Blog

Por Karl von Münchhausen | Ilustración: Von Brandis
El cuerpo tiene una memoria que se enciende en la necesidad, cuando desea sentir al otro cuerpo, cuando el tacto aguijonea de hambre y entonces la calidez de otra piel requiere en tus propios poros el roce, la tensión muscular de piernas y la abundancia suave, profunda, de un culo o un par de tetas. Los episodios se almacenan en cofres y las llaves las guardan los sentidos. Y cuando te toma la urgencia, abren los recuerdos más vívidos para intentar calmarla, aunque nunca es suficiente y ese intento no es más que la búsqueda de satisfacción con el aroma de un festín en lugar de con la comida misma. Es bordear y no llegar.
Pero ella no tenía cuerpo. Y entonces no había escena que rememorar ni piel que desear. O sí, tenía, pero nunca su cuerpo estuvo con el mío, ni siquiera los dos juntos en la misma habitación y ni siquiera mi ojo había captado nunca su figura en vivo. Era un nick, un apodo que yo iba siguiendo por salas de chat primero, por redes sociales después y sobre el cual iba armando un perfil, una idea, un cuadro de lo que era. Años así, sin saber más que lo que podía suponer a partir de inferencias o lo que me animaba a preguntar, pero nunca imaginando que de su parte hubiese un interés real o concreto hacia mí, porque cuando alguien te puede tanto es muy difícil valorar correctamente tus chances. ¿Cuántos le hablarían como hacía yo?, ¿yo sería uno más de cuántos? Ella era una presencia de por sí cautivante que me incomodaba al punto de no saber nunca cómo abordar y las probabilidades numéricas de que le resultase distinto a tantos otros me hacía perder antes de arrancar.
Hasta que por algún motivo, un domingo, le hablé y de cierto modo intuí que algo era distinto, que una puerta se había abierto y que la distancia entre nosotros podía ser acortada. Es que el timing lo es todo y entonces su disposición habilitó a que me acercara, a que la midiera, a que la provocara, a que termináramos confesando calentura y ella me ofreciera fotos desnuda; su cuerpo, bajo una luz pálida, el contraste de esos ojos inmensos y profundos, una postal que la suerte me enviaba desde un destino paradisíaco del otro lado de la pantalla.
Pasé la noche en vela aunque el lunes lo arrancaba dando clases a las 07:30 AM. No pude dormir ante la promesa de un encuentro en el que concretaríamos todas las formas de cogernos que habíamos ideado: chuparla despacio, meterle mano hasta sentir cada yema de los dedos arrugada de tanta humedad, la succión sobre el glande. Todas especificidades que el lenguaje buscaba pronunciar al rojo vivo en nuestro intercambio pero que nunca llegaban al nervio, al núcleo de la carne dentro de la carne, de la intimidad del aliento y pelo en la cara, de la entrega del cogerse todo lo necesario hasta acabar quedando en punto muerto.
En algún momento de la semana, haciendo zapping, enganché Fight Club por vez número mil. El personaje de Edward Norton, totalmente metido en la lógica de tocar fondo y desgarrar la matriz de administrativo gris en la que estaba inmerso, trabaja con ojeras, camisa arrugada y manchas de sangre. El empleo donde siempre estuvo cómodo ahora lo exaspera, y él se lo hace notar a jefes y compañeros, les anuncia en cada gesto que está en un momento bisagra y que de modo inminente algo radical va a suceder. En mi caso yo no peleaba con nadie pero la calentura por ella me golpeaba irritando órganos y paciencia, y entonces que me vinieran a preguntar por qué no había subido las notas de los parciales me hacía estallar de furia. Es que cada día se acentuaba aún más ese equívoco existencial que representaba que ella estuviera lejos de mí, que de pronto fuese tan claro y evidente ese desfase entre la lentitud de la rutina y el acelere en que palpitaba al pensar en ella. Sólo podría seguir con mi vida a condición de concertar un paréntesis con la ilusión de que congele el tiempo y aguante el peso del universo entero con un simple colchón; sólo en presencia podríamos detener el sangrado de esa herida generada en una sesión de chat.
