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Por Marisol Lema
Para entrar a Guatemala desde México hay que cruzar, en canoa, un río plagado de cocodrilos. Es un ingreso digno de Centroamérica, territorio salvaje, precario y a merced de una naturaleza poderosa, en el cual el instinto de supervivencia es casi lo único que se tiene. En la orilla no hay puesto de migraciones, nadie que bloquee el paso. Apenas un camino de tierra, un caserío y una mujer preocupada por no saber cómo explicarle a su hija la manera de evitar un embarazo para que no esté condenada, como ella, a ser una madre joven. Y el calor, siempre el calor.
Al avanzar hacia el sur, el campo se extiende, el cielo se ensancha y el suelo se ondula en lomas verdes. Huele a barro y a hierba. De cuando en cuando, una mujer mulata que carga un bulto en su cabeza interrumpe la soledad. El observador atento notará chozas camufladas con hojas de palmera al lado de las siembras. Si la tierra tuviera corazón, acá latiría más fuerte.
Esta noche diluvia en Flores y la isla se quedó sin electricidad a la hora de la cena. Hannah escucha una radio a pilas. “De mis abuelitos”, dice, sentada en un sillón viejo ubicado en la pequeña recepción del hotel más barato del lugar. Todo es penumbra y ruido de lluvia sobre el techo de chapa. Un par de velas iluminan de anaranjado sus rasgos masculinos que reflejan antepasados indígenas: nariz ancha, labios gruesos, ojos oscuros, párpados amplios, piel café, cejas tupidas, pelo negro ondeado sobre sus hombros fuertes, manos enormes con venas marcadas. El solero blanco con estampas azules le llega a los pies y marca su busto debajo del escote.
Todas las noches, Hannah toca la guitarra y canta en el restaurant San Telmo a cambio de las propinas que sirven para pagar su cuarto en el hotel de enfrente.
Pero esta noche no. La isla está sumergida en la oscuridad y el agua cae como una cortina sobre el empedrado. Aunque aún nadie lo sabe, un huracán golpea en estos momentos las playas de Bélice, y desembarcará en Flores durante la madrugada.
Hannah habla con suavidad aunque su tono es grave. Tal vez acostumbrada a ver preguntas en los ojos de sus interlocutores, explica, sin que nadie lo pida, que es hermafrodita. Detalla que nació con testículos y ovarios, y que el cuatro por ciento de la población mundial es como ella.
Recuerda su pubertad y el cambio en su voz como un hito que al instante relaciona con una violación sufrida a los 10 años. Confiesa que no tuvo relaciones sexuales tras ese día, y no sabe decir si le gustan las mujeres, los hombres o ambos.
Unas seis horas se tarda en llegar a Santa Elena desde la frontera. El campo queda atrás, también el olor a hierba; y gana lugar la fritanga, la podredumbre y los caños de escape; puestos de pollo frito. Edificaciones derruidas, pobres, grises; ruido de mototaxis. Funerarias ofrecen ataúdes en plena calle. Algunas también ofrecen fotocopias. Después de todo, cualquiera que haya tenido que encargarse de trámites mortuorios sabe que el ataúd y los documentos fotocopiados son un matrimonio ante la desgracia.
De Santa Elena sale un camino que cruza el lago Petén Itzá hasta la Isla de Flores. Allí la vista se inunda de callecitas empedradas que se bifurcan entre casas coloridas, como una maqueta lista para recibir a los miles de turistas que llegan hasta allí para visitar las ruinas de Tikal, una antigua ciudad maya, ubicadas a 63 kilómetros.
Detrás de la mayoría de las puertas antiguas de madera se encuentran hostales que ofrecen menúes con opciones veganas en inglés, granola, wi fi y vistas al lago. Los trabajadores llegan cada día desde Santa Elena. Quienes pernoctan en la isla suelen tener orígenes distantes de aquellos Itzaíes que en estas tierras resistieron la conquista española adorando a sus dioses paganos.
Hannah nació en Detroit, donde los médicos no pudieron ayudarla y donde vivió hasta que su papá murió, cuando ella tenía 18 años. Fue entonces que decidió viajar a Guatemala, tierra natal de sus padres, para buscar a su mamá, quien había abandonado el hogar familiar en Estados Unidos años antes.
Al llegar supo que estaba muerta.
«Guatemala no tenía nada para mí, así que me quedé a vivir en la calle», dice como acostumbrada al desamparo. Allí convivió con prostitutas y demás personajes nocturnos durante unos 20 años. Hannah tiene cuarenta y pocos, y cuatro intentos de suicidio. No tiene hermanos, porque sus padres temían que un nuevo hijo naciera como ella.
Hannah habla de su soledad, de sus «hermanos y hermanas del camino” que se detienen a escuchar su historia y besa su guitarra azul.
«Mejor sola que mal acompañada, dice mi hermana…», canta Hannah con la guitarra sobre sus piernas abiertas, dando inicio a una nueva canción que parece mantenerla del lado de los vivos. Luego pide una propina que la salve de la noche sin trabajo y la ayude a pagar la pieza que la refugiará de la tormenta.
Más tarde, cuando todos duerman, el huracán llegará y el viento azotará de frente la isla. Apagará las velas, golpeará puertas y ventanas, y hará temblar las paredes con un zumbido aterrorizador. Se volarán techos, las palmeras se doblarán tanto que sus copas rozarán el suelo, el lago se llenará de olas y la lluvia seguirá cayendo. Algunos ceibos se rendirán sobre el camino que conecta la isla con el territorio. Del otro lado, en Santa Elena, decenas de personas deberán dejar sus casas. La viejita que vende pan de banana temerá que el lago suba y el agua avance entre sus pies y sus ollas. Unos minutos después el huracán llegará a México por la frontera de los cocodrilos.Y matará a 42 personas.
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