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Por Luciano Sáliche
Cuando era chico le pregunté a mi catequista si los animales iban al cielo. La religión católica tiene sus baches y la curiosidad infantil puede hacer, con tan solo una pregunta, de un pozo un cráter. El destino de las almas de cualquier bicho no humano después de la muerte merecía una premura completa. ¿Acaso son máquinas, adornos coloridos, objetos animados que se mueven en nuestro paisaje sin más función que la decorativa? Algo de eso hay cuando la humanidad es protagonista, sin embargo ese lugar accesorio —no es lo mismo una foca de cerámica traída de Mar del Plata que un gato de la suerte japonés maneki neko— es mucho más que un detalle; es lo que Barbara W. Tuchman llamaba detalle corroborante, lo que revela una verdad histórica. Pero, ¿de qué verdad histórica hablan los animales en la literatura? ¿Qué verdad histórica nos señalan los detalles en una cotidianeidad como la nuestra?
El desencanto (o la evidencia) por las reglas que hacen girar al mundo, el azar que acomoda las piezas y casi siempre las acomoda mal, se plasma con cierto regocijo en El cielo de los animales de David James Poissant, un libro exquisito que se publicó en 2014 en Estados Unidos y que llegó a la Argentina en 2016 editado por Edhasa. La sorpresa entre los lectores de estas frías tierras al sur del planeta estuvo bien fundada: los quince cuentos que conforman el libro dan muestras de su capacidad de narrar, de atrapar al lector y no soltarlo durante horas; trescientas cuarenta y tres páginas de una prosa económicamente seca y de un paisajismo envolvente sin más expectativas que la de contar buenos cuentos. Cuando hablé con él en un hotel de lujo minimalista en Palermo Hollywood me dijo que la idea original era que los animales aparecieran como detalles en todos sus relatos, pero finalmente no fue así. “Después me pareció una idea bastante simplista —comentó—, no podía ser ese el eje del libro, entonces opté por armar la selección de manera que hubiera como un énfasis mayor en la cuestión de la dificultad de comunicarse”.
Así como la vaca en Lumbre de Hernán Ronsino o el axolotl en Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued —quizás se podría mencionar “La gallina degollada” de Horacio Quiroga y «Los venenos» de Julio Cortázar como ejemplos a la distancia— expresan un punto de fuga en la narración o, para decirlo mejor, un espejo difuso de las relaciones sociales protagónicas (detalle corroborante), los animales que describe este escritor estadounidense muestran el exotismo de la cotidianeidad. Un lagarto gigante en una jaula casera del patio que hay que cargarlo a la camioneta, un lobo terrorífico que mira por la ventana, un perro que muerde a su dueño antes de morir, un grupo de focas tragando piedras, una gata que se escapa como el amor, como los buenos momentos. Pequeñas pinceladas que le dan brillo a la obra.
Hay lecturas y lecturas. Algunas pueden volverse tediosas e imbricadas, otras son superficiales como las gaviotas que vuelan sobre el mar, incluso están las lecturas que se vuelven intermitentes, por lapsos entrecortados, pero leer El cielo de los animales de David James Poissant es una experiencia distinta e intensa porque tiene la potencia norteamericana descarnada, la que también puede verse en Noah Cicero, por ejemplo. Literatura post-apocalíptica. Tras el atentado a las Torres Gemelas, la crisis financiera de 2008 y la llegada de Trump a la Casa Blanca, Estados Unidos ya no es el mismo, no tiene el brillo estridente de Hollywood ni la gracia ciega de Disneylandia. El imperio está en llamas. ¿Y dónde crece ese fuego? En los suburbios, en los márgenes de una utopía de confort y seguridad que se fue evaporando con los años hasta volverse un recuerdo borroso, que no se sabe si realmente pasó o fue un sueño raro. David James Poissant muestra eso: ciudadanos con vidas mínimas e intrascendentes que pendulan entre la miserabilidad, la tristeza crónica y la mala suerte. Una sociedad descompuesta pero que, y a pesar de todo, aún guarda chispazos de esperanza, de dignidad, de amor. Como flores que sobreviven en un basural.
