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Por Juan Agustín Otero
I.
Entre la bestia y el gentleman, y también en los extremos, atisbo la virilidad. No hay nada en común entre el hombre sin modales que come desaforadamente un plato de ñoquis y el viejo que lo observa, desde una mesa aledaña, y se limpia las comisuras de los labios con una servilleta, lentamente, ceremonioso. O sí. La civilidad es represión y lo primitivo está en ambos: en el primer caso, como evidencia, y en el segundo, latente, agazapado. En el gentleman también está la bestia, pero oculta y enjaulada, al acecho. Es decir: esperando.
II.
Falsos extremos entonces. La bestia es la virilidad. Amar a la bestia es domarla. Matar al toro. Sin embargo, si la bestia es domada por completo deja de ser bestia para transformarse en animal doméstico. Una vaca que pasta en el campo amarillo. Los hombres engordan cuando están en pareja. Y luego son abandonados.
III.
Fuerza y temeridad. Decisión. Cortejo. Algo de estupidez. El perro de la calle y, después, el perro leal. La virilidad es, sobre todas las cosas, un carácter y el carácter pertenece al mundo de los animales, entendidos como simbología. Un lobo aterroriza la ciudad de Gubbio hasta que San Francisco hace el signo de la cruz. Llegan a un acuerdo. Desde entonces, los habitantes de Gubbio alimentan al lobo y él los deja en paz. La virilidad es las tres cosas: el lobo, el Santo y el pueblo. La bestia. El intermediario que puede entenderla y hablar su lenguaje. Y la civilización que hace suya la bestialidad y la mantiene lejos, en una caverna, pero viva.
IV.
Un sistema. De valores y de conductas. La virilidad no es un punto de partida, ni tampoco una descripción. La virilidad se alcanza, se sostiene y siempre se derrumba. A lo largo de una vida, el hombre descubre que su bestia es, en parte, imaginaria. El sistema resulta ser más bien un relato y el animal, una mancha sin contornos. Sin embargo, algo permanece fijo en la silueta negra. La mirada feroz, levemente brillante, debajo del sombrero o entre la pelambre. Es posible descomponer lo viril y borronearlo. Pero no podemos suprimir el principio generador: la violencia.
V.
La virilidad ha sido imaginada por los hombres para los hombres. Y después demandada por las mujeres que los hombres imaginaron para sí mismos. En la carne, no hay más que fragilidad. Pero nos movemos entre símbolos. Despreciamos la violencia y despreciamos la domesticidad. Por ende, amamos la violencia. Y amamos también la fragilidad de nuestra carne. Vemos bestias en todas partes, ya no sólo en el género masculino, y queremos amistad con algunas de ellas, sabiendo que van a mordernos. No puede quererse aquello que no es capaz, en algún momento, de hacernos daño. Por eso, ni las muñecas inflables ni los androides pueden sustituirnos. Amor y muerte: el viejo mito. Podemos reformarlo todo en nuestro mundo, salvo nuestra necesidad de dolor y de hacer doler.
VI.
Todo esto es un asco necesario. No estamos dispuestos a renunciar. El homenaje no es a Hobbes.
Etiquetas: Juan Agustín Otero, virilidad
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