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Por José Luis Juresa y Alexandra Kohan
«Pero la infancia no es nostalgia ni terror ni paraíso perdido ni Toisón de Oro, sino quizás horizonte, punto de partida, coordenadas a partir de las cuales los ejes de mi vida podrán encontrar su sentido.»
Georges Perec
«La nostalgia que despierta en mí demuestra cuán estrechamente ligado estaba a mi infancia. Lo que busco realmente es ella misma, toda la infancia.»
Walter Benjamin
El viejo “pansexualismo” freudiano –atribuido a sus detractores– colocaba al sexo en el centro de las preocupaciones patológicas cuya enfermedad o síntoma central era el psicoanálisis mismo, con Freud a la cabeza. Era una manera de coincidir con Freud, pero desde el punto de vista moral. El sexo sí tiene importancia, sí está en el centro de las preocupaciones patológicas, pero para ser reprimidas, no para “darles paso” a través de un corpus teórico-clínico que les diera otro destino que la censura. Precisamente, en el planteo freudiano de los destinos de la pulsión, Freud coloca a la sublimación –uno de los destinos de la pulsión, en el que una parte de la energía sexual (no todo es sublimable) se transforma en lazo social– como el único que tendría que ver con la vida y su goce. Los demás –entre los que está la represión– son maneras de obstaculizar o de hacer consistir en un objeto la culpa de todos los males. Lo que para los inventores del pansexualismo recaía sobre la persona de Freud, como objeto de culpabilidad y de ataque, para la nueva visión, para ese nuevo discurso en la cultura, el psicoanálisis era la sublimación necesaria, y un psicoanálisis consiste en darle a la pulsión otro destino, que reconozca en la inconsistencia del objeto, el fundamento de su recorrido, o sea, de su satisfacción.
Para ese viejo moralismo victoriano, la infancia era el objeto convertido en culpable, proyectado sobre el psicoanálisis. Si no es “la era de la inocencia”, será entonces la era de la perversión. La mirada que posaban sobre la infancia era represiva, revelando en ese determinismo moral sus propias “asquerosidades”, para la que necesitaban el velo angelical de los niños sin pecado y sin culpa.
De aquí proviene una raíz importante para la clásica confusión entre “lo infantil” y “la infancia”. Lo infantil sería el objeto sobre el que hacer recaer todas esas preocupaciones morales que propugnan la necesaria y rápida adaptación a “la vida de los adultos”, y los niños serían el prototipo de la conducta infantil, solo tolerada en ellos, y solo eso: tolerada. Creemos que el psicoanálisis, con su advenimiento, resuelve definitivamente esta diferenciación fundamental: la infancia no es un objeto sobre el que hacer recaer la furia represiva, sino el concepto con el que el adulto logra llevar adelante un destino para su vida que no sea la repetición de su rito moral, con el beneplácito social de “las tradiciones”. “Hacer lo que hay que hacer” (curioso, es un lema actual de propaganda de gobierno) es lo que siempre se espera, con impaciencia, desde esa tolerancia supervisada de los adultos que solo esperan que lo infantil quede enterrado en el álbum de los recuerdos. Idealizaciones religiosas que solo precisan de un constante refuerzo represivo para sostenerse. Es con eso con lo que nos encontramos en la clínica: personas que solo buscan la manera de no ser “infantiles”. Y finalmente la propuesta implícita, y el encuentro cotidiano está en el equívoco que va de “lo infantil” a “la infancia”, de la represión como destino de la pulsión, a la sublimación, de la sola tolerancia, del aguante, a la convivencia con un tiempo jamás olvidado. Por el contrario, ese esfuerzo de entierro no hace más que imposibilitar el olvido de “lo infantil” para dedicarse al imposible olvido de la infancia, en tanto esta no es un tiempo ni una edad etaria, ni una estadística para las planillas sociológicas, sino el tiempo mítico de lo aún por acontecer, de lo no nacido aún, que ya nació varias veces antes. Un análisis, en principio, efectúa ese viraje de lo infantil al interés por la infancia. La neurosis, entonces, es infantil, en tanto lo infantil es el objeto de la represión, pero sabemos que la neurosis es posible solamente porque existe la infancia y la incoercibilidad de su “recuerdo”, haciendo, cada vez, si se le da “paso”, algo diferente de nuestras vidas. Posibilita reescrituras. Y en esas reescrituras el pasaje, cada vez, de lo infantil de la neurosis a la sublimación de la infancia.
El imperativo a la productividad, a la alienación cada vez mayor –cifrada en el nombre cool de sujetos multitasking–, muestra de manera palmaria el rechazo a la infancia. El gesto de ese rechazo erige, en una especie de paradoja, sujetos infantilizados. Porque rechazar la infancia –como reservorio libidinal–- no hace sino producir sujetos sobreadaptados que deben “comportarse como adultos”, sujetos para quienes las vías por las que el placer pasa, están cerradas, obturadas. En el imperativo tan de moda a SOLTAR se pretende dejar atrás el pasado, dejar atrás la infancia y mirar para adelante, mirar al adulto que somos, mostrando la confusión de lo espacial allí donde se cree que el pasado es lo que podría dejarse “atrás”. Se entroniza a aquellos que “logran” tener proyectos a futuro, que ya saben lo que quieren, que tienen las cosas claras. La demanda de muchos es esa: querer tener las cosas claras, saber a dónde van, cumplir con lo que se espera de la edad. Se usa como insulto acusar a alguien de infantil, de inmaduro de “edad mental: 15” cuando ese alguien no está a la altura de las expectativas, del ideal de su edad. Si no hay neurosis que no sea infantil, quizás tengamos que pensar qué lugar tiene ahí la palabra “infantil”, qué uso se hace de ella. Si creemos que infantil adjetiva a neurosis, nos vemos llevados a rechazar también a la neurosis, a la infancia y paradójicamente, infantilizar. Nos hacemos las madres allí donde instamos a alguien a que se comporte como corresponde a su edad. A que ya es hora de que se establezca en un proyecto sólido. Tal es la infantilización a la que nos insta el mercado. Se sacraliza la adultez, la madurez, la claridad, la productividad. Se amontonan las solemnidades, incluso en el psicoanálisis, sobre todo en algunos analistas.
Freud nos enseña que el Witz –Witz no se corresponde a la palabra “chiste”, sino que en alemán incluye gracia, ingenio, ocurrencia, agudeza, pero también la facultad de producirlos– abre las vías por las que el placer pasa. Son las vías antiguas, dice, aquellas vías de la infancia que quedaron obturadas por la adultez, obturadas por el control del pensamiento de un sujeto en su progreso hacia el estado adulto. El Witz hace caer la fatalidad, hace caer lo fatal, diluye esos imperativos, logra hacer algo para salir de lo aplastante de la solemnidad, de la sacralidad. Muestra que, lejos de tener las cosas claras, se trata de saber hacer con la opacidad. Se trata de no infantilizarnos en el rechazo a la sorpresa, a la contingencia, a la ocurrencia. Se trata de la infancia que vuelve.
Etiquetas: Alexandra Kohan, Infancia, José Luis Juresa, Sigmund Freud