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Por Karl von Münchhausen | Ilustración: Von Brandis
Que tu cuerpo esté cada jornada en un mismo lugar implica habituarse de maneras profundas, más de lo aparente. Algo de vos queda en ese espacio incluso cuando te vas. Tu energía queda ahí y empezás a nutrirte de ese sitio como una forma de pensar, de sentir y de vivir. Vos estás pero también sos ese lugar en donde pasás tiempo. La rutina es una jaula que te sofoca y te da seguridad cada día en proporciones distintas y de una u otra forma lo que deseás o padecés cobra existencia en relación a ese refugio y cárcel.
Yo atravesaba día tras día mi rutina conociendo los movimientos del bar al que iba siempre a hacer tiempo, de entenderlos a la perfección aún sin proponérmelo: el recambio de empleados a las cuatro de la tarde, el momento de mayor congestión de clientes a partir de las cinco, los horarios en que pasaban a limpiar los baños y el momento en que tenía que pedir que reinicien el módem porque el wifi era una mierda.
Justo después de que volviera la conexión, recibí un mail de Julia. Un simple “Hola. Tanto tiempo.” ¿Cuántos años hacía que no la veía ni hablábamos? Bastante, lo suficiente para suponer que volver a estar en contacto implicaría aceitar muy de a poco los engranajes del mecanismo del deseo, ir tanteando el terreno antes de moverse con firmeza en alguna dirección, hasta que por fin ella o yo sugiramos un encuentro. Demasiado trabajo, salí del bar sin contestarle.
Esa noche, justo antes de dormir, al igual que tantas otras veces, mi mente recorría inquieta cada recoveco del bar de la tarde como buscando algo, un escape que no implique huir por la puerta. Una salida ahí mismo. Iba desde el mostrador cercano a la puerta hasta el fondo con su jardín artificial y terminaba el recorrido subiendo las escaleras. Las imágenes del lugar se sucedían con un ritmo cada vez mayor hasta que Julia apareció de alguna manera superpuesta a eso, siendo un contraste. Y entonces me dormí con la absoluta certeza de qué contestarle.
Al otro día me senté frente a la laptop en la mesa de siempre y mientras tomaba café le escribí. Mi respuesta hablaba de la rutina del bar, de mi ligazón con él y la novedad de que ella me hubiese contactado. Dicho en otras palabras, le hablaba a Julia del bar y de que imaginaba que fuera escenario de algo. Para decirlo todavía con más precisión, le conté que fantaseaba con que me chupen la pija en el baño del bar. Y confirmando que la ausencia sólo puso al deseo a hibernar y la dinámica se conservaba a pesar de los años de alejamiento, demostrando que sólo bastaba de un pequeño chispazo para volver a sentirnos como antes, me contestó que le excitaba la idea, que iba a hacerlo, que le diera tiempo para organizarse.
En los dos días siguientes no podía dejar de pajearme imaginándonos. Iba al baño del bar y me masturbaba. No podía concentrarme en nada más que no fuese la idea de sus labios sobre mi pija, encerrados en un rectángulo con pared de venecitas en tonos de azul y el ruido acuoso de canillas o desagote de inodoros corriendo. Entonces me confirmó que iría en la siguiente tarde. Ultimamos detalles, le conté de las instalaciones: al haber en planta baja y otro en un primer piso, eso aseguraba que la circulación de gente sería menor en el baño de arriba. Y al ser las puertas de los cubículos de tamaño grande, es decir que no permitían ver las piernas desde afuera, eso aseguraba que la intimidad se preservara mejor con respeto a otros locales. Acordamos en que todo se haría en el más estricto silencio, sin intercambiar una sola palabra antes o durante. Nuestro pacto de sordidez.
Las horas hasta el momento del encuentro transcurrieron lento, una vigilia dolorosa hasta provocar ese portal de escape de lo cotidiano. Un peso enorme sobre mi cuerpo me obligaba a moverme con mucha dificultad, era la mezcla de la brutal excitación por la fantasía, de la ansiedad por volver a verla después de tanto y el miedo a ser descubiertos.
La esperé en una mesa central, cosa de verla en cuanto entrara. Pese al pelo corto y los anteojos negros, la reconocí de inmediato. Y entonces sólo me paré y subí las escaleras para que ella me siguiera.
Etiquetas: Autoporno, Karl von Münchhausen
[…] se anima. Mordió el anzuelo y entonces me pidió ejemplos y yo le empecé a contar toda la situación de la rutina y de las ganas de que me chupen la pija en el bar. Pero como yo me tenía que ir entonces le dije que le contaba mejor por mail y le pedí la […]