¿De qué hablan estos cuentos? En “La amputada”, un recién divorciado se deja atrapar por la sensualidad de una joven sin un brazo; en “100% Algodón”, un chico dice cómo doblar una remera en lenguaje de señas mientras es asaltado a punta de pistola (una vez más); en “El fin de Aarón”, el brote psicótico de un muchacho sobre el apocalipsis no le impide a su novia seguir amándolo; en “El último de los grandes mamíferos terrestres”, dos primos amantes muestran la decepción de un amor imposible; en “La geometría de la desesperación”, una pareja se enfrenta al vacío innombrable después de la muerte súbita de su bebé; en “Cómo ayudar a tu marido a morir”, el cáncer como camino hacia la muerte se vuelve una guía de instrucciones conmovedora; y en “El cielo de los animales”, un padre lucha contra los prejuicios y las malas decisiones para reencontrarse con su hijo gay que está muriendo de SIDA en la otra punta del país. Bueno, y así; como para nombrar algunos. No sólo es el tono, la forma seca de ir hacia adelante, la ráfaga de detalles, la economía narrativa, además están los temas escogidos; en sus palabras: la dificultad de comunicarse. Pero también cabe destacar que la traducción —a cargo de Teresa Arijón y Bárbara Belloc— es un elemento que vuelve al libro un objeto nítido y sin interferencias. Por ejemplo, cuando Linda se prueba unas botas, dice: “Me quedan pintadas”. O cuando Jason se entera que unos obreros piropearon a su madre, exclama: “Chupapijas”.
¿Por qué calan tan hondo estos relatos? Acá van más ejemplos. Cuando quiere referirse a una pareja rota, dice: “No eran más que dos personas que compartían platos y cubiertos”. Cuando habla del desencanto social, dice: “Uno empieza a pensar que toda la gente es horrible, cuando en realidad sólo la mayoría lo es”. Cuando la trampa se vuelve cliché, dice: “¿En qué se transforma el sexo clandestino cuando empieza a ser cotidiano?” Cuando ya no hay vuelta atrás, se pregunta: “¿Qué lo prepara a uno para una vida bajo un puente y con el agua al cuello?”. Cuando ve la esperanza como un pasado lejano, reflexiona: “Recuerdo cómo era ser niño, antes de que la vida se pusiera tan asquerosamente complicada”. También se refiere a las ambiciones caprichosas: “Pregúntese por qué usted nunca quiere algo hasta que es imposible tenerlo”. Y por último, una breve y algo demoledora cita sobre las desgracias: “Cada uno de nosotros sabe que nos tocó la peor parte (…) Nosotros no somos especiales, nos tocó sufrir por azar, mala suerte.”
Hace dos semanas Mary Schafer, una conservadora del Museo de Arte Nelson-Atkins, se puso a ver por enésima vez las obras que protegía. Lo cuadros que cuida en el edificio de Kansas City del brutal paso del tiempo son añejos, por eso merecen meticulosidad a la hora de ver pequeñas roturas, generalmente imperceptibles para el ojo no entrenado. Pero cuando estuvo frente a Los olivos de Vincent van Gogh —un cuadro pintado en Saint-Rémy, Francia, en septiembre de 1889— vio un detalle imponente: descubrió un saltamontes incrustado en la gruesa pintura. ¿Cómo nadie lo vio antes?, habrá pensado. “Van Gogh trabajó al aire libre, y sabemos que él, al igual que otros artistas plein air, lidió con el viento y el polvo, la hierba y los árboles, y las moscas y los saltamontes”, explicó el director del Nelson-Atkins, Julián Zugazagoitia. Desde Kansas, ciudad donde se encuentra el museo —Kansas, el estado homónimo, está justo en el centro de los Estados Unidos—, la noticia se propagó en todas las direcciones. Recorrió el globo. ¿Cómo nadie vio antes este detalle?
En Argentina un saltamontes es un grillo. No es algo exactamente igual, pero para nosotros sí. Lo mismo ocurre con las langostas. Son parientes, fueron el mismo insecto hace 251 millones de años. Bichos que, pese a ser simples bichos, adoran el protagonismo. Por ejemplo, en 2016 hicieron temblar a los chacareros de Santiago del Estero, Tucumán, Salta, Catamarca, San Luis y Córdoba cuando desataron —así lo catalogó la Confederación Rural Argentina— el peor ataque de langostas de los últimos 50 años. Setecientas mil hectáreas afectadas por esta plaga no es poca cosa. Las imágenes que mostraron los diarios y portales no dan miedo ni asco; simplemente hablan de cómo un detalle, al capturar toda la atención, puede ser tan terrible. Pero, ¿tanto pueden los animales? Son el exotismo de lo cotidiano, pinceladas que le dan brillo a la obra, vidas insignificantes que cumplen un papel accesorio. Aunque de todos modos, así como la plaga de langostas, ese saltamontes en el cuadro de Van Gogh no irá al cielo. Mucho menos los animales del libro de David James Poissant. Nosotros, los humanos, tampoco.
El cielo de los animales
David James Poissant
Edhasa, 2016
343 páginas
Etiquetas: Animales, Bárbara Belloc, Barbara W. Tuchman, David James Poissant, Julián Zugazagoitia, Literatura, Mary Schafer, Teresa Arijón, Vincent van Gogh