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Por Martín Kolodny
Ponerse un jean todo los días era cosa de grandes. La tela azul y dura del Levi’s limpio se sentía bien en esas piernas gordas que angustiaban a su vieja, pero que aún no habían hecho que esa preocupación desemboque en sesiones de terapia inútiles y dietas impuestas. Andar solo por la calle también era cosa de grandes, pero no nuevo: a los once años ya pagaba los cincuentaicinco centavos que lo devolvían del colegio, en Núñez, a su casa, en Belgrano. Andar por la calle era ir y volver a pata de su nueva escuela, tomarse el subte lunes y miércoles para ir a inglés hasta Scalabrini Ortiz. Afuera estaba la alegría. La aspiraba en cada pitada de cigarrillo Camel y en el ardid de volver a casa con el aliento fresco de Clorets de menta fuerte. “Soy grande”, gritaba a modo de latiguillo, previo a dar el portazo, después de la discusión de turno con su vieja. Se metía en la habitación que compartía con su hermano y se tiraba en la cama:
–¿Y vos qué mirás, pendejo?
Su cuerpo no daba cuenta de lo que su cabeza. Sobre sus labios ni siquiera asomaba la sombra de bigote, ese signo de virilidad, aberración estética y orgullo de sus flamantes compañeros de primer año. La calle también se encargó de cachetearle su seguridad de adulto. La primera vez, a una semana de arrancar las clases, un flaco lo corrió por Cabildo para robarle, pero zafó y se metió en un local de revelado.
–¿Está bien, nene? –le preguntó con amabilidad el coreano, dueño de Liz Revelados. Un gesto afirmativo de una cara empalidecida de terror, esmerada en no mostrar perturbación, fue toda la respuesta que obtuvo.
En la segunda, un chico de esos que es difícil saber la edad lo interceptó en Cabildo y Juramento:
–Vos caminás conmigo –le ordenó al tiempo de que le apoyaba una sevillana contra la panza. Abrazado de modo fraterno por el otro brazo del chorro, caminó hasta la estación de tren de Belgrano C, donde fue obligado a entregar los veinte pesos que tenía, una calculadora científica y el disco de la estrella de La Renga.
También tuvo que darle un beso y decirle hasta mañana al pibe, que gozaba de la obediencia. Volvió temblando a su casa, donde se desplomó en los brazos que sintió un útero. Pudo reponerse. No podía doblegarse ante sus nuevos compañeros que, con los días, tenían las caras más tomadas por los pelos. El robo tardó unas semanas en cicatrizar y el “soy grande” volvió a tronar en el pasillo de su casa.
Entre sus colegas de primer año tercera división, se las ingeniaba para ser uno más. Los lunes participaba de las charlas obligadas sobre el fútbol del fin de semana, antes de bostezar escuchando Aurora. En el recreo de las nueve, mientras comía dos medialunas de grasa, escuchaba con admiración envidiosa las anécdotas de noche de fin de semana. Boliches, piñas, Pronto shake, dormidas hasta después del mediodía, algún relato inflado de un beso de lengua de una chica de tercer año, una fiesta de quince… Con palabras se cimentaba un grupo de trece varones que tenía claras sus jerarquías: lideraban quienes contaban historias; les seguían quienes apuntaban. La base de la pirámide la completaban los silenciosos, los payasos tristes que hacían reír a las clases superiores a costa de sí mismos. Él oscilaba entre el segundo y tercer grupo, dependiendo del humor de la élite.
La vuelta del colegio era uno de los momentos más placenteros del día. En esas doce cuadras cabían dos Camels. Las encaraba con uno de los líderes de la división y otro chico al que poco le importaba todo. El trío funcionaba. Sucre era la tangente que los llevaba hasta sus casas y él era el último en abandonarla. Lo hacía en Vuelta de Obligado, cuando pasaba por una de las puertas de la galería Belgrano, donde frenaba a mirar la vidriera de Valenti. Llegando a La Pampa, invertía unos pesos en un sánguche de milanesa completo, que comía sentado en el banco del kiosco, a dos cuadras de su destino. Hacia las dos de la tarde llegaba a su casa. A esa hora, sólo estaba la chica que trabajaba. Agarraba una bandeja y se servía el menú que le dejaba su mamá: milanesas al horno, ensalada, pollo, bife con puré de calabaza. El plato del día jamás era frito, o pastas, y nunca se servía con panera. Comía en el living, mirando tele. Devolvía la bandeja a la cocina, dejaba las cosas en la pileta y se tiraba en el sillón a dormitar. Cuando hacía frío, como cuando era chico, se colocaba una mano en la ingle. Los nudillos, contra la pierna. La palma tocaba parte de la otra y los huevos. Ese estado era interrumpido por el llamado telefónico de su viejo, a las tres y cuarto, con la puntualidad inglesa que no tenía para pasarle la guita mensual a su vieja.
–No hablemos mucho que es llamada de celular y pago yo.
Era mayo. Esa tarde, sin saber si estaba dormido, en la ingle solo quedaron el anular y el meñique de la mano derecha. En la tele, Viviana Canosa le contaba a Rial que Silvia Süller casi se muere en una liposucción. Los otros tres dedos tomaron la pija, una colilla casi consumida. Al ritmo del relato de Canosa, la masajearon. Süller estaba fuera de peligro y Silvio Soldán se negaba a visitarla en la Suizo. En su boca se mezclaban el sánguche de milanesa del kiosco con las milanesas de soja y el tomate al medio de su casa. Los tres dedos sacudían la pija con velocidad. Llegaba Guido Süller a la clínica, llevándose movileros a la rastra, sin hacer declaraciones. En una especie de espasmo, la pija se recibía de pija. El golpe de la acabada contra el pecho y parte de la cara hizo que Martín abriera los ojos de repente. Guido, más calmo, declaraba que a Silvia le darían el alta al día siguiente. Se pasó la mano libre por la pera, la observó y se la chupó. Sus compañeros de colegio hablaban de algo blancuzco, mezcla de plasticola y leche. Él había eyaculado aceite. Pudo comprobarlo después de chuparse la mano, cuando usó unas gotas de condimento y probó un bocado de la mitad del tomate que había dejado sin tocar. Sin limpiarse, tomó el inalámbrico.
–¿Estás loco hijo que llamás al celular? ¿Pasó algo?
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