Blog

Por Guido Petrucci
La noche está pesada. Las sábanas se me pegan en las piernas y en la espalda, y Mario no deja de roncar. No aguanto más. A pesar de la pastilla, no me puedo dormir. Miro el póster de Vélez campeón pegado en la pared celeste y, más acá, la imagen de la virgen en el cuadro y el rosario colgándole a un lado. Desde las rendijas de la ventana entran líneas de luz amarilla, provenientes del foco lleno de bichos que está enfrente. La imagen que tengo de esos focos me transporta a mi niñez, a los veranos en lo de la tía Rogelia y a las guerras de barro en el patio de Antonio. Entonces sonrío, pero igualmente pienso que no quiero que haya vida después de la muerte, que mejor olvidarnos de que alguna vez hayamos existido. Y lloro un poco. Sigo recordando y me parece oler el tuco de los tallarines de la vieja y escuchar el galope de los caballos del viejo, muertos ambos hace ya tanto tiempo. Y las voces de mi hermano y de mis amigos. Pero ya murieron todos. Ni mis hijos ni mis nietos me importan. Me quiero morir.
Tengo ochenta y siete años. Mi cuerpo está débil, no puedo moverme sin el bastón y me la paso tosiendo todo el día. Desde hace algunas semanas me trajeron a la fuerza a este geriátrico de mierda. La última vez que vi a algún familiar fue cuando mis nietos me dejaron acá. Estoy triste, demasiado triste. Paso las tardes frente al televisor, sentado en la reposera o en el sillón destartalado, derrochando en pavadas, junto con los demás, las pocas horas que me quedan en el planeta. Tengo una aguja conectada a una de las venas de mi brazo derecho, por medio de la cual me meten suero y medicación. El enfermero de la noche me dice que si no fuera por esa aguja ya estaría muerto y me reta porque no quiero comer. Yo le respondo que me haga el favor de desconectarme de una vez y me deje ir, para ahorrarle dinero a la mutual y aire a los demás mortales. Él me contesta que lo haría con mucho gusto, pero que no quiere ir en cana. Y después cambiamos de tema, nos reímos, él se va y yo me duermo.
Ahora estamos merendando tostadas con mate cocido. El mantel a cuadros y el nylon que lo recubre me recuerdan que estoy en un geriátrico y me deprimo. En el televisor pasan una novela en la que hablan raro y los protagonistas tienen hasta dos o tres nombres. Ninguno de nosotros habla. Somos como zombies. El ruido de algo parecido a un disparo entra por la ventana y me distrae. Miro: afuera todavía hay sol. No sé por qué, ni cómo me animo, ni de dónde saco fuerzas, pero me levanto de la mesa y, aprovechando que la enfermera de la tarde se fue a la cocina, empiezo a caminar, muy despacio, hacia la puerta. Todos me miran pero nadie dice nada, menos por compinchería que por indiferencia. Unos minutos después, milagrosamente, estoy parado en la vereda, apoyado en mi bastón, mirando las casas vecinas, el inicio del crepúsculo, los autos que pasan. Desde la esquina derecha tres chiquitos se me aproximan pedaleando sobre sus bicicletas. Dos de ellos me esquivan y siguen y el otro frena y se me queda mirando. Tendrá diez años. Al principio, su mirada no me dice nada, no hallo en ella nada específico. El ruido de otro disparo -ahora estoy seguro de que alguien está disparando- vuelve a distraerme e intento definir desde dónde viene. El niño sigue mirándome raro: su boca, ahora, está semiabierta y parece estar como en estado de shock. Lo miro fijo y logro entrever, en el brillo de sus ojos, algo conocido. Entonces sobreviene el recuerdo de mis pesadillas y, con ellas, el terror.
Sufrí la primera de mis pesadillas cuando tenía ocho años. Lo recuerdo porque, con el correr del tiempo, fui anotando todo en mis cuadernos. En ese entonces vivíamos en Chivilcoy, en una casona cerca de la plaza Varela. Mi hermano mayor dormía en la cucheta de abajo y yo en la de arriba, junto a una imagen de Gardel pegada en la pared, cerca del techo. En el sueño de aquella noche lluviosa, yo era un adolescente y venía conduciendo un Torino color gris, acompañado por un señor de no más de cuarenta años, a quien yo sentía como a un amigo. De repente, un camión se nos cruzaba y yo pegaba un volantazo, logrando evadirlo, pero no pudiendo esquivar una montaña de tierra que había sobre la vereda opuesta. Al chocar con esa montaña, el auto se elevaba por los aires y, antes de caer y romper la pared de una casa, yo lograba cubrir al señor con mi cuerpo y salvarle la vida. Pero minutos después salíamos del auto y un pedazo de techo se caía sobre el señor, matándolo en el acto, y lastimándome un poco a mí. Ahí me desperté gritando.
¿Cómo te llamás?, le pregunto. El niño sigue paralizado y no me responde. Escucho la sirena de la policía. Es una locura que por fin esto esté pasando.
