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Por Juan Agustín Otero
Kafka escribe. Entre la duda y la certeza, escribe. No sabe si lo que hace es bueno y luego lo sabe. Nada hay más alejado de la experiencia, dice, que la descripción de esa experiencia y, sin embargo, se empecina en describir, en recoger por medio de la escritura los gestos de sus amigos y de los actores que, una y otra vez, ve en los teatros de Praga. No es una consciencia desdichada, sino que parte de la hipótesis del fracaso para continuar haciendo: a sabiendas de que la escritura es una empresa inútil, desde un principio fracasada, tanto en términos económicos como vitales e incluso estéticos, persiste en su escritorio. Cree que la literatura se contrapone a la experiencia, que no resulta posible captar nada vivo a través de las palabras y se queja de su artificiosidad. Pero odia intensamente todo aquello que no es literatura.
Desea el reconocimiento y desea terminar lo que empezó: muere sin ser genuinamente reconocido, con apenas algunas cosas publicadas y muchos papeles desparramados que serán después reordenados en novelas. Kafka no es un sacerdote, pero elige una reclusión lo bastante monástica como para ser comparado con uno. Como Flaubert en su casa de Croisset, como Faulkner en su palacete de Missouri, como Saer en París y como Chejfec en Caracas y después en New York, Kafka se retira de un mundo para escribir sobre ese mundo. Se trata de una experiencia de aislamiento y autoexilio, sin desplazamiento en la geografía, que, por supuesto, como siempre ocurre, se ejecuta parcialmente y como se puede: Kafka no logra escapar de su trabajo ni de su familia, sigue juntándose con amigos, con frecuencia va al teatro, asiste a conferencias y viaja.
En este sentido, la reclusión de Kafka es, sobre todo, un movimiento de la consciencia: en algún momento indeterminado se convence de que no está hecho para la vida ni para la felicidad ni para las mujeres. Entonces, se interna dentro de la literatura. Piensa casi exclusivamente en literatura, habla casi exclusivamente de literatura y aun cuando tiene que tratar con asuntos reales lo hace de un modo incómodo, ridículo y exageradamente literario. Su compromiso siempre frustrado con Felice Bauer, las cartas que le escribe, los planteos que hace para justificar sus temores ante la perspectiva del matrimonio parten de un modo atroz de leer a, e identificarse con, Kierkegaard y de asociar la experiencia amorosa del filósofo con la suya propia. A su potencial suegro, le escribe una carta, incomprensible desde el punto de vista práctico pero admirable en todo lo demás, en la que le augura la infelicidad de su hija en caso de que prospere el casamiento, imitando los tragicómicos pasos del maestro danés.
Por supuesto, el casamiento no prospera. Y esa escritura enfermiza de Kafka prueba su desubicación y su desfasaje esencial con respecto al entorno.
Sin embargo, Kafka no es un delirante ni es Madame Bovary. Sabe que lo único que quiere hacer es leer y escribir y conspira contra cualquier otro deseo que pueda competir con esa misión ética. Hoy, este compromiso les resultará a muchos anacrónico, solemne o anticuado. Quienes desean articular el arte y la vida, derribando las barreras entre ambas cosas, ya entregándose sin ambages al coloquialismo, ya subordinando la escritura al éxito, ya despojando a la literatura de sus artificios modernistas y hundiéndose en lo puramente conceptual, ya ponderando lo experiencial por sobre lo escriturario, de cualquier modo, rechazan las convicciones kafkianas. Una vida al servicio de la literatura parece tan estúpida como una vida al servicio de la iglesia o de cualquier otra institución pretendidamente sagrada. Así piensan muchos contemporáneos.
Pero Kafka no es un fanático religioso ni un monje en el monasterio, ni tampoco un enfermo mental, no por completo. Es un hombre que, ante la duda sobre la calidad de su obra y sobre la calidad de su vida, persiste e intenta; es un hombre que reafirma sus débiles creencias literarias como único modo de permanecer dignamente en el mundo, aunque le cueste su salud y toda esperanza. Un escritor puede o no ser un fanático: lo que nunca podrá ser es una persona sin convicciones.
Kafka, a pesar de su escepticismo y de su lenta autodestrucción, sigue adelante y escribe.
Etiquetas: Franz Kafka, Juan Agustín Otero
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