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Por Karl von Münchhausen | Ilustración: Von Brandis
Salí de casa temprano, con tiempo de sobra, dispuesto a disfrutar cada momento de esa noche. No me importó el calor ni la humedad, no me importó lo a trasmano del lugar de encuentro, no me importó tener que madrugar al día siguiente ni el alerta meteorológico por tormentas eléctricas. Me importaba ella y nada más.
La esperé en una mesa, en la calle. Tomaba de mi vaso y miraba el cielo, las nubes juntándose por un viento caliente como de secador de pelo. Miraba ese movimiento pensando en ella. Un balcón sobre mi derecha perfumaba mi imaginación con el olor de sus flores y en mi inhalación percibí el olor más dulce de todos un segundo antes de que apoyara su mano en mi espalda y me saludara.
Vaso tras vaso intentábamos combatir el calor con alcohol y hielo pero las risas, las miradas y las insinuaciones nos hacían tomar temperatura. Todo iba bien. Hablamos de música, películas, amigos en común. Me dijo que le dolía la panza de tanto reírse. Yo también la estaba pasando bien.
Borracha y harta del calor, se recostó sobre la mesa mirándome; cruzó los brazos usándolos de almohada. Yo incliné mi cabeza, imitándola, y sonrió. Acaricié su pierna más cercana y deshice el corto espacio que había entre los labios con un beso. Su gusto a alcohol, su perfume y el de sus labios flotaban en el aire espeso, sofocando pero haciéndome pedir más. Fue un beso dulce, de fruta y hierbas, de esa densidad que arrastran las nubes en verano antes de la tormenta.
Me habló de un disco. Vamos a mi casa, tenés que escucharlo, ¿cómo que no lo conocés? me decía. Me pareció un buen pretexto y simulé interés en escucharlo del mismo modo que ella simuló interés en dármelo a conocer. Pagamos y de la mano me llevó por la calle, ¿quién te lleva hoy de la mano por la calle cuando todavía no hubo sexo?. Caminamos entre risas, trastabillando, las cuadras que había hasta su departamento.
Abrió la puerta después de varios intentos, la cerradura se le movía de tanto alcohol. Tambaleando se dejó caer en el futón. Me pidió que buscara en la laptop y se paró para tomarme por la espalda bailando en cuanto sonaron los primeros acordes del tema. Apenas pudiendo coordinar los pies, bailamos unos minutos y nos besamos.
Intentando no tropezar, la desnudé con desesperación. Necesitaba su piel, su aroma. Pero una vez desnuda tomó las riendas y me hizo recostar. Metió una mano en mi pantalón a medio bajar y sacó mi pija dura. La agarró. Su mano estaba caliente y su cara roja. Era la mezcla del calor y la excitación. Sin mirarme se la llevó a la boca. Despacio, no tenía por qué apurar nada. Cuando me dirigió la mirada sus ojos me atravesaron y supe que cargaban una intensidad mayor de la que imaginé en el contexto del bar. Gemía mientras me chupaba. Ya en ese momento los dos transpirábamos a mares y en eso algo nos hermanaba: Éramos el verano, lo actuábamos, lo estábamos haciendo. Con algo de pudor todavía, me pidió que acabara. Acabé fuerte, mucho, por todo lo que la había deseado desde el primer momento.
El calor hacía que yo necesitara beber de ella. La senté sobre la mesa del comedor, con las piernas abiertas. Yo, genuflexo, hundí mi cabeza, mi boca, mi nariz, mi lengua. Todo. Era un altar de tibieza, de humedad, de todas las cosas hermosas que, como tales, son transitorias. De ella manaba lo que las nubes afueras estaban aguantando por llover y mi lengua buscaba que me diera cada vez más de su placer, no quería parar de disfrutarla. No sé cuánto estuve así, el suficiente tiempo como para saber que quería eso para toda la vida. Con mis dos manos le agarraba el culo, acercándola a mi cara para que no escapara ni una gota de ella. Su sabor me embriagaba; quería devorarla en un festín báquico de música, carne apenas cocida y cítricos para desgarrar en gajos y limpiar heridas con dulzura y acidez. Pidió que por favor no me detuviera. Acabó así.
La di vuelta. Separé un poco sus piernas y se inclinó dándome la espalda. Quedó con medio cuerpo sobre la mesa, con las manos bajo su cara como en el bar. La penetré con cuidado. Acaricié su espalda, empapando la palma de mi mano de su sudor. Sus gemidos marcaron mi ritmo. Respiraba más rápido a cada segundo. Su piel blanca, su cara ruborizada, mis dedos marcándola eran el contraste que había estado buscando. Acabó de nuevo. Continué moviéndome. Sacaba mi pija y la hacía entrar de a poco, lento, sólo para escucharla gemir. La lentitud me excitaba, sentirla en slow motion intensificaba el placer.
Mientras yo seguía con mi juego en cámara lenta, separó sus nalgas con las manos. Lo tomé como una sugerencia y con un dedo empecé a trabajar su culo. De a poco lo hacía entrar. Más y más. Un dedo, dos dedos. Hasta tres.
Apoyé con cuidado mi glande, así lo ameritaba tanta belleza. Despacio lo hice entrar por su culo, mientras la abrazaba sintiendo toda su piel, apretando sus tetas, pechos nutricios que alimentaron mi imaginación en el bar. Con un grito agónico acompañó el inicio de mi movimiento. Se irguió, dejando caer la cabeza hacia atrás. Apoyé una mano en su cuello largo, aviario, y lo besé; mientras crucé la otra mano entre sus piernas para masturbarla.
Llevando sus brazos por detrás de la nuca intentó asir mi pelo, mis orejas. Sus piernas temblaban. El placer se la llevaba y quería que no la dejara sola. Sollozaba, gemía, disfrutaba. Me sentí el amante de las flores de Bukowski a punto de matar un pavo real. Mucha belleza. En la escena, en su cuerpo, en sus lamentos de placer. La presión sobre mi pija era enorme. Quería hundir mi carne, pero la suya todavía se resistía. Cada vez que ella gemía me cerraba el paso pero yo no iba a retroceder. Tranquila, le dije. Fui avanzando de forma suave pero continua, hasta que se relajó y en la profundidad se acercó al clímax.
Acabá para mí, le pedí sin dejar de cogerla. Con un gemido entrecortado por suspiros comenzó a llegar de nuevo. Y lo mismo hice. Juntos. Mi pija latía adentro suyo mientras me vaciaba y ella la sentía cada vez que se contraía dándole de mí. Acabé de una manera intensa, sin dejar de tenerla entre mis brazos, sin soltarla, para no perderla.
Nos dejamos caer en el suelo, empapados. El disco había terminado hacía un rato. Le dije lo mucho que me gustaba y ella sonrió. Me contestó que yo también le gustaba. Hizo una pausa y, dubitativa, continuó: …pero…vos sabés. Sí, claro que sabía, las cosas hermosas nunca son sencillas. Asintió con la cabeza como si hubiese oído mis pensamientos. Terminamos de vestirnos y fue a abrirme.
Estaba claro que después de saciarnos no quedaba nada entre nosotros. Camino a casa me congeló la sensación de vacío en el cuerpo, sentí frío y las nubes que antes anunciaban tormenta ahora me parecieron lánguidas y cobardes. Ya no contenían agua sino ausencia. Supe entonces que el verano estaba terminando.
Etiquetas: Autoporno, Karl von Münchhausen