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Por Luciano Zan
Vi la sangre y me di cuenta de que no lo estaba besando. Se lo estaba comiendo. Yo estaba tirado en el sillón, en el departamento de una amiga. Nos juntamos a tomar unas cervezas y a comer papitas al salir de la facu. Desde los ventanales del living, se veía el balcón de enfrente. La sangre le manchaba la remera blanca: oscura, dibujaba un territorio deforme.
Hubiese jurado ver a Agus en el balcón. “Es compañera de la facultad”, mi amiga achinaba los ojos como haciendo zoom. Yo buscaba el celular para llamar a la policía. Ella dejó el cuerpo, se limpió la boca con un papel de rollo de cocina y desapareció en la oscuridad. El pibe quedó tirado en una reposera.
Estoy frente a la vidriera de Rubén Libros viendo las cosas que me gustan y no me puedo comprar. Es tarde, la librería ya está por cerrar. Al lado mío hay alguien. Al verla pienso que es Agus, realmente es muy parecida. Entro en pánico, siento que estoy parado sobre un lago congelado. No tengo por qué decir nada, no sabe quién soy. ¿Sabe? Me mira fijo. Huyo.
Camino por la peatonal hacia la Plaza San Martín y se me escapa un poco de pis por el miedo. Camino más rápido mientras reviso el celular compulsivamente. Ella no puede hacerme nada, trato de convencerme. No puede secuestrarme entre la multitud, no tiene la fuerza, hay muchos testigos, alguien diría algo. Miro hacia atrás y no la veo. Me repito dos veces: no sabe quién soy. En Nueva Córdoba compro unos puchos y subo a mi departamento.
Prendo la luz. Está ahí sentada en el sillón. Tiene las piernas cruzadas, una remera blanca ajustada. El pelo castaño largo. Sus ojos claros son un espejo. Sé que estoy a su merced y ya no quiero escapar, quiero que se quede. Antes pensaba en todas las cosas que tengo que hacer mañana; ahora no pienso, no pienso en nada. Le pregunto cómo está y me dice sonriendo que bien. Me quedo parado sin hablar. “Salgamos a dar una vuelta”, dice. Es de noche tarde.
En el ascensor la veo a través de uno de los espejos. Ese espacio que llamo mi mente está muy tranquilo, quiero verla todo el tiempo. Al salir del edificio, el guardia no habla, siempre me comenta algo o me hace preguntas, pero hoy no. Noté que se la quedó viendo, pasmado.
En la calle no la miran, y es porque ella no lo quiere. Puede esconderse frente a los ojos de todo el mundo y al siguiente segundo irradiar la energía del sol, hacer que todos giremos a su alrededor como astros obsesionados. Si antes necesitaba del chiste fácil para sentirme bien con mi mente en llamas, ahora es como haber caído en un sótano frío y apagado, pero lleno de colores sutiles y de sensaciones tan poderosas como el mar.
“¿Querés ir al parque?”, me dice. Le digo que sí, y subimos por Chacabuco escondidos bajo los palos borrachos del bulevar. Sus pasos son tranquilos y parecen absorber el sonido del tráfico. Mi mente descansa, ensimismada. El banco donde nos sentamos es de madera pintada de verde oscuro y está rayado con Liquid Paper. Estamos en una lomita y abajo vemos el resto del mundo. La gente pasa caminando. Los autos dan vueltas alrededor de Plaza España. “Se siente bien ver gente desde arriba”, pienso. “Vas a ser distinto”, dice. Su voz me atraviesa como una flecha sin dejar rastro. Si el silencio es algo, es esto. Es ella.
Estamos sentados en el sillón, uno al lado del otro. Yo le miro la piel, lisa y sin marcas. Me pregunta qué haría si mi vida fuese eterna; y le digo que no sé, que podría improvisar sobre la marcha. Tener tiempo para sacarme esta sensación de emergencia del pecho. “Ocupamos muchos cuerpos”, dice, mientras acaricia mi mano y yo me dejo ir como si mi piel fuese desapareciendo tras el recorrido de sus dedos. Me dice que cierre los ojos, y los cierro. Sus labios están fríos, y los siento subir por mis brazos hasta el cuello. Siento el cuerpo, pero sólo las partes buenas, las que no duelen. Estoy fuera de mí. Agus me mete los dientes y me va vaciando de a poco. Un hilo de sangre corre por mi brazo. De fondo hay un sonido de arroyo incesante. El frío se convierte en un impulso eléctrico de querer estar y ser en ella, siempre.
Etiquetas: La noche en el agua, Luciano Zan