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Por Karl von Münchhausen | Ilustración: Von Brandis
Una virtud suya es lograr que cada vez que la veo necesite someterme a ella. No voy con esa idea, pero rendirme termina siendo el único camino que encuentro. Eso resulta así porque, sin importar qué tanto trabajo tengamos, se las arregla para que todo sea un preámbulo del sexo incluso sin hacer nada concreto. Bueno, admito que quizás soy yo quien interpreta todo en función de coger.
Nuestros encuentros se dividen en dos partes. Al principio hay toda una formalidad donde no hay lugar para nada, ella es impermeable a cualquier indirecta o sugerencia mía. Hasta que se aburre o se cansa y entonces habilita una escalada rápida en la cual, en pocos minutos, yo paso de no pensar en nada a no poder dejar de pensar en que quiero sentir su boca atragantándose con mi pija.
Esta vez estábamos eligiendo el contenido para ilustrar el texto de un proyecto.
—Nos quedan pendientes las diapositivas tres y cuatro —le dije.
Como el banco de imágenes que usábamos no nos convencía, decidió fijarse en otras que tenía archivadas en su vieja netbook. Fue hasta su cuarto a buscarlas. Tardaba. Varios minutos. Y yo pensé que esa demora inauguraba la segunda parte de nuestro encuentro, porque su ausencia me hacía pensarla; la imaginaba a ella y lo hecho en veces anteriores, recordaba su voracidad. Y cuando me di cuenta yo estaba entrando a su habitación, guiado por el deseo, sentándome en su cama mientras ella, acostada y con la netbook sobre las piernas, seguía buscando el material sin prestarme atención.
Siempre fue desordenada y era obvio que no tenía idea dónde había guardado los archivos. Así que no era una demora fingida. De verdad estaba concentrada y yo me impacienté ante la situación. Ella navegaba por carpetas al azar hasta que la hice detenerse en una que me llamó la atención. No era el directorio que buscábamos pero su nombre era Milo Manara. Le pedí que entrara sabiendo lo que iba a encontrar y ella no dudó en hacerme caso.
Empezamos a ver las imágenes sin decir nada. Amazonas, orgías romanas, mujeres desnudas atadas y sirenas. El erotismo del tano me estaba por hacer explotar la cabeza y ella me contaba lo mucho que le gustaba el dibujante, y a cada frase le seguía silencio y sucesión de clicks. El silencio siempre anuncia, y en un momento la miré, me miró y sentí que me tocaba una pierna. Era su pie rozándome. Me quedé callado, inmóvil, mientras ella seguía deslizándose por mi pantalón hasta tocar mi pija. Dejándome ganar me recosté mirando el techo. Ella se incorporó, dejó a un lado la máquina y abrió mi pantalón siguiendo la tradición de que con ella nunca hay besos previos.
Empezó a chupármela mientras yo seguía sin decir nada, sin mirarla. La imagen del cielorraso y del ventilador encima mío acompañaban a la sensación de su lengua sobre mi pija. Me hizo acabar. Siempre me hace acabar antes de cogerla. Ella busca eso porque le gusta mi leche. Le gusta en serio, no es una expresión. Lo dice siempre y nunca deja caer una gota afuera de su boca. Después se acercó a una esquina y abrió un cajón plástico de seguro comprado en Colombraro o en algún lugar similar, y sacó un consolador amarillo.
—Antes vibraba pero se rompió y ahora en vez de vibrar se pone caliente —explicó, riéndose.
La mala calidad del juguete sexual me hizo pensar que lo había comprado en el mismo lugar que el cajón plástico. Lo agarré, me arrodillé frente a ella en la cama y empecé a masturbarla. Acerqué mi cuerpo para que me sintiera cerca, para que me pidiera que la coja. Unos minutos más tarde la cogía mientras ella lamía el vibrador. Después lo refregaba por su clítoris y acababa así. Y lo volvía a chupar y volvía a acabar. Ella hubiera podido estar días enteros así, si por momentos parecía que se olvidaba que yo estaba ahí y se dedica a sentir placer con los ojos cerrados.
Hasta que recordó mi existencia y me dirigió la palabra.
—¿Me vas a dar tu leche? —me dijo de modo entrecortado por el movimiento.
Volví a acostarme mirando el cielorraso y me masturbó hasta que acabé sobre su mano. Con el vibrador acarició mi verga todavía dura y mojada y lamió de él todo el semen que pudo. Más tarde me vestí, abrió la puerta y me fui mientras me prometía que me iba a grabar todo lo que tenía de Manara en un pendrive. Recién al volver a casa me di cuenta de que las diapositivas tres y cuatro del proyecto quedaron sin imágenes.
Etiquetas: Autoporno, Karl von Münchhausen