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Por Sergio Fitte
Hice de todo. Agujas. Pastillas. Semen de extraños. Durante mucho tiempo. Andá a saber cuánto. Por qué durante esos procesos el tiempo no pasa, se detiene. Y vos dejás de ser vos para transformarte en algo que está metido adentro del tiempo.
La pregunta artera de las viejas chusmas de la cuadra.
—¿Y cuándo vas a tener?
Putas de mierda. Saben donde lastimar y lo hacen. Les gusta. Ese es el sentido de sus vidas.
Solo cuando ando muy alterada entro en sus conversaciones ponzoñosas de telarañas. Con Juan estamos juntos desde segundo año de la secundaria. No sé cómo lo logramos pero, seguimos como cuando éramos chicos, sintiendo esas cosquillas en la panza cada vez que nos abrazamos. No te voy a decir que todo es un surco de rosas, igual del lado que lo miremos nos llevamos muy bien. Nos amamos. Con dolor a veces reconozco que en parte las viejas chusmas tienen algo de razón. Nos falta algo. Nos falta tener.
Mi vieja siempre decía que lo mejor era tener tres. Porque si te tocaba la desgracia de perder uno te quedaban dos. Esos dos se podrían hacer fuertes entre ellos y salir adelante ante tal adversidad. Ella fue una visionaria en ese aspecto. Con mi hermana nos pudimos reponer a todo. Nos hicimos grandes y acá seguimos dándole para adelante. Ella ya cumplió con los preceptos maternos y tiene sus tres. Yo todavía no arranqué.
Estoy a punto de salir a la calle para ir a la panadería a encargar esas cosas de copetín que a Juan tanto le gustan. Abro la puerta y de uno de los costados de la vereda, del de la derecha, ya siento la mirada inquisidora-vigilante de la vieja de mierda que barre su porción de vereda. La lustra y re lustra hasta sacarle brillo. Sé que se aproxima la pregunta y decido volver a meterme en casa. No me resguardo enojada ni triste. Esta vez lo hago con altura. Con una sonrisa en la boca. Le clavo mis ojos en los suyos antes de desaparecer. Porque hoy guardo un secreto.
Después del desayuno, luego de besar en los labios al hombre que amo me quedé sola. No tomé un trago más de café. No podía hacerlo. No lo podía tragar. Me encontraba más ansiosa y nerviosa que nunca. Esperanzada.
Me metí en el baño como tantos otros meses atrás. Cuántos. ¿Todos los de mi vida? Realicé el ritual y esperé con los ojos cerrados. Conté hasta treinta mientras un movimiento desesperado de mis pupilas me hacía cosquilla en los párpados. Para terminar observé en dirección adonde se encontraba el test.
Lo miraba sin entender. Contaba una y otra vez las rayitas. Como si esa tarea fuese un problema de física cuántica casi imposible de resolver. Una. Dos. Una y dos. No lo entendía. No lo podía entender. Finalmente el resultado de tanto esfuerzo. Tanto ataque a lo más profundo de mi cuerpo y alma tenía su recompensa. El palito de la desgracia tal cual yo lo venía bautizando mes a mes me daba la noticia más hermosa y esperada de toda mi vida.
Por eso quería ir a la panadería a buscar de esas vituallas. Para armar un festejo íntimo, el más íntimo de los festejos junto con el hombre de mi vida. Con quien había sido el artífice de este milagro que llevaba dentro de mis entrañas después de darme tanta y tanta bomba como a él le gusta decir alardeando de su hombría. Además, el milagro de los dioses esta vez es por partida doble, porque hoy también es nuestro aniversario. Nada puede ser más perfecto que esta vez. O sí, porque Juan me llama desde el trabajo y me dice que hubo algunos reacomodamientos de horarios, que al final va a poder salir antes y va a venir a almorzar.
Vuelvo a salir. La vieja de mierda continúa con su perpetuo barrido de vereda. A lo mejor está cumpliendo su pena en el infierno y yo no lo sé. Creo que se debe haber mantenido en guardia todo este tiempo porque antes de cerrar con llave la puerta me interroga o trata de hacerlo.
—¿Y, nena, para cuándo?
Voy hasta la panadería, hago la compra y vuelvo. Se lo quiero contar a Juan ni bien llegue. Me muero de ganas.
