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22-11-2017 Notas

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Por José Luis Juresa

Una paciente inicia la sesión señalando: “Algo se movió”. Se refiere a lo que se produjo después de la última sesión, en la que, en su decir, había leído la palabra “clavo”, que resultó ser la clave de una historia jamás contada, nunca desplegada, pero que fijaba su realidad a un nudo de significaciones en las que –ocultas, veladas– se aseguraba que todo lo que ella hiciese o fuese, siempre resultase “un clavo”. Por supuesto que esta lectura fue posible por un trabajo previo de construcción de las condiciones necesarias para que pudiera acontecer, lo cual llevó varios años, y no solo para que pudiera acontecer, sino que, además, pudiera ser “reconocida” como clave de su posición respecto de aquello que se repetía, como una especie de guión no escrito de una vida cuyo destino siempre pasaba por ser o tener “un clavo”.

Así, durante sus estudios universitarios, por ejemplo, ante la primera dificultad, abandonaba la materia o la carrera, y de esa manera se aseguraba, ¿qué? Que estudiar fuera sentido por ella como “un clavo”, y que ella misma lo fuese en relación con las necesidades del estudio. O sus parejas siempre terminaban resultándole un clavo para el trabajo, para el amor, para el deseo. O su madre, un “autentico” clavo, repleto de dificultades con las que ella debía lidiar como “herencia”, un clavo del que no encontraba la manera de deshacerse. Jamás había aparecido esta palabra, en la maraña de situaciones, identificaciones y sentidos que convertían esa realidad, la suya, en una suerte de “jungla” de sentidos, mareadores, intensos, llenos de significaciones, pero para ella siempre significaciones “externas”, prestadas, como si no le perteneciesen, como si ella solo estuviera abocada a cumplir con lo que se debía esperar o las expectativas que, desde el sentido común, se espera en general de las personas y las cosas en determinado contexto.

Por ejemplo, ir a la facultad y rendir de determinada forma, ser de determinada manera, estudiar de una forma que sería la forma en que un estudiante debería hacerlo. Para todo eso ella se sentía siempre en déficit, sin advertir que así siempre sería, en la medida en que esos sentidos no tenían para ella nada particular, ligado a su vida, a su historia, a su deseo. Todo terminaba siendo “un clavo” respecto del que todo movimiento o resultaba imposible o demasiado esforzado, por lo que el abandono era una consecuencia lógica que no hacía más que reforzar la idea que la emplazaba una y otra vez, y que era su hipótesis a priori: será un clavo todo aquel o aquello que pudiera serlo. Incluso ella.

Plantear este tema tiene para mí la importancia de lo que, en la experiencia clínica, no puedo dejar pasar como una casualidad: ser o tener un clavo, o la acción de “clavarse” parecen “pintar” una suerte de estructura o caracterización de cierta dinámica en la que algo se fundamenta más allá de las condiciones particulares de la vida de un individuo. Podría ser el resultado casi icónico de la plasmación de cierta estética e incluso ética del inconsciente, en la que la mitología que adviene al lugar de las preguntas “¿para qué vine al mundo?” o “¿que quiere el Otro de mí?” obtienen una respuesta emocionante, trascendente y, sobre todo, cómoda en la constelación de significaciones que se producen a través de diversas variantes del significante “clavo” y frases o constructos gramaticales que se le asocian.

Vivir clavado

Nuestra era, la cristiandad, determinante a nivel global, cuyo calendario es global, está determinado por la significación del clavo, como un elemento material, o significante, que “corona” el sacrificio del hijo en el altar del padre. Los clavos serán, a partir de ahí, el significante del retorno a dios, un dios silencioso y retirado, que sólo habla a través de su hijo sacrificado, y que pone a la madre en el centro de la escena. Los clavos están predestinados a ser el signo de lo que jamás se moverá de allí: el padre y la madre instituidos por el sacrificio del hijo. Este solo lo hace para que ellos se eleven y vivan para siempre en él. Y nosotros seremos, con los clavos, siempre hijos, y los clavos serán el signo del hijo que siempre tendrá en sus padres su principio y su causa.

