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Por Enrique Balbo Falivene
“El lenguaje, la palabra, es una forma más de poder, una de las
muchas que nos ha estado prohibida”
Victòria Sau (Barcelona, 1930-2013)
Hace muchos años, en una reveladora y fría tarde manchega, alguien me invitó a aceptar que mi destino era la sensibilidad y el fracaso; no podía saber que este último me iba a aislar, me iba a excluir de toda academia y de todo corpúsculo, pero también me iba a convertir en un erudito.
Desde aquel día me dediqué a lo inútil, a lo ambiguo y a la pérdida con inmenso placer y ninguna culpa. Vivía en un pequeño pueblo de la provincia de Toledo (“ancha es Castilla”) de no más de mil almas; trabajaba por las mañanas como delineante en un desértico estudio de arquitectura; escribía en una pretenciosa publicación de izquierdas que combatía, sin resultados, la monarquía española; traducía, para acercarme aún más a la Lisboa de Fernando Pessoa, el Sostiene Pereyra de Antonio Tabucchi con la ayuda de mi madre vía fax; colaboraba en un proyecto para la Fundación Ortega y Gasset sobre la inquisición que por suerte nunca se publicó, y esbozaba una novela sobre judíos y catacumbas que al terminar tuve la coherencia de quemar por ilegible. Hacía todo esto con veinticuatro años y tenía todos los sueños del mundo, los mismos que sigo teniendo ahora que he alcanzado la cincuentena.
También tenía una novia alemana que se llamaba Renatha (así, con hache intercalada) que estudiaba filología hispánica y lanzaba la jabalina, algo muy alemán. Su brazo derecho era una viga de hierro; abría los frascos de mermelada con dos dedos y por las noches, cuando se metía en mi cama y se me montaba encima, tenía la sensación de que iba a descolocarme las caderas y a romper los largueros de la cama. Aunque de mí creo que lo que más le divertía era el hecho de hablar castellano como Lope o como Cervantes; decir en pleno siglo veinte duraznos en lugar de melocotones le parecía un hallazgo, y el “vos” rioplatense una singularidad del idioma.
De aquella época de tan frenética actividad recuerdo que compraba cada mes una revista que se llamaba “Lecturas”, que traía las noticias de literatura de la península. Leía las reseñas y las críticas, las novedades editoriales y las entrevistas a los escritores del momento. Allí, en la fotografía que acompañaba a cada escritor, empecé a ver que había un libro que se repetía casi cada mes. Era un grueso ejemplar en blanco y negro y estaba en cada escritorio, a veces cercado por papeles; otras junto a una Olivetti; otras, como base de tazas y ceniceros; otras, las menos, en una biblioteca, de pie, erguido como una lanza e imponente como una torre. Pero la distancia de la fotografía no me permitía leer el lomo ni ver el título de las tapas.
A raíz de mi pulsión, que hoy mantengo, por dilucidar lo que siempre se halla en segundo plano, empecé a investigar de qué se trataba. Ya llevaba casi un año viendo ese extraño ejemplar en no menos de diez publicaciones. Consulté a los más avezados lectores del pueblo y a un carcomido profesor de historia medieval sin éxito. Finalmente opté por acercarme a Toledo, a casa de un viejo librero ya jubilado y amigo de muchas tertulias revolucionarias, un viejo y respetable republicano con memoria de elefante. Lo reconoció de inmediato y lo que me descubrió fue una especie de paraíso, una gloria encuadernada: el libro, en dos gruesos tomos en blanco y negro, era un diccionario de uso del español. Se llamaba María Moliner pero todos, en confianza, le decían “El Moliner”.
María Moliner (Zaragoza, 1900-Madrid, 1981) hizo el bachillerato en la prestigiosa Institución Libre de Enseñanza y luego se licenció en historia. También fue archivadora y bibliotecaria por oposición. Su plan de bibliotecas, que desarrolló durante la segunda república es, aún hoy, uno de los más progresistas de Europa y uno de los más integradores. Llevó el libro a las aldeas rurales y propuso el intercambio internacional de ejemplares. Gestionó el libro, y las bibliotecas, como vehículo social regenerador.
En lo que a su diccionario se refiere sabemos que le vino la idea ante un regalo de su hijo, que, hacia 1952, le trajo de París el Learner’s Dictionary of Current English de A. S. Hornby. Pensó en componer un diccionario en seis meses (tardaría quince años) con un método tan austero como eficaz: dividió una cuartilla en cuatro partes y a cada parte le asignó una palabra y su definición. Así empezó a acumular páginas en su casa a las que llamaba “fichas”. Emprendió esta tarea sola y con un lápiz. Lo publicó en 1966 la Editorial Gredos y resultó dos veces más largo que el de la RAE y mucho más inquietante, mucho más sugestivo. Las virtudes del diccionario de Moliner son muchas; recoge el habla de la calle y los modismos, redefine las palabras, o, para entendernos, el DRAE es un diccionario autoritario, el Moliner es plenamente intuitivo y revolucionario.
Transcribo una definición. DRAE. Canica: bola pequeña de barro, vidrio u otra materia dura que usan los niños para jugar.
María Moliner. Canica: bolita de barro cocido o de vidrio que usan los niños para jugar, particularmente al “gua” o “juego de las canicas”, que consiste en hacerlas rodar por el suelo, pegar a una con otra e introducirlas en un pequeño hoyo según ciertas reglas.
El diccionario empezó a circular y de inmediato fue adoptado por los escritores quienes vieron en Moliner una voz disidente y agitadora. Pero los coletazos de la guerra civil y el brazo duro del franquismo, con sus represalias políticas, acabaron por soterrar los planes del diccionario y las gestiones culturales de su autora. María Moliner fue rebajada dieciocho puntos en el escalafón de bibliotecarios y relegada a una poco dinámica biblioteca: la de Ingenieros Industriales de Madrid, en la que permaneció hasta su jubilación.
Tampoco consiguió ocupar, pese a su gigantesco y silencioso esfuerzo, pese a su irremplazable monumento, un sillón en la Real Academia. Sin embargo nunca se quejó. Cuando le preguntaron afirmó sin estridencias que si hubiera sido hombre otra hubiera sido la historia. María Moliner fue una pionera universitaria, una intelectual comprometida con la república y que supo tramitar, en forma brillante, todos los puestos que desempeñó. Supo adaptarse y mostró el camino a las nuevas mujeres que después iban a destacarse en el siglo veinte.
En cuanto a mi he de contar que una oferta de trabajo me hizo abandonar el pequeño pueblo, y me instalé en Madrid. Allí conocí una muchacha, más furiosa que Renatha, con la que empezamos a congeniar. Al año de noviazgo esa muchacha me regaló el María Moliner y poco tiempo después nos casamos. Ya llevamos los tres, la muchacha furiosa, el Moliner y yo, veinte años de feliz matrimonio. (Recuerdo que al recibir los dos pesados tomos y abrirlos al azar leí esta traviesa definición: Amarillo: color del limón).
Al final nuestros fracasos, nuestros encierros, nuestras lecturas, son pequeñas eternidades; cuando a María Moliner le preguntaban cuál era en realidad su oficio ella contestaba “soy remendadora de calcetines”.
Etiquetas: Diccionario, Enrique Balbo Falivene, María Moliner