¿Y si se lo digo a la vieja que sigue petrificada a su escoba, enclavada como una estatua en el mismo mosaico de la vereda primero?
—¿Y nena…?
A lo mejor le da un patatús y se terminan las intromisiones. No, mejor que se entere cuando me vea pasar con el changuito y se tenga que morder la lengua vieja venenosa del orto. Cuando paso a su lado no logro articular palabra alguna. Es a Juan a quien se lo tengo que decir primero. Me siento ansiosa. Quiero que entre en este mismo momento por la puerta y gritarle con lo más profundo de mis entrañas la buena nueva.
En un segundo fatal no sé qué hago y me distraigo.
Es Juan quien me sorprende. Me tapa los ojos con su enorme mano. Mientras con la otra me va palpando. Su pecho se apoya en mi espalda. Su bulto en mi cola. Lo siento duro. Durísimo. Me muevo un poco contra su hombría y lo siento latir. No me permite hablar. Ni se me pasa por la cabeza que cuando me quite la mano de los ojos me vaya a sorprender con un regalo. Lo conozco bien y puedo adivinar por dónde viene la cosa.
—Pasé nada más que un segundito a comer algo y me vuelvo a ir. Cuando lo haga vos te vas a poner bien linda, sabés, y a las ocho en punto nos vamos a encontrar en nuestro banco de la placita. En ese que tantas noches pasamos cuando éramos dos y no uno. Te vas a dar vuelta cuando yo deje de hablarte y vas a hacer como que no pasó nada ni vas a hablar del tema. Esto es una especie de secreto y también mi regalo de aniversario para vos, entendés.
—Acepto sus órdenes —le digo sin antes haberme sacado la venda de carne de la vista— pero con la condición de que una vez que hayamos terminado lo que debamos hacer en el banco de la plaza nos venganos corriendo para casa sin perder un segundo así yo te doy mi regalo de aniversario, ¿estamos?
—Claro que estamos, mi amor —me dice dándome media vuelta y besándome en los labios.
Preparo algo rápido. Juan advierte que en el fondo de la heladera hay unos paquetes muy prolijos provenientes del servicio de catering de la panadería. Pero no dice nada. Guarda silencio.
Mientras comemos sin mucho apetito hacemos como que no pasa nada. De todas formas nuestras cabezas andan revoloteando por ahí tratando de develar que nos espera en horas de la noche durante nuestro festejo de aniversario. Me imagino lo emocionado que se va a poner Juan cuando le de la noticia y es inevitable que las manos me empiecen a sudar. Agarro el vaso con agua fría. Tomo un par de tragos que me cuestan pasar. El contorno de mi mano deja un calco de su figura sobre la superficie del vidrio que de apoco se vuelve a empañar. Nuestras miradas descansan sobre la superficie de la televisión que habla como endemoniada. No la escuchamos. No la vemos. Pensamos. Pensamos.
Me vuelvo a quedar sola. Me acuesto dentro de la bañadera llena de agua apenas tibia. El calor se hace sentir con más rigor a las tres de la tarde. Cuando me canso de estar dentro del agua me paro, mientras, veo como el líquido un poco turbio comienza a desaparecer para siempre por el agujero de la cañería. A dónde irá toda esa agua. Con mucho cuidado, evitando resbalarme, levanto primero una pierna y luego la otra para pasar el borde de la pileta. No tengo ganas de secarme con una toalla y no me importa que el suelo se moje. Voy hasta el living y abro la ventana. En un tercer piso el aire corre de una manera agradable. Abro los brazos y las piernas tanto como puedo y me dejo acariciar. Me gusta cuando me mira el vecino de la vereda de enfrente. Lo busco detrás del cortinado de su departamento, no lo encuentro y me da un poco de pena. Me retracto, que se joda, él se lo pierde. Cierro los ojos un instante y me siento la persona más afortunada del mundo. Cuando termino de secarme, me dejo caer sobre la cama. El tiempo no corre. Espero una eternidad. Otra. Y otra. Antes de volver a mirar el reloj que se encuentra sobre la cómoda. Lo compruebo empíricamente. El tiempo se ha detenido.
