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Por Enrique Balbo Falivene
En el verano del setenta y siete, mientras los militares desplegaban su manto negro sobre todo el territorio, un manto que iba a oscurecer y apagar muchas vidas para siempre, mi madre entraba en casa con una caja de zapatos bajo el brazo. Esa caja, una caja ajada por los traslados y golpeada por los acontecimientos, contenía tres libros: el Martín Fierro, ilustrado por Castagnino y El Paraíso Perdido de Milton y la Biblia con los grabados de Gustave Doré. Yo tenía sólo diez años y presentaba un gran interés por el cómic; mi madre y su inteligencia creyeron que los libros ilustrados podían dirigir mis gustos hacia otras lecturas. No se equivocó; desde aquellos tres libros empecé a leer con devoción y, aún hoy, sigo comprando libros ilustrados. (Hace poco compré una Biblia con los sugestivos e hipnóticos dibujos de Rébecca Dautremer -Francia, 1971-)
Recorría con los dedos los grabados y podía pasarme toda la tarde admirando cada trazo e imaginando las historias que los artistas ilustraban. Hace algunos años tuve la suerte de ver una retrospectiva de Doré en el Museo d’Orsay y allí, emocionado, recordé cada acontecimiento: la serpiente, el apocalipsis, el sermón de la montaña, la expulsión del paraíso, etc. Recuerdo incluso el arca de Noé en el cartel que anunciaba la muestra, encima del hermoso nombre de la calle: 1 Rue de la Legion d’Honneur.
La sensación era, y es, que los artistas tenían una visión muy diferente a la que los textos brindaban. Porque, ¿cómo serían las facciones de Adán?, ¿qué arrugas cruzarían la cara de Martín Fierro?, ¿qué selvas conformaban el paraíso?, ¿qué negros ríos navegaba Caronte?, ¿dónde había ido el alma de Lázaro?
Con Hugo Urlacher (Buenos Aires, 1958) se tienen esas mismas sensaciones: al contemplar el conjunto de su obra parece que estamos dentro de una catedral; parece que un vitral tamiza la luz en un rostro que está a punto de hacernos una revelación.

«Figura de muchacho en gris» Espátula, oleo sobre tela. 28 x 36 cm.
Urlacher es en principio un retratista; sabemos que utiliza espátulas en sus ejecuciones por la cantidad de materia que se observa en sus telas. Posee una paleta sencilla de colores bien definidos. Por momentos alude, por clima y escenarios, a Velázquez; su luz y los contrastes que logra en algunos pasajes responden al barroco más clásico. Urlacher es, podría ser, por mística, trabajo y tratamientos de los escenarios pictóricos, Europa.
Sabemos también que es el responsable de la campaña al desierto en el reverso de nuestro ajetreado billete de cien pesos; es decir que el artista ha incursionado en el grabado. Esa paciencia que sólo tienen los grabadores, la paciencia del buril, monóculo y plancha de cobre, se nota en todas sus obras.
Urlacher va construyendo la imagen como un texto, va hilvanando las escenas y finalmente consigue, en todos los rostros de sus retratados, una historia digna de ser escuchada. Hay amor en las expresiones, también hay calma, y el perdón sobrevuela las miradas de los personajes. Pero quizá unos de los hechos más relevantes es que sus retratados son nuestros coetáneos; se puede palpar con sólo un golpe de vista que podríamos ser nosotros cualquiera de sus modelos, con nuestros errores y faltas, con nuestras desazones y temores. Urlacher nos pone frente a un espejo y nos ilumina.
Volviendo a los años negros, exactamente al setenta y ocho, mi abuelo me condujo al bosque y me hizo un regalo para mi cumpleaños: me enseñó a hacer fuego. Me explicó que debía empezar con las ramas pequeñas antes de pasar a los leños. Me enseñó también cómo usufructuar el bosque y la vegetación, cómo no hacer daño a la naturaleza y cómo cuidar el entorno. Después de varios intentos lo conseguí. Finalmente, cuando el fuego estuvo encendido, me dijo -más bien me ordenó- que no lo mirara porque: “si lo miras el fuego no arde, si no lo miras el fuego arde”. Esto es Urlacher, esa hipérbole.
Etiquetas: Enrique Balbo Falivene, Hugo Urlacher