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Por Zulima Abraham | Fotografía: Theo Mercier
Hace unas semanas decidí empezar a tomarme una hora o dos para venir sola al club. Me pido siempre lo mismo: un Campari para empezar y la porción de maní que nunca como. A veces creo que tendría que pedirte un Cinzano y esperarte en la barra. Pero el hielo se derretiría, el agua contaminaría del todo la bebida y ya nadie sería capaz de tomarlo. Del Campari me gusta el color, miro el vaso y me hipnotiza el tono fuego de la rodaja de naranja que flota encima de la bebida. En realidad, es fácil de tomar y eso es lo que me ayuda a pasar este mes de mierda que es febrero.
Mientras pienso en esperarte me doy cuenta de que ya llevás dieciséis febreros lejos. Parece que es poco: son solo dieciséis. Pero en cuanto hago las matemáticas en años, son tantos los días, tantas las horas, tantas hojas de otoño las que cayeron y las que volvieron a nacer que es inevitable adquirir la irritable conciencia del tiempo. Me centro en un punto fijo, siempre el mismo: una botella rara de cerveza que se muestra gloriosa y distinta entre todas las demás. Será por eso que no la dejo de mirar. Ahí es cuando siento como vuelve. El malestar me hace temblar desde las puntas de los pies y recorre el resto de mi cuerpo como si miles de cucarachas caminaran con sus patas inmundas, despacio, por encima de mi piel y yo sin poder sacármelas. Me empiezo a desesperar. Intento perderme en el murmullo del bar, pensar en otra cosa. De pronto lo único que escucho es el tic tac de mi reloj pulsera que cuenta mis pulsaciones, que aumentan a una velocidad incontrolable.
El club cambió bastante desde la última vez que vinimos todos juntos. Ahora, donde estaba la cantina se instaló el bar. Hay platos más elaborados. De aquella época el único que sigue detrás del mostrador lustrando las copas, es Juan. Estoy segura que no se acuerda de mí, pero lo prefiero así. Tiene siempre el portarretratos del día del torneo. Cada uno levantando un palo de golf, sonriendo. Ahora ya ninguno de nosotros juega, pero vengo porque es uno de los pocos lugares donde pasábamos el rato, despreocupados y contentos.
Dejo la barra y me paso a una mesa antes de quedarme sin ninguna. Siempre espero hasta la hora de cenar para pedirme algo. Las mesas están preparadas como mínimo para dos. Entonces vuelvo a pensar si pedirte unos bastones de pollo. Pero desisto, nosotros sabemos que se van a enfriar bajo el kilo de mayonesa que los acompaña y ninguno de los dos los comería. Siempre elijo sentarme del lado que da a la ventana y me pierdo en el pedacito de cielo cerrado y oscuro que se deja ver. Me acuerdo, entonces, de mi ventana, y de cómo miro el amanecer desde el insomnio que marca mi almohada y de cómo la sombra de la persiana cambia de pared a medida que sale el sol. Después, la cabeza me lleva a escuchar la lluvia cayendo por la vidriera del local donde trabajo hace ya dos años. Y cómo no me voy a hacer la idea de que el tiempo pasa, si ya hace dos años que me siento en esa silla incomoda, todos los días, de lunes a sábados, dormitando la primera hora, tomando mates la segunda y queriéndome ir el resto del día. Cambio la mirada hacia la moza y le hago señas para que me traiga otro Campari, ojalá el próximo fuera aún un poco más rojo, confío en que quien los prepara entienda que así debe ser, pero me equivoco.
Mientras pienso en la juguetería me recuerdo a vos. Los dos inquietos; yo me bajo de la silla y camino alrededor de los juguetes, me vuelvo a sentar. Vos caminabas mil veces el pasillo de casa, ibas y venías. Me quiero ir de ahí, los dos queremos, y no hago nada por eso, no hacemos. Ya sé: salí a vos. No creo que nadie me haya puesto en este lugar. Acepto y hago lo que me piden, como también hacías vos. A veces se me ocurre que podría haber sido distinto. Pero, ¿cómo?
En el murmullo me preguntan algo y no quiero levantar la cabeza. Hacer contacto visual con alguien, mantenerle la mirada, me agota. Los ojos me arden y me empieza a doler la cabeza. De todos modos siento que debo dar una respuesta y con todo el esfuerzo del mundo y las pocas ganas que me quedan a esta hora del día, asiento con todo el cuerpo. Vuelvo a bajar la mirada y me quedo con mi vaso, mirando la carta como para deshacerme de todos. Me llevo a la boca un maní y mis ojos se cruzan con los de una nena de unos dos años que me saluda desde los brazos de su papá. Se me caen las lágrimas. Ojalá pudiera acordarme de haber estado en tus brazos al menos una vez, como para cuando la soledad y la incertidumbre se apoderan de mí, recordar cómo se siente estar protegida. Tomo un trago largo de mi bebida y luego doy un buen suspiro, de esos que limpian el alma, como intentando dejar salir el sol después de las tormentas que me persiguen sin paz. Pero enseguida la vida se me vuelve otra vez gris, porque aunque tenga puesto el vestido más colorido del mundo, siempre hay algo que me lleva a esperarte, que no descansa y no entiende. Será que a los siete años recién cumplidos no puede comprender de que se trataba cuando desde el asiento del acompañante de un auto, mi madre le avisaba a otra persona en otro auto que acababa de fallecer su marido. Nunca había escuchado la palabra fallecer, por ende no sabía lo significaba. Esa nena es la que te espera.