Me desperté muy transpirado de la segunda pesadilla, una tarde helada de domingo, mientras dormía la siesta en la casa de Raquel, la primera novia de mi vida. Tenía 16 años. En aquel sueño, yo era un pibe de, pongámosle, veintitantos años, y paseaba con mi moto nueva por las calles de un pueblo desconocido, buscando una estación de servicio para cargar nafta. Después de muchas vueltas, un cartel de YPF se asomaba por una esquina y yo me metía. Quien me atendía era un tipo de sesenta y pico de años, con quien empatizábamos de inmediato y nos poníamos a charlar. Recuerdo que me contaba que era hincha de Platense y que le gustaba Leonardo Favio. Era canoso y tenía bigotes. La sensación, en ese momento del sueño, era que nos conocíamos de antes, que ya nos habíamos visto. En un momento, yo estaba a punto de arrancar la moto para irme, pero notaba que la manguera que había usado el señor para cargar el tanque de mi moto tenía una pequeña pérdida, y se lo hacía saber. Él me respondía, sonriendo, que estaba todo bien, que esa pérdida era una vieja compañera y que no había peligro. Entonces yo tomaba la precaución de no prender la moto ahí e irme con ella de tiro, caminando, hasta salir de la estación, pero una enorme explosión acababa con todo a mi alrededor, y yo quedaba lastimado pero vivo, a unos metros del lugar. Y entre todo el fuego y la polvareda lograba divisar su cadáver.
¿Te parezco conocido?, le vuelvo a preguntar. Siento un poco de miedo, pero comienzo a reír. El niño sigue sin hablar pero creo que ya me reconoce. La lluvia de disparos que escucho a pocas cuadras me refiere un tiroteo.
Ahora no lo recuerdo bien, debería revisar los cuadernos, pero creo que la quinta o sexta vez que tuve la pesadilla fue mientras viajábamos en avión, con uno de mis hijos, rumbo a Ushuaia. En el sueño también viajaba en un avión, pero con mi padre, siendo yo un pequeño de aproximadamente doce años. En ese vuelo, una tormenta impresionante, cargada de rayos y de mucha agua, obligaba al piloto a efectuar un aterrizaje forzoso entre los valles de un cordón montañoso. Yo no sabía cómo poseía ese conocimiento, pero debía avisarle al piloto que aguante un poco más, que a pocos kilómetros mermaba la tormenta y se vería un claro, y que si no me hacía caso iba a morir él y gran parte de los pasajeros a bordo. Entonces corría hasta la cabina, la puerta jamás se abría y, en seguida, se empezaban a ver, por las ventanillas, iluminados por las luces de la tormenta, los árboles con los que chocaba el avión. Los sobrevivientes éramos muy pocos. Yo terminaba lastimado, buscando a mi viejo por entre los restos del avión y me topaba con el cadáver del piloto.
Me estoy tranquilizando. Después de todo, ya era hora. Miro otra vez al niño. Le pregunto si está bien y asiente con la cabeza. Empiezo a contarle la historia. Le digo que, en total, durante toda mi vida, aquella horrible pesadilla me visitó quince veces. Las tengo bien redactadas, una por una, obsesivamente. Le cuento muy por arriba, para que empiece a entender lo que está sucediendo, lo que pasó en algunos de esos sueños. El tiroteo se escucha cada vez más cerca. Tengo que apurarme. Le explico un poco mejor y más directo. Le hago ver que en todas las pesadillas cambiaron los detalles, los escenarios, las maneras de morir, mi edad y la del tipo al que intentaba salvar, pero se repitió el argumento. Cuando le digo “argumento” me mira extrañado. Le explico que el argumento es lo estructural, lo que se repite: un tipo más joven, o sea vos, le digo, intentando salvar a uno más viejo, o sea yo, le aclaro, saliendo lastimado y no consiguiéndolo. De a poco me entiende. Le pregunto si alguna vez soñó algo así, y me responde que sí. También le pregunto si en alguno de sus sueños le pareció verme a mí aunque no era yo, y asiente. Entonces hace una mueca e intenta decirme algo, pero lo interrumpo. Perfecto, le digo, pero mejor no perdamos más el tiempo. Andá a tu casa, buscá a tu mamá y quedate con ella. Aunque seas el encargado de salvarme, ya sabés que no vas a poder, así que mejor andá. Ah, y acordate de que vas a salir lastimado. No te va a pasar nada, un cortecito pequeño o algo así, pero quedate cerca de tu mamá. El niño tira la bici, sale corriendo y entra en su casa, la cual queda a pocos metros del geriátrico, en la misma cuadra.
Camino, despacio, hacia el medio de la calle. Respiro hondo. El tiroteo está a la vuelta. Siento la brisa en el rostro y pienso que las brisas son un milagro. Tiro el bastón y quedo parado, casi haciendo equilibrio. Estoy esperando a la muerte en el atardecer de esta calle. En la esquina doblan dos autos a toda velocidad. Siento un ardor en el hombro izquierdo: creo que es un balazo. Me caigo de espaldas y, mirando algunas estrellas que ya se asoman, espero recibir otro disparo o que me pasen por arriba. Pasa el tiempo. No me duele nada. ¿Ya estoy muerto? Había cerrado los ojos. Sigo tirado en la calle, lastimado. Escucho el grito desesperado de la madre del niño y comprendo que mi tortura en el geriátrico continúa.
Etiquetas: Guido Petrucci