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Por Guido Petrucci | Portada: El caminante, de Koekkoek
«Donde había un jardín
crecieron como locas
las gramillas.»
Olga Orozco
Yo no sé quién es usted, pero le agradezco que me escuche. Le decía que la otra noche, al rato de llegar del cine, recostado sobre una de las puertas del placard que continúa tirada en el piso, en medio de la oscuridad y del silencio, pensé en el poco tiempo que le había dedicado, durante casi toda mi adolescencia, a pensar. Lo que hice fue repasar de la siguiente manera: definí, primero, una de las casas en las que me tocó vivir; esa casa, de inmediato, me refirió una época determinada, y con la sensación corporal que conservo de esa época comencé a rastrear imágenes que me llevasen, cual abismo paradisíaco o infernal, a todo lo que me ha pasado. Así es que me ví, en un patio de la calle Río Juramento, pisoteando los tomates de mi tía abuela y deseando trepar tapiales y aventurarme, sonriente, por los infinitos techos; esos techos me llevaron a mi hermano, ya que fue él quien me mostró, por primera vez, que tres ladrillos sobresalían de la pared del fondo y que servían como escalones; entonces volví, teletransportado, a construir un arco con pilones de ladrillos rotos, para patear y atajar unos penales contra él; e inmediatamente vino la imagen de mi hermano, otra vez, pero con guardapolvos; con el blanco de ese guardapolvos volé, en un momento, al olor de los puchos mezclado con humedad que desprendía el baño de la escuela; el olor de esos puchos me condujo directo a la casa de mi tía y a su grupo de amigas jugando a la cunca; en ese grupo había una chica llamada Marta: su recuerdo se movió en la boca de mi estómago y entonces comprendí que ella fue la primera mujer por la que sentí una atracción sexual consciente; hilvané, después de ver a Marta con un pucho en la boca, los registros sexuales más estructurales de mi vida, y terminé, como ya lo sabía, en Alejandra. Siempre que juego a estas cosas, por cualquier camino que tome, termino en ella. Por eso las mejores cosas que tengo son la oscuridad y el silencio.
Por fin empiezo a hablar de esto con alguien. Creo que me hacía falta, pero no sé. Hace un rato le dije algo sobre el pensar y no terminé: la que me enseñó a pensar fue Alejandra. Yo había caminado absorto por el mundo, sin detenerme a dudar o a asombrarme, hasta que la conocí. Tenía apenas diecisiete años, y ella veinticinco. No voy a ahondar en detalles; no me hace bien. Basta con que le diga que se apareció en una tarde calurosa, en el cumpleaños de mi primo; que en un momento quedamos solos en la cocina y que me generó ternura la manera en que cebó el mate; que yo no paraba de tragar saliva; que con la mano izquierda hizo un ademán y se corrió el pelo de la cara y que su pelo era color castaño; que lo primero que me preguntó fue si conocía a Arcimboldo y a Koekkoek.
Sólo voy al cine en vacaciones de invierno y sin saber cuáles películas están en cartelera. La otra tarde me tocó “Las aventuras del capitán calzoncillos”: una basura. Casi todas las películas que se estrenan en vacaciones son un desastre: o carecen de argumentos o éstos son demasiado previsibles y estereotipados, ¿me entiende? Pero esto lo empecé a pensar con el correr del tiempo. Imagínese que voy desde hace catorce años. Al principio iba y miraba las películas casi sin mirarlas, sólo para imaginar que Esteban estaba en la butaca de al lado. Hoy lo sigo haciendo, ¿sabe? Hasta compro dos paquetes de pochoclos y dos gaseosas.
Esa misma noche, después del cumpleaños, nos encontramos en un banco de la plaza Belgrano, debajo de la pérgola. Yo estaba en las nubes, ¿cómo explicarle? Es como que el cuerpo se me quería salir del cuerpo y no podía parar de marcar un tempo desparejo con uno de mis pies. “A las pinturas de Arcimboldo hay que mirarlas escuchando a Vivaldi” – soltó Alejandra, sonriendo. Y continuó: “¿Te gusta la pintura? Hay una serie de pinturas de Arcimboldo que se llama Las cuatro estaciones. Ese tipo la rompía, te lo juro. ¿No escuchaste hablar de esas pinturas? Son cuatro, y en cada una de ellas hay un rostro humano diferente, y en diferente ángulo, formado por flores, verduras, frutas, ramas, tallos y varias cosas más. Los elementos que componen cada uno de esos rostros refieren a una estación meteorológica, y de ahí el nombre. Los tenés que ver, son una maravilla.» Alejandra veía lo que hablaba y me lo hacía ver. Y seguía: «Yo, en casa, tengo réplicas gigantes de esas pinturas, y a la noche, cuando me quedo sola, pongo al palo los cuatro conciertos de Vivaldi que, en conjunto, se llaman igual que esas obras de Arcimboldo, y los hago coincidir, ¿me entendés? Cuando suena Primavera, miro la pintura que se llama Primavera, y así con las demás y durante horas. Es la única manera que encuentro para hacer temblar al tiempo. Porque la experiencia estética es eso: que tiemble el tiempo.”