Puede que ella no sintiera como yo, es cierto. Pero en mi caso la necesidad empeoraba a medida que transcurrían los días y no conseguíamos acordar nuestro encuentro. Que el fin de semana no porque llega una amiga de visita. Que lunes y martes tampoco porque tiene que preparar una entrega. Que entonces un amigo presentaba una obra y hacía dos meses que le había jurado que iría al estreno, que esperemos un poco más. Y así, la fecha se iba postergando; mi rutina cada vez perdía más sentido cuando la necesidad por ella empeoraba y me enfermaba anhelando escenas que las veía día tras día con mayor nitidez hasta casi palparlas tras la fina -y cada vez más delgada- capa de realidad que nos mantenía separados. La pija más y más hinchada de desear; y la manzana de piel tersa y pulpa agridulce tan cerca, meciéndose en la rama ante la mirada de Tántalo, alejándose cuando parecía que esa vez sí, por fin, la tendría entre los labios.
Pude aguantar los días, las semanas, gracias a la misma fe que el devoto encuentra para atravesar las tribulaciones: la esperanza en comunión con certeza de que tras los tormentos se ve luz de salvación. “Dale, jueves sí o sí” escribió, y descomprimió toda pesadez. Pero el miércoles, estando seguro de que por fin la conocería, dejó de responderme. Y tiempo más tarde, cuando respondió, era en otro tono, en otra sintonía; algo se había quebrado. Se despachó con un mail en el que apelaba a los miedos, a que estábamos yendo demasiado rápido, a que quizás no era lo mejor para ella. Es cierto que a esa altura no hablábamos de coger sino de lo que algunos clasificarían como hacer el amor, me refiero a que la calentura por el cuerpo había atravesado las capas más profundas de la persona y había envuelto al ser; yo la necesitaba a ella, a ella con su nombre y su apellido, con las ideas que vertía por chat pero también las que guardaba en su cabeza, la dulzura con la que me confesaba sus miedos y el arrojo con que me contaba todo lo que fantaseaba que le hiciese. Incluso en nuestras últimas fantasías ninguno de los dos se iba después de acabar y las pieles se aclimataban a una calma compartida. Era más que sexo. Yo podría haber experimentado los mismos temores, pero mi necesidad de ella barría cualquier obstáculo y entonces mi deseo quedaba a la intemperie, sin otra alternativa que apagarse sea cual sea la manera en que una urgencia se extingue y desaparece cuando no encuentra su verdadero cauce. Pero una necesidad así de inmensa no moría y entonces quedaba condenada a vagar sin destino en el purgatorio de lo no concretado.
Después de algunos años, se va perdiendo el registro exacto del paso del tiempo. Perdí contacto, ya no espero materializar un encuentro con ella. No espero nada de ella. Ni de nada. Me conformaría con cuestiones sencillas. Simplemente quisiera que se pudiera apagar esta necesidad, este deseo fantasma que apareció ante la ausencia y no se va, y entonces conseguir prestar atención a los imbéciles que hablan en esta reunión de cátedra mientras hago de cuenta que tomo nota en mi laptop de lo que dicen.
Los amputados a veces se quejan de experimentar dolor en el miembro ausente; es que el cerebro sigue conservando un área abocada a eso que estuvo y ahora no está. Pero con ella guardo lugar para lo que no fue antes ni tampoco después, mi cuerpo la necesita como si hubiese nacido sabiendo qué es capaz de dar el suyo y no puedo borrar de mi recuerdo la mirada que jamás se posó en mí. Ella está ahí, en algún lugar del otro lado de la pantalla. Ella está acá. La sentí antes y la siento ahora. Su presencia flota cerca. Es recuerdo de lo que no fue. La conozco. Me dicta las palabras con las que intento poner paño frío a esta fiebre y es la risa celebrando mi calentura cuando vuelvo a imaginarnos. Me enloquece y es lo único que me tranquiliza. La necesito como se quiere a un fantasma. Ojalá que su ausencia nunca deje de perseguirme.
Etiquetas: Autoporno, Karl von Münchhausen