. Rocco, de nuevo, dormía en la cartera. Con el agradable sopor que le daba el paraguayo y una lata de Quilmes en la mano, tenía decidido volver a su casa a meterse en la cama. La charla con Rita la había calmado. Después de muchos días volvía a pensar en Alberto con amor. Quería ceder, meterse desnuda en la cama y abrazarlo desde atrás, penetrarlo despacio como al principio, cuando su marido sólo era un hombre curioso. Disfrutaba visualizar al Alberto del principio. Dobló en la esquina de Lerma.
–Estás viejo pero estás lindo, puto de mierda–, le gritó una voz desde el piso.
–Vení, divino, ¿no te acordás de nosotros?–, sonó otra, algo más cascada por el vino. Rocco empezó a ladrar. El corazón de Greta, también. Las cacerolas sonaban de nuevo. Sabía de qué se trataba, de quiénes. Sabía qué le pasaría.
–¿Qué fierro hay en la mano de tu marido ahora?
Alberto, pese a que Greta aún no volvía, se durmió tranquilo, con un cuarto de Rivotril, como cada noche. A las siete de la mañana lo despertó el llanto de su mujer, que lavaba las medias manchadas de sangre y leche.
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