Me pruebo ropa, toda bien sugerente, hasta que me decido por un solerito blanco. Casi transparente. Bien suelto por arriba de la rodilla. No me pongo ropa interior así facilito las cosas. Me aliso la parte de adelante y me coloco de perfil al espejo que cuelga de la pared. Me miro la panza y puedo jurar que estoy un milímetro más gorda que hoy a la mañana cuando me enteré “del asunto”. Vuelvo a sentirme cansada. ¿Serán los primeros síntomas? Me saco el vestido y me tiro otra vez sobre la cama. Miro el reloj y advierto que no solo se ha detenido sino que comienza a girar en dirección inversa al que lo debería hacer. A cada segundo falta más para que llegue el momento que tanto espero. Cierro los ojos. Pienso. Levito. La cama me chupa. Dejo de sentir. Me duermo o me muero. Es lo mismo.
Cuando los abro ha ocurrido el segundo milagro en lo que va del día. Son las 19:45. La habitación está en penumbras. La temperatura ha bajado hasta quedar en agradable. Tengo el tiempo justo como para ponerme las sandalias y meterme dentro del vestido. Un poco de perfume y ya estoy bajando las escaleras. Mis nervios no están para soportar la espera del ascensor. A cada escalón que bajo lo acompaña un movimiento acompasado: tum tum, las tetas que aprovechan a rozar contra la tela del vestido. Los pezones se me paran y me dan placer. Mucho.
Voy descontando a cada paso las tres cuadras que me separan de la placita. Los pendejos de la cuadra ya están todos juntos en la esquina. Tomando cerveza, ahora, después vendrá lo otro. Los menos limados al verme pasar sienten también sus cosquillas. Igual no le da ni al más limpio para calentarse. Alguno se conforma con decirme de todo. Yo les doy calce hasta ahí. Los conozco desde que gateaban. Desde que se fumaron su primer porro. Los provoco cuando paso junto a ellos.
Tum tum. las tetas.
Me las miro. Las veo más grandes. Ya se deben estar llenando de leche.
Cuando llego a la placita me meto por el sendero del medio. Voy caminando por el lado de la sombra. Del otro lado de la cuadra Juan viene haciendo lo propio. Parecemos dos cowboys que se citaron en un lugar y horario determinado al caer las luces del día para batirse a duelo. Nos vamos acercando uno al otro. Cuando debemos desviarnos para buscar nuestro banco lo hacemos. Apuro el paso para llegar primera. No alcanzo a sentarme porque Juan me agarra de atrás y me mete la mano por debajo del bretel y me inclina la espalda. Me agarro del respaldo del banco y hago como que me resisto, pero en verdad voy abriendo las piernas para que él pueda metérmela más fácil. Es nuestro juego secreto. Me revuelve un poco los pelos. Le digo que no. Que quiere decir que sí. Dale. Dame. Dame más. Dame más y rápido. Así nos vamos a casa y te cuento.
—Dale putita divina.
—No, no, degenerado.
—Sos tan puta, por eso te amo.
Dale, dale. Jadeo. Así volvemos a casa. Pienso y continúo jugando. Gozando.
Voy sintiendo el calor de su cuerpo deslizándose dentro del mío. Instintivamente levanto la cabeza para ver si alguien se está haciendo una fiesta con nuestro espectáculo.
Ese es el momento que lo veo a Ramírez. El boludo de Ramírez. El milico pajero que siempre me tuvo ganas.
Grita algo que no alcanzo a entender. Corre casi cayéndose con la velocidad de una babosa. Saca el arma.
Un ave vuela aturdida por el ruido de un disparo. Se agita.
Juan se separa unos centímetros de mí y abre muy grandes los ojos. De un tamaño que parecería imposible hacerlo. Pero él es mi héroe y lo consigue sin emitir sonido alguno.
Nuestros cuerpos ya no se tocan.
—Tranquila chiquita. No te va a pasar nada, me dice Ramírez.
Cuando le da la distancia me pellizca el pezón que con los movimientos anteriores aún continúa bailando en el aire.
También con estas tetas como para que no te pasen estas cosas.
Le miro la mano irrespetuosa. Atrevida. Las uñas negras de mugre.
Tranquila ya pasó. Yo te voy a cuidar, nena.
Sigue acercándose.
Voy sintiendo su aliento.
A tabaco.
A alcohol.
A hijo de puta.
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