Tal vez se expliquen algunas viscosidades no solo individuales en esta era “del clavo” –como así me gustaría darla en llamar–. El retorno a –como lo decíamos antes– un dios silencioso, retirado, presente solo a nivel del dolor que el objeto clavo inflige, un dolor de lo presente, de lo insuperable, de lo estancado y sufriente, un dolor de lo inmóvil e impotente, el dolor del destino significado en el clavo como destino de todo hijo: reproducir el poder del padre, reanimarlo, realzarlo hasta la divinidad. No hay lugar para que el hijo sea otra cosa, y allí, los clavos se mimetizan con las personas, en un destino cada vez menos permeable al cuestionamiento. La angustia hace que los individuos se claven aún más en aquello a lo que se aferran como a un fetiche, y el fetiche central que determina a todos los objetos, el significante fetiche de la época –curiosamente es el significante fetiche de la cristiandad, significante encubierto– es el clavo.

¿Habría entonces una manera de retorno de la divinidad única en la cristiandad, por la cual el clavo sería una forma de sostenerla, una creencia sin ritual a la vista, y sin marco “formal”, pero absolutamente presente, en la que el hombre contemporáneo, occidental, pero tal vez no solo occidental, estaría permanentemente haciéndose del madero y de la cruz para ir sin dudarlo por el camino del Gólgota hacia el destino de los clavos? Una y otra vez se observan en los sujetos hablantes esta manera de “empecinarse” en los puntos en los que claramente, el malestar se afianza, y en los que solo se espera construir una víctima que solo sabe ofrecerse en sacrificio.

Por ejemplo, un paciente habla y se sostiene en una relación de pareja en donde, a las claras, él se muestra por completo insatisfecho, y declara en más de una oportunidad que separarse podría ser una solución, ya que tanto ella como él no logran el modo de encontrarse en otra cosa que no sea en ese empecinamiento sufriente que no tiene nada que ver con ella –en el caso de él– y en el que se sostiene “el ejemplo del padre y la madre siempre unidos”, a pesar de todo. Lo traslada a su vida automáticamente, como si no hubiese historias personales, singularidades, como si se redujese a una mera reproducción a cumplir, la de la historia de los padres. En esto se visualizan los clavos. De hecho, la palabra “clavo” fue un eje de lectura que al sujeto le impactó y marcó para él un punto de inflexión importante en el tratamiento, ya que sintió que había rozado algo de lo real en juego. ¿Y qué podía ser ese real en este caso? Que clavarse era parte de una “misión aparte” -tal como si llevase una doble vida- de su relación con la mujer, pero que en esa relación obtenía su escena fundamental: el sacrificio que haría siempre surgir a un padre entre las cenizas, y recuperarlo en la idealización que, épicamente, sostiene el “juntos” contra viento y marea.

Padre, ¿no ves?

Así, la palabra “clavo” obtiene sus diversas y variadas significaciones que “juegan” en torno a lo que se afirma, se “fija” y lastima también, en un dolor interpretado, sentido, colmado de trascendencia. En el altar del padre, los padres siempre protegen a sus hijos y a la vez no los dejan salir de su corral. Y los hijos deben “aprender” a no salir de allí, clavándose una y otra vez, sin siquiera un sentido épico, ya, casi por hábito, costumbre, naturalización yoica. El significante “clavo” entonces “muerde”, con el registro simbólico, un real con el que choca una y otra vez, para alterar la hiperconcentración libidinal de una economía que, como en el capitalismo, tiende a concentrar en un solo “dueño” todo el poder. Cuál sería ese “dueño”: estuvimos hablando de eso sin mencionarlo de forma explícita: el Edipo.

Mucho se habla de la pérdida del poder del padre en el pináculo de la era del capitalismo financiero. No hay tiempo para detenerse en cuestiones morales, ya que la ganancia está apenas a un instante de clic en el mouse de una computadora. El padre o en torno al problema de la ley paterna, se articularon tanto el espacio como el tiempo del sujeto deseante, espacio y tiempo prácticamente anulados en el empuje de la productividad financiera. Esa productividad se traslada a todos los actores sociales, ya que está en la superestructura material de la organización social y está a la vanguardia. Los sujetos sociales se “inspiran” en esa modalidad de comportamiento, más allá de que estén completamente alejados de las ganancias. Por lo que la anulación se traslada al modo en que el obsesivo “anula” el contacto entre significantes como modo represivo que evita el insight y la concomitante “reaparición” del sujeto, es decir, de su espacio y tiempo lógicamente necesarios. El deseo no es posible sin esa relación espacio temporal, anulada por el productivismo capitalista-financiero.