Ahora hay silencio, es como si todo el mundo en el bar se hubiera callado la boca. Todos se miran entre sí, esperando un poco más de quiénes tienen enfrente. Hace años que no voy al cementerio y no siento culpa por eso. No pienses que no me duele recordarte, eso me pasa todos los días de mi vida. El malestar, los tirones que me da el corazón machacado por los pisotones del tiempo y las náuseas, me avisan que no me van a dejar sola, al menos por un largo rato. No es que no crea que tu alma y esencia residan ahí. A veces creo que sólo estás allá, porque es dónde elegiste estar y porque no creo que estés vagando a mi alrededor. Jamás me creí el centro de nada y si alguna vez lo fui pude salir airosa. No voy al cementerio porque la placa de la piedra incrustada en el pasto, a los pies de tus pies, tiene como leyenda:
Aldo Ulises Abraham
28/2/2001
Sólo dice eso y nada más. Para mí, es la prueba fehaciente de que todos los años que siguieron a esa fecha de verdad sucedieron. Cada vez que la miro, todo cae como varios baldazos de escombros puntiagudos que se me clavan en el pecho sacando el aire que me queda. Mi cuerpo se rinde y se deja caer a tu lado sobre el pasto, que de alguna manera siempre es verde y mullido, como si estuviera preparado para acostarse sobre él. Los ojos lagrimean y el corazón se estremece y estruja hasta hacerme sentir el dolor de que no vas a volver, de que no tengo que esperarte, de que no vas a llegar nunca a buscarme. Suele correr una brisa helada que me pega en la cara y me recuerda que tengo que levantarme e irme para seguir. Como todos estos años, parar no es una opción.
Ir a llevarte flores es ir a mirar la piedra y es el dolor del después; es el flashback de una infancia que no fue. Es la adultez en trompada que me llegó a los siete años. Me dejaste: hermanos chicos y madre joven al acecho de los demás, sin nadie que nos cuidara o acompañara. Quizás me dirías que no me correspondía. Pero si yo soy igual que vos, ¿qué esperabas? Es innato. Siento que nadie entiende lo que me pasa porque quizás nadie te recuerda como yo. A esta altura es muy probable que te haya inventado un poco. Me esfuerzo todo el tiempo por acordarme algo verdadero, pero cada uno inventa la mentira que lo salva de la vida que le ha tocado.
No sé cómo hubiera salido todo, si lo que me rodeaba fuera sólo y nada más que mi niñez. En cambio, me ocupé de lo que era capaz pero de lo que me excedía también. Así empecé a sentarme en la mesa de los grandes: tuve información que hubiera preferido no saber, momentos que hubiese preferido no vivir y situaciones que no sobrellevar. Es lógico pensar que todo eso no fue culpa de nadie, pero en estos tiempos se me ha sido fácil cargarte con eso a vos. Me pierdo en las veces que quise desaparecer de la tierra, pero es obvio que mis pies siempre tuvieron la raíz en el lugar equivocado. Imagino tu mirada, porque de las fotos en las que estás vos, siempre tapo tu cara y presto atención a tus ojos. Esa mirada de cansancio se me viene encima ahora. Puedo ver la crisis existencial de tus días en esos ojos y creo que hasta siento tu dolor. Pero no me pidas nunca que lo vaya a entender.
Quizás todo hubiera sido igual, pero boyar cerca de los problemas me daba cierta seguridad para afrontar lo que venía. Estar preparada para aquel mañana era la única manera de sobrevivir. Después entendí por qué en Oriente hay un dicho que dice “apartado el saber, tristeza no existe”. Si hubiera podido elegir hoy, preferiría no saber. Espero que vos me entiendas a mí.
A esta altura ya no te reprocho más nada, me convencí de lo bueno, amable, honesto y generoso que eras para todo el mundo, y decidí olvidarme de lo totalmente egoísta que fuiste al morir. Al dejarnos solos. El enojo se convirtió en desazón y el enamoramiento de padre a hija se ha perdido un poco; aunque no recuerdo haberlo sentido alguna vez. Prefiero pensar que el desencanto me rodea en estos tiempos.
–¿Vas a pedir algo? –me escupe la moza otra vez, impaciente porque hay demasiada gente esperando para sentarse.
– No, estoy esperando a alguien –digo sin pensar y sin siquiera levantar la cabeza–, cualquier cosa te aviso, gracias.
– Dale, ¿te traigo otro Campari?
– Sí, eso sí.
*Publicado originalmente en la antología All Inclusive (Ed. Textos Intrusos, 2017)
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