¿Películas? Puf, miré un montón, pero en los últimos años sólo películas infantiles. Igual esa definición me parece arbitraria, ¿no? Piense usted en «El viaje de Chijiro» o en «Charly y la fábrica de chocolates»: esas películas son inclasificables, han hecho temblar al tiempo, y sin embargo se las rotula de esa manera. Además, ¿no ha visto usted películas para adultos que son puras bobadas, pura transmisión de ideología frívola y comercial? Cualquier niño se reiría de ellas. El otro día, sentado en el cantero rajado del patio, mientras observaba cómo las plantas se van metiendo de a poco en la casa, imaginé una conversación con Esteban y fue él quien me recordó los clásicos del animé japonés, y hasta me dieron ganas de empezar a coleccionarlos. Pero después se me pasó. ¿Le conté por qué se me ocurrió llamarlo Esteban? ¡Porque es Stephen en español! Además Esteban es el nombre del hijo de Cecilia Roth en aquella película de Almodóvar. ¿Usted la vió? Yo fui solo a verla al cine. Bah, con Esteban.
Afuera hacía frío y llovía. Estábamos en la cama y Alejandra empezó a relatarme el mito de Stephen Robert Koekkoek. Recuerdo clarito lo primero que me dijo: «el genio de Stephen levantaba, con la escoba de sus hermosas acciones, una espesa polvareda de acusaciones basadas en miserables prejuicios.» La miré, silencioso, y la abracé. Usted no se imagina el abrazo que le dí. Ella continuó: «se dice que pintaba obras maestras en pocos minutos y sobre cualquier superficie. Es más: cuando no tenía papel o tela, arrancaba puertas de armarios y pintaba sobre ellas. Una locura. Se ponía velas en el aro de su sombrero y pintaba sólo con esa luz. En sus pinturas hay crepúsculos reflejados en las aguas que son muy pero muy reales. Y también hay procesiones de tipos vestidos con trajes de diferente color, los cuales van caminando con antorchas en las manos. Es peligroso detenerte a mirar el fuego de esas antorchas, te lo juro. Y al tipo no lo reconocen porque era un anarco, un maldito. Imaginate que a veces cambiaba sus pinturas por techo y comida. Una genialidad.» Esa noche fuimos a una pensión donde estuvo hospedado Stephen, y en la cual trocó alquiler por pinturas. Todavía las conservan, olvidadas en las paredes de una sala, y no saben la maravilla que tienen ahí. Yo no podía creer cómo me absorvían esas pinturas. Alguna noche voy a ir a robarlas, señor, pero usted no diga nada, ¿le parece? Así me distraigo un poco con otras pinturas.
En la casa del abuelo de Alejandra había un sótano. Una noche me llevó a conocerlo. En el piso del garage había un cuadrado de madera que se levantaba tirando desde un aro de fierro: ésa era la puerta. Recuerdo que bajamos por una escalera de madera llena de telas de araña. Abajo, el piso era de tierra y hacía frío. Había unas máquinas, creo que de carpintería, tapadas con sábanas, y muchos frascos raros, cubiertos de polvo, en las repisas de la pared. ¿Tarántulas? Obvio; ví dos o tres, seguro. Pero son detalles nimios. Mi memoria falla, ¿sabe? Recuerdo todo eso y llego hasta el momento en que Alejandra se agachó en un rincón y sacó y sopló una pintura; cuando me la mostró, lo que sentí fue abismático, un inevitable deseo de caer. Yo no sabía que ella pintaba al óleo.
Discúlpeme, esto me cuesta un poco. ¿Lo que pasó aquella tarde? Mi recuerdo es que, desde las ventanas, el atardecer me lastimaba aún más y sombreaba los azulejos brillosos del pasillo helado. Estas paredes me recuerdan a aquellas. Y el olor también. Yo creo que ella soñaba con terminar como Koekkoek, internada en un lugar como éste y con los médicos colleccionando sus cuadros. También recuerdo que esperé solo, durante horas, sentado en el piso, reprochándome por no prestar atención al contenido de los frascos que había en ese sótano. El doctor que la recibió en la guardia me dijo que no habían podido hacer nada por ella ni por el chiquito, y quiso contenerme al comprobar que yo no sabía nada sobre el embarazo. Enseguida lo aparte de mí y salí corriendo hacia la calle. No sé cuánto tiempo divagué, de plaza en plaza, hasta llegar a mi casa. Esa noche arranqué las puertas del placard y les vacié encima todos los tarros de pintura de Alejandra.
Gracias por escucharme, pero ahora, mejor, me vuelvo a casa. ¿Cómo que no puedo irme? ¿Usted quién es? ¡Déjeme! No me toque. ¿Y estas personas quiénes son? ¡Suéltenme! Necesito ir a mi casa. Esperen. Escuchen. ¿No me entienden? ¿No ven que lo único que me sostiene son esas películas que miro en el cine, imaginando que Esteban se sienta a mi lado? ¿No ven que no puedo vivir sin ese autorretrato de Alejandra que detiene el tiempo y al que observo, desde la cama, hasta que me arrasa el sueño?
Etiquetas: Guido Petrucci, Porvenir traicionado