Pero el clavo, al contrario, no es una solución de retorno del padre, al modo religioso e idealizado, aunque es cierto que la inmovilidad es una posible respuesta, por lo visto, muy difundida en el inconsciente de los sujetos de esta época. El clavo es el significante representativo de un padre anulado para abrir el espacio del sujeto y no ser engullido por la madre, en un retorno cíclico y sin salida de la mitología edípica. El sujeto, sin advertirlo, estaría acostándose sin cesar con la madre frente a un padre impotente para evitarlo, rematado por los avances tecnológicos que hacen que el sujeto sea un obstáculo para su progreso. La madre sería la fuente de un “pegoteo”, de una fijación que haría, de todo movimiento, una angustia sin precedentes, lo que hoy día se denomina “ataque de pánico”. El padre es impotente para abrir el espacio del sujeto deseante, se pegotea en el cumplimiento de su “deber” de productividad, pero en realidad se sacrifica –se clava– en un lugar “fijo” por el pánico que le produce un movimiento que, más que una aventura del deseo es vivido como una precipitación a la nada. Clavarse es la respuesta del sentido –religioso– que se ofrece como respuesta posible –cada vez más visible– también en la proliferación de las versiones aggiornadas de la época.

Desclavarse, la dialéctica analítica

En definitiva, ¿habrá que sostener un dios silencioso, opaco y muerto, con la sangre y la vida de los hijos que se “clavan” tratando de reanimarlo en la idea? ¿Será éste un padre terrible que solo admite que los hijos lo alimenten, lo sostengan, vivan para él? ¿Es el padre que la civilización necesita?  Hoy se habla y se practica una civilidad en la que el padre al que acostumbrábamos responder es rechazado con su negativo: sacarse todos los clavos de encima. Así, se confunde la ley simbólica con lo real, nuevamente: se hace una épica al revés, y al mejor estilo sádico, se sueltan las “amarras” del deseo para demostrar que esa épica se deforma en el absurdo y lo bizarro, y que la trascendencia se rebaja a la calidad del sin sentido absoluto, o de lo fútil, del “para qué”. Los cuerpos, antes entregados el ejercicio masoquista del sufrimiento, ahora se convierten en agentes propagadores de humillaciones en uso pleno y a disposición de los cuerpos, reduciéndolos por casi completo a objetos de goce, extrayendo de allí la clave del amor y del deseo. Una suerte de nueva totalización “liberada” de los clavos hacen que los clavos sean directamente las personas, una vez consumidas en el ejercicio “libre” del uso gozoso, y agotados, luego ser descartados como una basura más del sistema que les propone, desde las usinas publicitarias y de propaganda, esa misma liberación: basta de clavos. Así, serán “clavos” todas las situaciones, objetos y sujetos, que interfieran en esa reivindicación. La autonomía será el resultado lógico de esa “liberación” publicitaria, llegando a extremos en los que la única salida es desamarrarse del lazo social, porque el lazo mismo será vivido y sentido como “un clavo”.

Esa es la clave (o el clavo) del capitalismo: la descomposición del lazo social, del lazo con el Otro. El otro, tarde o temprano, es sentido y visualizado como una atadura, un peso, como una interferencia a la plena consecución del disfrute, del goce. Vemos esa tendencia en los sujetos que hablan “del modo en que siempre pensaron en los demás” y ahora se quieren “dedicar a ellos”, como si en esa preocupación por los demás ellos no jugaran su propio partido. Es un impasse que suele “hacer caer” al terapeuta que, saturado en su práctica por el sentido común, se repite en esa invocación a la salida “individual” que se desentiende de todo que no esa “uno mismo”, y finalmente, se reduzca a la mera promoción del “sacarse todos los clavos de encima”.

El problema es que eso que se ve como “clavo”, es decir, el lazo al otro, y todas las interferencias al logro pleno de los goces, es la raíz misma del sentido real de la existencia. Es un artilugio más del sistema capitalista en su aspecto más profundo y enraizado, que es el aspecto cultural, que condiciona el comportamiento de los sujetos. El espíritu del capitalismo es la falta de espíritu, que haga que el sujeto se considere uno más diferente entre otros, y no se “paranoiquee” como un posible “clavo” de los otros. Sucede que la maquinaria de propaganda capitalista ha logrado hacer identificar al otro –y a sí mismo– con los clavos que lo sujetan al dolor y al sacrificio, y a las ataduras (como el amor) que le impiden realizarse en el único plano en que el capitalismo la propone, que es el consumo. Cualquier tipo de consumo.

