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Por Luciano Sáliche
Hay un capítulo de El Chavo del 8 donde la Chilindrina expone, envuelto en su graciosa ignorancia infantil, un discurso feminista. Ella no lo sabe muy bien pero lo que hace abre un nuevo sentido para la época y la masividad de espectadores que seguía el programa: les exige al Chavo y a Quico que la dejen jugar al béisbol con ellos porque “estamos en el año de la liberación de la mujer femenina” (las risas de fondo están de su lado). El sketch es de 1975, cuando la ONU decretó el Año Internacional de la Mujer tras realizarse, efectivamente en México, la I Conferencia Mundial sobre la Mujer. En España, 1975 también es un año importante: con la muerte de Francisco Franco no sólo se retoma el voto femenino legalizado en 1931, también el sufragio universal, tras el fin de la dictadura que comenzó en el 36 y terminó con la llamada Transición Española de 1976. La Chilindrina no lo sabe muy bien pero está enarbolando un discurso muy necesario para la época, el del feminismo, el de la resignificación del papel de la mujer en la vida pública empoderándola e igualándola al del hombre. Ya lo decía Lenin: “La experiencia de todo movimiento de liberación ha demostrado que el éxito de una revolución depende del grado de participación de la mujer”. Sin embargo, el razonamiento de la Chilindrina entra rápidamente en crisis: cuando Doña Florinda le pega una cachetada a Don Ramón por el siempre típico malentendido, ella le dice, incluso sabiendo que su padre es la víctima del episodio: “Yo estoy de parte de Doña Florinda, lo siento mucho, papi; estamos en el Año Internacional de la Mujer”. De este modo se dejaba en claro —quizás sin quererlo— que incluso las buenas causas deben ser pasadas por la tamiz de la crítica, porque no sólo se puede tropezar con la piedra de la ignorancia machista, también con la de la ingenuidad. Y eso también es un problema.
Este año Netflix produjo su primera serie original producida en España titulada Las chicas del cable. Son ocho episodios de alrededor de cincuenta minutos estrenados en abril de 2017. En diciembre llegará la segunda temporada y ya se confirmó una tercera para 2018. La historia transcurre en 1928 en Madrid, dos años antes que la Constitución de 1931 reconozca el derecho al voto de las mujeres que se llevaron a la práctica en las elecciones generales de noviembre del 33. El escenario es una moderna empresa de telecomunicaciones que solicita puestos exclusivamente femeninos: telefonistas. Para las cuatro protagonistas, que son telefonistas, trabajar implica una puja importantísima en su desarrollo como sujetos de derecho. No sólo trata de una lucha por formar parte del mercado laboral constituyéndose como fuerza de trabajo, es también un acuestión de inserción en la vida pública y política. Quitando el caso de la protagonista (Blanca Suárez), que ingresa a trabajar para robar dinero y así saldar su deuda con un policía corrupto, las otras tres vidas tienen mucho para decir. Por un lado está Carlota (Ana Fernández) que, además de vivir con compañeros de trabajo un amor bisexual, se revela contra su padre militar que no quiere tener una hija trabajadora, sino que se case con alguien de linaje. También está Marga (Nadia de Santiago), la típica muchacha que deja el pueblo para independizarse de su familia y vivir las vicisitudes de la gran ciudad. Y por último está Ángeles (Maggie Civantos) que tiene varios flancos que cubrir: tiene una hija, con lo cual lucha contra su marido que quiere que renuncie al trabajo porque “las buenas mujeres deben quedarse en casa”; por otro lado, está nuevamente embarazada y, al descubrirlo infiel, aparece la posibilidad del aborto; y también hay golpes y violencia dando aún más tela para cortar.
El amor es el hilo conductor y las historias van y vienen sorteando los obstáculos para concretar el romance. En eso hay mucho del género telenovela, sin embargo escapa del encasillamiento cuando pone a la mujer trabajadora en el centro de la escena. Porque no hace del género femenino un paraguas contenedor donde todo lo que entra allí es lo bueno y todo lo que intente cuestionarlo es lo malo, sino que la mujer tiene el rol activo de sujeto crítico incluso para con su propio grupo… porque, en términos de emancipación, desde luego que el significante mujeres posibilita la identidad como grupo que puede transformar las condiciones de explotación, al menos en términos de sometimiento machista. Sin embargo, es esa misma construcción identitaria la que delimita su praxis revolucionaria volviéndose endogámica. Por suerte esto no ocurre en La chicas del cable que, cuando aparece el cruel fantasma de los despidos masivos, es la clase trabajadora el paragua de unión para defender los puestos de trabajo anteponiendo su condición de clase a la de género. En este sentido, Las chicas del cable es también una serie sobre el avance de la tecnología: el heredero de la compañía decide implementar un sistema de llamadas, el del disco de marcar, donde quedaría obsoleta la tarea de las telefonistas. Al respecto, aparece la pregunta sobre la técnica, y una fuerte posición tomada frente a ese lugar común que dice que lo importante es el progreso —como si el mercado fuera un nene caprichoso al cual hay que decirle todo que sí— pero quizás sea mejor dejar este debate para otro análisis; pues lo importante es encontrar una teoría que pueda albergar estos conflictos, dado que las que parten del género no lo logran.
Cuando Don Ramón escucha los motivos de la Chilindrina, no los desprecia. Entiende que está en un mundo donde, durante siglos, el género masculino fue el protagonista. Sin embargo, aún le arde el cachetazo que Doña Florinda le dio. Se toca la mejilla con una expresión de enojo apremiante, frunce el ceño, contrae la nariz, mantiene rígida la mandíbula. Sobreactúa humorísticamente la pose de hombre que controla sus impulsos. Nunca le devolvió el golpe a Doña Florinda porque eso no está en sus principios. Sin embargo, ahora está furioso. Entonces le dice a su hija: “Eso no te da pie para que estés de parte de Doña Florinda”. Ella le dice que sí, le dice “debemos de estar unidas”, entonces Don Ramón estalla: “Quiero que sepas una cosa: en mi opinión la mujer es la cosa más estorbosa del mundo”. Luego de un chiste, retoma: “la mujer es chismosa, la mujer es metiche, la mujer es abusiva, la mujer es…”, entonces interrumpe su catarsis, su ebullición de bronca post humillación. Se interrumpe en su discurso porque aparece, justamente, una mujer. Es altiva, elegante y camina sin ver los berrinches lastimosos de Don Ramón. Cuando la ve, no tiene otra cosa que hacer más que retractarse de la forma menos humillante. Pero no lo logra; enamorado, sólo se queda ahí, tropezado en su propia trampa, sabiendo que no hay motivo para enfrentar géneros. La liberación femenina, que se inició el siglo pasado, continúa avanzando, sin embargo nada más obstaculizante que creer que es una ruta que va libre, sin rotondas, cruces o pasos a nivel. Al igual que las cuatro chicas del cable, que logran, por diferentes razones, utilizar el amor como catapulta para perseguir sus fines de clase, es necesario empoderar al género femenino para luchar por los derechos que faltan –hoy es el aborto la gran bandera que oprime y discrimina– sin olvidarse que hay algo más amplio: la clase. No recordarlo sería un despropósito.
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