Por eso se encuentra una y otra vez con este intercambio de lugar de los calvos entre la religión católica y el capitalismo. El desplazamiento se da de las manos del hijo por designio del padre, al lazo mismo, vivido como un clavo. La religión –la católica en este caso– aún propone un tipo de lazo con el otro: unidos en el padre. El capitalismo sólo propone la ruptura del lazo, salvo el que se da en la normalidad de consumidor-consumido. Es un “clavo” literalmente, todo aquello que me impida consumir o ser consumido: es un clavo el laburo que no me da guita, es un clavo la mina que no me deja divertirme con otras, es un clavo la familia, son un clavo los padres que ya no me sirven, son un clavo los políticos, los hijos también podrán serlo, aunque presentan el “paliativo” de poder ser considerados como “propiedad”. Este es otro valor supremo del sistema: la propiedad. Las propiedades nunca son clavos.

¿De quién es ese clavo?

Este tema es delicado, pero clarificador. El registro del amor y del deseo no se lleva bien con el registro en el que la propiedad obtiene su consistencia: el goce. La propiedad es el punto de apoyo de la lógica por la que un clavo es admitido en el paraíso autónomo de los seres desarticulados entre sí. La propiedad no es un “clavo”, en la medida en que tenga algún valor. Pero el tema es que la propiedad siempre tiene algún valor dentro del sistema capitalista. La salida lógica por la que los sujetos soportan su existencia alienada: convertir a todo y a todos lo/s que pueda en su propiedad. Aún imaginándolo. Con eso podría bastar. De hecho, es una de las “genialidades” de la técnica publicitaria moderna: hacerle “creer” a todo el mundo que es propietaria de algo (o de alguien), así sea de un producto de consumo masivo, del país, de la tierra en la que vive o de su destino. Incluso de su nombre propio, o de su cuerpo. Por ejemplo, cabe la pregunta: ¿se es dueño del cuerpo? ¿O desde su origen y constitución, el cuerpo siempre está en relación con el Otro, del cual obtiene su sentido real? ¿Acaso lo más individual y “apropiado” del cuerpo no es la animalidad en la que “adueñarse” de la vida del otro forma parte de un proceso natural? ¿No es esta la mejor demostración de aquello en lo que acaba el paradigma de la propiedad? Solo así soporta el consuelo de los clavos reales en los que el individuo está fijado, como objeto del goce de la divinidad, o de la nueva divinidad, que es el consumo. Consumir es una degeneración de la propiedad, se es dueño de algo solo en la posibilidad de destruirlo. El consumo es destrucción, necesaria destrucción. Cualquiera, para consumir algo que es vital a su existencia, lo destruye, lo mastica, lo deglute o lo procesa. Sucede que el capitalismo ha creado un monstruo destructivo, desbordando las necesidades vitales de los individuos.

Una vida (vivida) sin consuelos

La hipótesis que lleva implícito este artículo es que “clavo” es un significante en el que se condensan y se articulan los sentidos con los que se recrea el poder de dominación, ese punto en el que el dolor se hace sentir bajo la forma del padecimiento, y en el que se responde con el cuerpo a un designio que se expresa bajo la imposibilidad de ir más allá del sentido. Esto quiere decir que ante la pregunta básica de ¿para qué venimos al mundo? O ¿cuál es el sentido de la vida?, los padres, o el complejo de Edipo, brindaban una respuesta “a medida”, y una de esas medidas, es el clavo.

“Clavarse” es un modo de frenarse, de ponerle un tope de dolor a ese más allá, que no impediría ese dolor, pero sin convertirlo en padecimiento, sino en parto, alumbramiento, pulso vital, nacimiento, aparición. Para que la vida no se convierta en el consuelo de poder cargar una cruz bajo la promesa de la “vida eterna”, y que la disolución no equivalga a lo impersonal, la pura pérdida, la masa inorgánica, sino el relanzamiento del empuje deseante, la recomposición vital, la recuperación del goce de vivir.

El clavo es el consuelo para vivir aplastados en el temor. Y una vida sin consuelo, ese atrevimiento, es una vida que no se espanta de ser vivida, una vida no atemorizada. Y es la posibilidad sobre la que el psicoanálisis construye su propuesta.

 

 

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